Sea cual sea su proveniencia, dinámica u objetivo, la violencia es en sí misma la antítesis de la vida. Por lo tanto, debe ser condenada sin miramientos y la búsqueda de alternativas para su erradicación debe ser una consigna de la humanidad en su conjunto. En esto, creo, todos estamos de acuerdo si se nos pregunta de forma directa y descontextualizada. El problema empieza cuando en el mundo real, lejos del universo de las ideas y las buenas intenciones, empezamos a actuar de tal forma que lo que antes afirmamos con convicción se va desdibujando bajo la brutal honestidad de lo cotidiano.

Lo acontecido el pasado viernes en París no tiene sino un adjetivo: brutal. Es un triste recordatorio de la mezquindad en la que la humanidad se halla a veces sometida como consecuencia de la lucha indiscriminada por el poder y la imposición radical de perspectivas y opciones. Y como tal, este lúgubre hecho no tiene ningún tipo de justificación ética, política y mucho menos religiosa. No sólo se trata de la ingenua reivindicación de la fuerza como forma de solucionar los naturales conflictos que aquejan a nuestra especie, sino que representa la legitimación del desprecio por el valor inmanente de la vida. El sacrificio de una sola persona debería ser, entonces, motivo suficiente para generar indignación colectiva y una correspondiente reacción enérgica global, como sociedad diversa pero unida alrededor de ciertos intereses comunes.

Bajo dicho contexto, es absolutamente normal que se presenten masivas reacciones de rechazo a los atentados perpetrados por Isis. Por ejemplo, hay quienes han aceptado el gentil ofrecimiento de Facebook y han puesto la bandera de Francia como marca de agua en su perfil personal, en señal de solidaridad con dicha nación. O de la misma forma, muchos no han parado de redactar tweets enérgicos en los que no sólo condenan la barbarie cometida por los extremistas islámicos, sino que además formulan sentidas palabras de piedad a los dolientes de quienes perecieron. Todas y cada una de estas manifestaciones son absolutamente válidas porque al final, cada cual puede hacer con sus palabras y sus espacios sociales lo que desee sin que importe lo que los demás piensen. Y además, porque dichas expresiones deben verse como algo positivo, ya que reflejan que a pesar de todo seguimos siendo solidarios con la suerte del prójimo.

En todo caso, y desde una perspectiva crítica que busca de forma respetuosa generar avenidas de reflexión respecto de lo que sucede a nuestro entorno social, deseo formular una serie de ideas que ponen en cuestión la naturaleza y el alcance de este tipo de fenómenos que ocurren, en principio, en el contexto de las redes sociales, pero que se proyectan a escenarios habituales.

Pienso que debido a su capacidad de manejar y desplegar grandes flujos de información a nivel global, redes sociales como Facebook tienen una gran responsabilidad respecto de cómo inciden en el comportamiento de la gente. En el caso de las manifestaciones de rechazo a la violencia que se han venido dando a través de su plataforma, lo que uno percibe es que se tiende a tratar de forma diferente situaciones que deberían ser igualmente reprochadas. ¿Acaso con ocasión de la masacre ocurrida en Beirut el día anterior o aquella de la Universidad de Garissa en Kenia hace unos meses, que fueron ejecutadas por el mismo grupo extremista y que dejaron un saldo de muertos igualmente alto, hubo algún tipo de reacción o interés de difusión por parte de dicha red social? No fue el caso.

Sentir simpatía por el dolor de los demás es, afortunadamente, connatural a la especie, y manifestarse en tal sentido no es ni mucho menos negativo. El problema reside en la falta de coherencia que se proyecta a través de este tipo de dinámicas selectivas. No se entiende por qué los hechos acontecidos en países pobres y periféricos –incluido lo que ha sucedido en nuestro país en los últimos 50 años, por ejemplo– tienden a tener menos peso mediático que lo que sucede en uno de los centros urbanos insignias de la civilización occidental, si el caso es repudiar la violencia contra el ser humano, sea donde sea. Ahora, si el objetivo del tipo de las acciones u omisiones adelantadas por las redes sociales es, por el contrario, mandar un mensaje –así sea entre líneas– en cuanto a la prevalencia de un tipo sociocultural sobre otro, ya la cosa es diferente. Y es bueno que la gente al menos tenga claro que a la hora de hacer “lo que se les antoje” con sus perfiles e información en el ciberespacio, estas cosas suceden así y hay patrones políticos que subyacen.

Pero este sólo es el reflejo de una dinámica mucho más preocupante: la pérdida de sensibilidad respecto de otros tipos de violencia. Por un lado, la gente tiende a reaccionar de forma amplia y masiva frente a situaciones como la de París, en la que la violencia se encuentra proyectada en ataques terroristas en los que se puede individualizar tanto las acciones acontecidas como los responsables de las mismas y sus víctimas. Sin embargo, cuando un niño se muere de hambre en la Guajira, o un anciano perece en la entrada de una clínica privada por no haber recibido atención de emergencias, no sólo no existe el mismo tipo de despliegue, sino que tanto las redes sociales como la gente, en medio de su cotidianeidad, siguen como si nada. Pareciera que todo aquello que se conoce como violencia estructural –afectaciones que provienen de fenómenos sociales como la pobreza, la ausencia de elementos esenciales para la supervivencia o la falta histórica de oportunidades– es un problema de segundo orden, que no sólo tiene el mismo nivel de prioridad en materia de difusión y solidaridad, sino que termina volviéndose parte de lo cotidiano.

De ahí que si vamos a asumir posiciones de rechazo a la violencia, sería importante también “mirar para adentro” –que no es solamente a nuestro país sino a lo que se denomina como el «sur global»–, y no sólo a lo que tiene impacto directo o global, de modo que seamos coherentes con nuestra propia identidad. Puede ser cierto que, como alguien me lo hacía ver hace poco, cada quien tiene simpatías particulares con ciertos países, ciertas culturas y ciertas causas, por lo que el hecho de manifestar preocupación o dolor respecto de situaciones particulares no puede ser visto como un acto de mezquindad o incoherencia. En eso esta persona está en lo cierto, y muy seguramente hay que aceptar que la solidaridad es un bien escaso que cada quien puede usar como a bien lo tenga, de acuerdo a sus intereses particulares. Sin embargo, yo sigo pensando en que es muy triste y desesperanzador que cuando se trata de un hecho de violencia menos “taquillero” o socialmente distante haya mutismo, o simplemente apatía fundada en excusas relacionadas con la falta de información o el desinterés.

La violencia es miedo de las ideas de los demás y poca fe en las propias. (Antonio Fraguas Forges)

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