¿Quién soy yo para hablar de la paz de Colombia?

Ciertamente no soy el que vivió la guerra en carne propia; aquellos que, al final, están más que legitimados para expresar su apoyo o rechazo respecto de lo que se acordó en La Habana entre el gobierno y las FARC, hoy 2 de octubre.

No soy el campesino que fue despojado de sus tierras con amenazas y brutalidad, ni tampoco la madre o el padre que perdieron a sus hijos en medio de cruentas masacres o absurdos atentados. Mucho menos soy parte de la comunidad indígena o afrocolombiana que tuvo que padecer una guerra ajena, hecha por los blancos que gobiernan un estado que supuestamente los cobija, pero que en realidad no es sino una idea que se desvanece en medio de la nada.

Tampoco soy el soldado que se sacrificó por una patria que muchas veces lo ignoró o puso en segundo plano. Ni el guerrillero raso o el paramilitar obligado, que tuvo que aprender a matar sin entender si quiera por qué y para qué lo hacía; muchos de ellos infantes que en vez de juguetes y relatos mágicos vivieron sus primeros años entre fusiles, granadas, e historias de terror en el campo de batalla.

No soy ninguno de ellos, y por ende es difícil sentirme legitimado para hablar de paz, cuando la guerra no causó heridas directas en mí, ni se metió con los míos.

Pero en medio de mis privilegios azarosos y “pecado” original –nacer en una familia amorosa y con medios para vivir bien dentro de un país pobre e inequitativo-, en algún punto miré para el lado y me di cuenta que, afuera de la burbuja de cristal en la que flotaba sin molestia alguna, había una realidad armada a partir de piezas de desigualdad, discriminación y violencia. Y cuando observé bien, entendí que aquellos que aparecían retratados en dichas piezas eran iguales a mí, sólo que regidos de forma inexplicable por estrellas diferentes.

Y al ver su desesperanza profunda y sufrimiento inigualable, fue claro que la única forma en la que mi existencia podría adquirir sentido, además de recorrer el camino propio del aprendizaje y la trascendencia espiritual, era dedicar mis esfuerzos a encontrar alternativas para quienes han estado cobijados por la oscuridad de la violencia y la indolencia en nuestro país.

Y sin duda alguna, en poco he podido colaborar.

No he sido yo quien ha tomado el micrófono y la pluma para defender sus derechos, arriesgando con esto mi tranquilidad e integridad. Así como Mario Calderón y Elsa Alvarado lo hicieron, hasta que les apagaron la vida física.

No he sido yo quien se ha ido hasta los lugares más recónditos de Colombia para convivir con las víctimas del conflicto, y entender sus problemas para brindarles avenidas concretas para ser más dignos. Así como lo ha hecho durante tanto tiempo el padre De Roux en el Magdalena Medio.

Jamás tendré, en todo caso, la valentía de gente como el maestro Eduardo Umaña, que desde la academia dijo cosas que molestaron tanto a los señores de la guerra que llevaron a su inmolación.

Pero sin ser ellos, y con ocasión de la gran oportunidad que tiene Colombia de iniciar una nueva etapa en su historia con la refrendación de los acuerdos de La Habana, pienso que no sólo estoy legitimado para hablar de la paz en Colombia, sino que estoy en el deber de pregonarlo como el mensaje más importante que jamás haya tenido oportunidad de transmitir.

A pesar de las inclemencias climáticas que sacuden hoy a nuestro territorio nacional, hay que salir a la calle y votar. Incluso los votos por el NO tienen sentido, porque se trata de un reconocimiento al valor de la democracia en este tipo de procesos sociales. Hay que reunirse con familia y amigos, y esperar con calma, pero con mucha ilusión, los resultados que vendrán, a pasos agigantados, desde las cuatro de la tarde. Hay que recordar lo turbio y triste para a la vez añorar y desear lo claro y alegre.

Hoy es un buen día para reflexionar sobre todo lo que la violencia ha representado para Colombia. Y si bien sabemos que este no será el último capítulo de su oscuro trasegar por nuestras vidas y las de nuestros hijos, si podemos tener la certeza de que éste es un paso definitivo para que en el futuro podamos erradicarla totalmente.

Al final, cada voto que se deposite en esas urnas es un ejercicio de memoria y reparación respecto de aquellos que no pudieron salir a votar hoy porque descansan en el valle eterno de la muerte. Por ellos, y por los que están por venir, permitamos que el 3 de octubre de 2016 sea recordado como el primer día de los nuevos tiempos.