Si hoy en día hay una entidad pública que esté tan mal parada –o incluso peor– que la presidencia, esa es la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales (ANLA). En las últimas semanas han salido a la luz pública una serie de casos en los que ésta entidad expidió este tipo de permisos a proyectos que, debido a su naturaleza y ubicación, generarían gran impacto de tipo social y ambiental.

Por ejemplo, a finales de abril se supo que la ANLA le había otorgado una licencia ambiental a Hupecol –empresa de hidrocarburos norteamericana– para adelantar labores de exploración y explotación de petróleo en cercanías a Caño Cristales, una de las maravillas naturales de Colombia. Sólo hasta que tanto el presidente como el Ministerio del Medio Ambiente se manifestaron en sentido contrario, y luego de grandes presiones a través de medios y redes sociales, dicha agencia decidió revocar su acto precedente y así cancelar la licencia anteriormente otorgada.

Vale la pena preguntarse si este tipo de situaciones –muy graves de cara a la protección de los intereses públicos del país– son aisladas y corresponden a faltas u omisiones de parte de funcionarios públicos, o si tal vez responden a problemas estructurales que parten de la misma naturaleza y esquema de funcionamiento de este tipo de entidades, que han sido calificadas como “técnicas” para poder establecer un contraste con otras instituciones del estado, que tienen un carácter político.

Y es que hoy en día, a nivel de gobierno está de moda hablar de “lo técnico.” Innegables casos de ineficiencia a nivel presupuestal y de gestión, falta de transparencia, corrupción, y populismo, han aquejado a numerosas entidades del estado. Por lo tanto, está en boga pensar que la administración pública requiere instituciones aisladas de las discusiones y dinámicas de la política, y con un nivel de autonomía administrativa y financiera que permita cumplir con mandatos puntuales, usualmente asociados con el modelo económico del país. En consecuencia, se asume que los funcionarios públicos deben ser personas bien capacitadas para ejecutar sus funciones, pero que deben estar alejados en lo posible de los debates y ejercicios políticos.

Para la muestra un botón. La ANLA es la entidad encargada de que los proyectos que implican un impacto ambiental cumplan con la normatividad en dicha materia, de tal manera que se contribuya al desarrollo sostenible del país. Para esto, se encarga de otorgar licencias a dichas actividades y hacer su respectivo seguimiento. Hasta el año 2011, dichas funciones estaban en cabeza del Ministerio del Medio Ambiente, que es un órgano con un carácter político al hacer parte del poder ejecutivo. Por ende, se le trasladó a la ANLA prerrogativa de emitir este tipo de permisos, sin los cuales ningún proyecto puede iniciarse. En dicho momento, se justificó esta transformación en la estructura del estado con que era necesario que un “organismo técnico” se encargara de esta actividad, y no un ente con las calidades del Ministerio del Medio Ambiente.

Este tipo de agencias –como la ANM, ANI, o ANH– han ido conquistando las estructuras de poder y gobernanza a nivel global, y hoy en día pueden verse como comunes en un gran número de países. Su objetivo, de acuerdo a su naturaleza y alcance, es el de servir como herramientas técnicas para la implementación efectiva de los diversos componentes que requiere un modelo económico neoliberal, en dichos estados. Tienen estructuras similares a las empresariales, y se guían por criterios asociados con la eficiencia y la maximización de utilidades, de acuerdo con un objetivo de política pública específico.

En una instancia como la ANLA se trabaja bajo principios de eficiencia y racionalidad, los cuales son indiscutiblemente necesarios para que haya celeridad en los procesos y se usen los recursos escasos de forma efectiva. Sin embargo, también es cierto que las discusiones democráticas tienden a aislarse en este tipo instituciones públicas, ya que sus lógicas y esquemas de funcionamiento se acercan más al ámbito privado que al público. Como consecuencia, las decisiones que se toman, en ocasiones, no tienen en cuenta otro tipo de raseros o consideraciones, tales como el interés público o las particularidades que pueden no ser económicamente viables, pero que protegen importantes intereses y valores.

Alguien podrá decir que es esto es muy bueno, porque se está intentando evitar caer en los recurrentes esquemas de corrupción y politiquería que Colombia ha vivido, así como porque se avanza hacia el incremento de los niveles de eficiencia de la administración pública. Pero lo cierto es que las agencias del estado tienden a estar desarticuladas del aparato político del estado. Es decir, de los espacios donde se toman decisiones democráticas, los cuales son por naturaleza los que influyen directamente en la generación de políticas públicas de forma armónica e implementan, con posterioridad, dichas políticas a través de regulación (leyes o actos administrativos) o decisiones judiciales.

Teniendo en cuenta lo anterior, resulta cotidiano que, agencias como la encargada de emitir licencias ambientales para proyectos minero-energéticos, no tengan una idea clara de lo que sucede en el ámbito de la formulación e implementación de políticas relacionadas con intereses públicos tales como la protección al medio ambiente o los grupos étnicos. Esto se debe a que su objeto –la generación de licencias, autorizaciones o conceptos- y esquema de acción, consultan casi que de forma exclusiva a parámetros utilitaristas –la relación costo-beneficio- y a esquemas de gestión orientados a la eficiencia.

En consecuencia, sucede que muchas veces estas agencias toman decisiones que chocan con actos de autoridades públicas que tienen como objetivo la protección de intereses públicos, o contradicen medidas con un carácter (re)distributivo, que fueron tomadas para cumplir con los principios y valores consagrados en la constitución.

Como resultado, surgen choques que le generarán grandes perjuicios a nivel social, ambiental, político, y económico al estado. Por ejemplo, las demanda de Tobie Mining por 16.500 millones de dólares ante un tribunal de arbitraje de inversión, por el otorgamiento de una serie de títulos mineros que nunca debieron haber sido aprobados, teniendo en cuenta que había un proceso de constitución de reserva natural en curso –e incluso confirmada a través de una resolución pública en firma. Esto jamás sucedería en un estado coordinado y coherente con su ordenamiento constitucional.

Volviendo al caso de Caño Cristales, la acción desinformada –esperamos que no dolosa– de las autoridades ambientales, en connivencia con la propia de las autoridades minero-energéticas, tuvo como consecuencia este tipo de situaciones.

Estas consideraciones deberían ser tenidas en cuentas al momento de glorificar a “los puros técnicos”, ya que su racionalidad y dinámicas de acción pueden tener extensas implicaciones. No se trata de desconocer que Colombia es un país históricamente salpicado por mares de corrupción, politiquería y populismo, y que estos males si tienen que ser erradicados a través de la generación de procesos racionales, criterios objetivos y de funcionarios públicos con conocimientos específicos. Pero, de otro lado, no se puede caer en la trampa de pensar que lo técnico es inherentemente bueno y que no requiere de un componente político. Es decir, propiciar un gobierno exclusivamente técnico, dejando de lado los procesos democráticos de las distintas ramas del poder público.