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Hay días en que no hay mucho que contar, la verdad. De un lado, ganó de nuevo Cavendish, quién demuestra que los años le han traído experiencia de sobra para contrarrestar el ímpetu de los jóvenes. Del otro, los artistas de la carrera se preparan para mañana, primera cita con la montaña de verdad en los Pirineos. Por lo demás, una jornada para olvidar.

Pero como la idea es que no dejemos de hablar de ciclismo, hoy les dejo un cuento sobre ciclismo, para un día de poco ciclismo. Valga aclarar que se trata de una historia de la vida real…

Hace 20 años mal contados -para mayor precisión, un 4 de mayo de 1994- me encontraba en el recreo de la mañana en el colegio y, mientras la mayoría de mis compañeros de curso decidían quién iba a jugar en qué equipo -por supuesto fútbol-, yo me preocupaba por dar con el dial 650 am en un radiecito amarillo con pinta de walkie-talkie que le habían regalado a mi hermano menor en la primera comunión. Bastante incómodo para cargar debajo del saco rojo del uniforme, lo había tomado sin permiso esa madrugada y bajo el riesgo de que mi hermano, que era bien llorón, notara su desaparición y les contara a mis papás. Al fin y al cabo, se trataba de un delito doble y no había vuelta atrás. No sólo había cometido hurto fratricida, sino que los jesuitas, regentes del San Bartolomé la Merced -templo del saber, el rachispun y las babillas-, tenían prohibido el uso del walkman en las instalaciones del colegio. ¿Que por qué una emisora en amplitud modulada si la música para uno -o Julito imitando orgasmos con la voz- se encontraba en FM? ¿Quién era ese tipo raro que estaba sentado al lado de la cancha de fútbol con el oído pegado a un transistor amarillo cual papá oyendo una vuelta a Colombia?

Ángel Yesid Camargo, boyaco como Nairo, había conseguido un cupo en el equipo que correría bajo el patrocinio de la extinta marca de ropa deportiva Kelme la Vuelta a España 1994 (en esa época calendada entre abril y mayo, hoy en agosto-septiembre). Habiendo desaparecido los equipos de marca colombianos en el concierto internacional debido a la crisis económica argüida por los patrocinadores de antaño (Café de Colombia, Pilas Varta, Manzana Postobón y Pony Malta, entre otros), ir a correr a Europa ya no era parte de la rutina de los buenos escarabajos sino más bien un lujo al que pocos podían acceder, sin importar el talento o las ganas. El chino Camargo se había ganado una etapa en la Midi-Libre, una carrera de una semana en Francia dos años atrás… y nada más. Sin duda, estaba en deuda con el equipo y la renovación para la siguiente campaña no estaba tan segura. Sin ser un agente para la victoria final de la carrera ibérica, Ángel Yesid tenía cierta libertad para buscar etapas individuales en la montaña, el terreno natural de los colombianos. Y ese 4 de mayo, de camino a la estación de esquí Ordino Arcalis en Andorra, iba en la escapada buena y tenía tal vez, sólo tal vez, su oportunidad para ganar.

Tan pronto como el dial se afinó y pude percibir, bien a lo lejos, la desordenada propaganda de pastas la muñeca que siempre pasaban en las transmisiones ciclísticas, también noté que una sombra se acercaba desde el flanco derecho. Mi sorpresa no fue menor al notar que se tratada de Ricardo Niebles (o Ricky, como le decíamos), un letal delantero de área, parte de las filas traseras mamagallistas de mi curso, muy querido (o temido) por la gente debido a su permanente reticencia a acatar las decisiones de la autoridad profesoral. La verdad es que al siempre estar sentado de la mitad para adelante -por eso de ser un poco ñoño y disfrutar las clases-, yo nunca había cruzado más que un par de palabras con este señor. En vez de ponerse a jugar fútbol como todos los días durante el recreo, Ricky se acercó con curiosidad a quien esto escribe y sin anestesia, lanzó el obligado cuestionamiento:

– Marco, ¿usted qué está haciendo con esa vaina?

Sin más remedio, y dispuesto a aceptar la subsecuente burla de todo el curso, le conté que por alguna razón que no podía explicar, me apasionaba el ciclismo de carretera, donde alguna vez los colombianos habíamos sido reconocidos como una potencia, especialmente cuando el camino se empinaba y había que echar para arriba, a la loma. Le expliqué que, según mis cálculos, dicha afición se había desarrollado por culpa de mi papá, quien en ocasiones me levantaba a las 5 de la mañana a oír las legendarias transmisiones de las carreras europeas -legendarias por aquello que les encantaba inventar cosas para mantener conectados a los oyentes-, y quien además colgaba afiches de Lucho Herrera y Fabio Parra en el cuarto que compartía con mis hermanos, Camilo y Sebastián, con el fin de que nos acostumbráramos a verlos como héroes. Acepté igualmente que, a pesar de aquello, jamás había salido del parque el conjunto residencial con mi cicla, y que, de hecho, había recibido mi primer cicla a los 11 años, es decir, muy tarde para un niño aficionado. Simplemente, le dije, la voz gangosa del locutor y las amarillas páginas de las revistas de ciclismo me hacían soñar con triunfos ajenos que tomaba como míos en tanto el pabellón nacional se alzaba detrás, como suspendido por la cara post-sufrimiento del ciclista.

Sorprendentemente, en vez de reírse y salir corriendo a la cancha de fútbol a contarle a los demás, Ricky se quitó el morral, se sentó al lado, y empezó a oír la etapa conmigo. Eventualmente hacía preguntas sobre quién era tal o cual ciclista, cuáles eran las características de la etapa, y de dónde venían los apodos tan chistosos que los locutores usaban con el 80% de los actores de dicha obra. Yo me limité a responder, si bien por dentro había una mezcla de orgullo -por haber logrado la atención del goleador del curso- y miedo -porque desconocía el desenlace de esta historia extraña-, a medida que el tiempo iba transcurriendo y el recreo tocaba sus patas.

A 5 kilómetros para el final de la etapa pasaron dos cosas; Angel Yesid atacó con un frío arranconazo hacia la meta (podía ganar, sí señores), y la campana del recreo sonó inclemente, anunciando que debíamos dirigirnos a clase de química con Martha Rocío Roa, quien además era la directora de grupo y me tenía entre ojos porque a veces me daba por charlar en clase. Tanto tiempo esperando para poder, finalmente, vivir un triunfo colombiano “en vivo” sin la tutela paterna -en la adolescencia eso era también un símbolo de identidad y libertad-, y la maldita campana me insinuaba que no iba a poder ser. Nos miramos con Ricky y supimos que algo había que hacer para poder llegar hasta el final. Si tan sólo no tuviéramos que hacer un taller sobre los gases nobles en la tabla periódica, seguro hubiéramos capado clase en la casa scout, donde los rascals bartolinos se iban a fumar y a hablar de la nada. En ese momento, la única opción fue que mi compañero de transmisión prestara un audífono -que más parecía auricular de sordo- para conectarlo al radio amarillo, pasarlo debajo del uniforme justo a mi muñeca, y de esa forma poder hacer la pose típica del estudiante aletargado (mano en el cachete hasta que quede la marca) para conocer el desenlace de esta historia. Por supuesto, Niebles me aseguró que donde yo no le pudiera informar en tiempo real del resultado, me la cobraría en el recreo de la tarde.

Luego de un poco más de 5 horas, lo que había empezado como una aventura incierta terminó en una victoria épica. Tal vez Ángel Yesid Camargo no volvería a figurar como lo hizo ese día, y muy seguramente su victoria aislada reflejó el comienzo de una etapa gris para el ciclismo colombiano, debido a una mezcla de falta de apoyo institucional, la llegada de las tenebrosas prácticas sistemáticas de doping europeo, y tal vez exceso de confianza de que una nueva generación brillante llegaría. Por nuestra parte, el auricular sirvió para que pudiéramos saber en vivo que un colombiano había ganado en la Vuelta a España, y que en medio de la euforia un pequeño grito se asomara por mis labios, mientras alzaba el puño como señal para que Niebles igualmente celebrara. La profesora de química se dio cuenta, pero no dijo nada, en ese momento. Igual me la habría de cobrar al año siguiente sacándome de mi curso, quitándome mis amigos, y poniéndome en un nuevo escenario de gente extraña (gracias a Dios).

Ese día Ricky no jugó fútbol por la mañana, y la gente notó la ausencia de sus contundentes goles. Muy seguramente fue la única vez que el goleador faltó a su cita con la pelota durante los años que aún pudo disfrutar en el colegio, antes de que lo echaran por indisciplina y vagancia. Y la razón de aquel desaire con el deporte que más emociones le ha dado a Colombia es que por una sola vez -un fugaz recreo con clase de química incluida-, Ricardo Niebles se emocionó con el deporte que más triunfos le ha dado al país: el ciclismo.

Mañana nos “vemos” con más Desmarcando la Rutal del Tour.

Twitter: @desmarcado1982

 

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Estudió derecho y a pesar de todo, se creyó el cuento de la justicia social y a eso se dedica. Cuando no está sumergido en la tesis doctoral le interesa la música latina y alternativa, el ciclismo colombiano en el mundo, la historia del más allá y el más acá, y los problemas públicos a nivel urbano y rural.

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