¿Qué tienen en común los reinados de belleza y las corridas de toros? Se trata de fenómenos sociales que, en algún momento de la historia de Colombia, fueron considerados como elementos culturales fundamentales para la definición de nuestra idiosincrasia, pero que hoy deambulan -no sin controversia y tensiones- en el camino hacia el olvido. Y lo que evidencia este proceso de envejecimiento y muerte es, sin duda, que la sociedad colombiana -como cualquier sociedad- empieza a cambiar de acuerdo a importantes patrones globales.
Me levanté el sábado en la mañana para la habitual revisión de noticias, e identifiqué dos titulares que me llamaban la atención. El primero daba cuenta de la participación de Andrea Tovar en el concurso de belleza Miss Universo, el 29 de enero en Filipinas. El segundo recordaba los horrorosos hechos que enmarcaron el regreso de los toros a Bogotá, cuando seguidores y detractores se enfrascaron en fuertes confrontaciones que no fueron debidamente atendidas por la mediocre administración distrital. Y en ese momento recordé hechos de mi propia historia que, relacionados con dichos fenómenos culturales, me pusieron a pensar sobre su vigencia actual e incierto porvenir.
No miento si afirmo que, en las décadas de 1980 y 1990, las familias colombianas esperaban ansiosas a que llegara noviembre para poder ver quién sería coronada en Cartagena de Indias como la nueva “soberana de los colombianos”. Jairo Alonso y Pilar Castaño eran celebridades de proporciones inimaginables debido a que conducían la velada de elección y coronación, y la capacidad hotelera de la heroica se acababa pronto debido al gran número de medios de comunicación cubriendo el evento de doña Tera y su hijo Raimundo. Hasta Moure y de Francisco tuvieron que ir, en su época de La Tele, a hacer monerías alrededor del Hotel Hilton y el Centro de Convenciones. Y ni se diga de las noches de elección de Miss Universo, cuando todos nos hacíamos al lado del televisor y sacábamos promedios de las presentaciones en vestido de baño y traje de coronación, esperando que Paola, Paula Andrea y Carolina le dieran un nuevo título al país, luego de la legendaria Luz Marina Zuluaga.
De otro lado, también recordé mis tardes de enero y febrero pegado al radio, cuando Pacheco, Manolo Molés y Julián Parra describían con maestría las verónicas, pases de pecho y estocadas fulminantes de los maestros de la fiesta Brava. Cali, Manizales, Medellín y Bogotá se constituían en plazas muy importantes de la “Temporada de América”, una vez las de España cerraban por invierno. Por aquí pasaron como auténticos íconos sociales Ortega Cano, Ponce, “El Juli” y, cómo no nombrarlo, el mítico hijo de La Perseverancia, César Rincón. Los condumios -veladas posteriores a las corridas- se constituyeron en espacios donde acaudalados empresarios y afilados políticos definían los destinos del país mientras se saciaban entre tempranillos de La Rioja y tapas madrileñas. Las mujeres -las manolas- vestían sus mejores galas en los tendidos, y los chismes de la alta sociedad colombiana circulaban de a poco al son de sendas botas cargadas de envenenada manzanilla.
Tanto los reinados de belleza como las corridas de toros han hecho parte de nuestra idiosincrasia colombiana; es decir, son determinadoras de lo que hoy en día somos como colombianos. Negar eso sería tapar el sol con un dedo, así nos parezca que se trata de eventos ridículos, sexistas, sádicos o carniceros. Ambos fenómenos movieron masas y determinaron muchas de las dinámicas del poder, la sociedad y la cultura de nuestro país. Y hoy en día, valga decirlo, siguen estando en el espectro y hay muchas personas que defienden su permanencia, a pesar de un evidente declive en su respaldo popular y bajo -posiblemente justas- razones jurídicas que se enmarcan en las libertades que garantiza nuestra constitución.
El punto aquí no es señalar quién tiene la razón. En el caso de la “fiesta brava”, tan cierto es que unos tienen derecho al libre desarrollo de su personalidad y a tener un oficio digno, como que los otros poseen razón en buscar que se prohíban actos de violencia y crueldad que no deben hacer parte de espacios públicos -ni mucho menos financiados por recursos públicos. En el caso de las “Miss”, es tan entendible que se quiera resaltar la belleza y virtuosismo de las mujeres a través de espectáculos que no le hacen daño a nadie, como que se busque enviar un mensaje de contingencia contra la “cosificación” del cuerpo humano y la identificación de la mujer como un producto comercial. El punto es que, más allá de los debates actuales al respecto -necesarios en toda sociedad democrática y provechosos para el triunfo de la razón sobre la violencia-, el tiempo y la sociedad misma darán sentencia definitiva a ambos fenómenos.
Puedo asegurar que, muchos que en su momento apoyaron reinados y toros, hoy en día son conscientes de sus precariedades éticas y sociales. Colombia no es el mismo país provincial del siglo XX, y una gran cantidad de información y debates han permeado al país, de modo que empiezan a percibirse cambios a nivel de valoración y acción de hechos que, anteriormente, no se cuestionaban por tratarse de tradiciones o espectáculos que contaban con el visto bueno de poderosos y acaudalados.
Sin embargo, algo es claro: resulta arbitrario -e iluso- pretender que las reinas y los toros se acaben de la noche a la mañana a través de prohibiciones inmediatas o censuras a través del matoneo, así sea matoneo a través de leyes o sentencias judiciales. Esto es así porque, querámoslo o no, hay mucha gente que aún vive o disfruta de ellos. Y entre más se busque prohibir a la fuerza, más tensiones y deseos de confrontación habrá. No creo que esta sea la forma de cerrar dichos ciclos, porque fomentan la violencia y desconocen realidades sociales que, así sean indeseables, son incuestionables, como por ejemplo que hay mucha gente que vive de estas actividades y perdería un sustento básico.
Lo que va a suceder, tarde o temprano, es que la sociedad misma va a rechazar, tanto corridas de toros como reinados, a través de su herramienta más efectiva: la indiferencia. La afición irá acabándose, por lo que habrá menos recursos para financiar tanto concursos de belleza como ferias taurinas. Se tratará de un dictamen que, hasta los hijos de los aficionados, asumirán como propio y “traicionarán” la tradición de sus mayores en un intento por ser mejores seres humanos, o por lo menos personas éticamente consecuentes como un mundo que rechaza la violencia y la superficialidad.
Démosle tiempo al tiempo para que “ni reinas y ni toros” habiten entre nosotros, pero por ahora tratemos de entender a los demás y respetar sus opciones.