La política de restitución colectiva de tierras fue concebida como una de las grandes conquistas de la Ley de Víctimas (Ley 1448) de 2011 en materia de acceso de los grupos étnicos a una reparación integral, luego de más de 50 años de conflicto armado. Pero luego de 6 años vigencia, la realidad muestra que su implementación ha sido no menos que un fracaso tanto a nivel de cobertura como de efectividad.

No sólo la violenta coyuntura del país ha impuesto pesadas cargas a la efectiva cristalización de la restitución de tierras, a través del amedrentamiento y asesinato de líderes sociales que han asumido la tarea de movilizar a la sociedad civil para respaldar el proyecto de construcción de paz colombiano. Adicionalmente, desde el mismo gobierno nacional se han desplegado insalvables restricciones a la debida implementación de esta política, en tanto que poderosos intereses privados han logrado influenciar las acciones u omisiones de algunas de las autoridades públicas con responsabilidades en este proceso.

La expedición de la Ley de Víctimas y su posterior reglamentación evidenció un importante compromiso con los derechos de los grupos étnicos colombianos, históricamente marginados del proyecto nacional y cuya protección especial había sido sancionada desde 1991. Así pues, en el marco de la especial relación que aquellos tienen con el entorno, se dispuso un mecanismo legal sin precedentes para que se pudieran restablecer, de forma integral y efectiva, los derechos de las comunidades indígenas sobre sus resguardos, así como de los grupos afrodescendientes sobre sus territorios colectivos. No sólo se trataba de devolver las tierras despojadas en el contexto de la guerra, sino de asegurar que la particularísima relación entre las comunidades y la tierra -que es distinta a la forma en que los occidentales entendemos el dominio sobre tierras y bienes- se recompusiera.

Las valoraciones iniciales arrojaron que alrededor de 60 procesos de restitución colectiva en favor de grupos étnicos debían tener lugar durante la vigencia de la Ley de Víctimas, inicialmente pactada a 10 años. Y, en consecuencia, el accionar de las entidades encargadas de darle movimiento al sistema se no hizo esperar. De un lado, la Unidad de Restitución de Tierras asumió la caracterización de los casos para posteriormente interponer las correspondientes demandas en representación de las víctimas. Del otro, los jueces de tierras se convirtieron en garantes de la resolución de las reclamaciones hechas por los grupos étnicos, de cara a la efectividad de derecho a la reparación.

Primeros pasos esperanzadores

La primera sentencia arribó según los tiempos esperados, y rápidamente fue catalogada como un hito en el ámbito de la justicia transicional global. En septiembre de 2014, el Tribunal Superior de Antioquia ordenaba la restitución de 50.000 hectáreas en favor de la comunidad Emberá Katío del resguardo del Alto Andágueda, ubicado en una zona rica en recursos minerales del nororiente chocoano.

Pero adicionalmente, el Tribunal confirmaba la suspensión de una serie de títulos mineros superpuestos con el resguardo, a partir de una orden que había sido originalmente proferida por el juez de restitución de tierras de Quibdó en los inicios del proceso. Éstos correspondían a un gran proyecto de extracción de oro, y habían sido otorgados por la autoridad minera colombiana a las subsidiarias de tres grandes empresas multinacionales del sector extractivo, durante la época de desplazamiento forzado de la comunidad: AngloGold Ashanti (Reino Unido), Glencore (Suiza) y Continental Gold (Canadá).

El Tribunal consideró que, aun cuando los recursos del subsuelo le pertenecían al estado y podía concesionar su extracción de forma libre, el desarrollo de actividades extractivas en la zona sin el consentimiento de los Embera Katío afectaba el pleno disfrute de su derecho al territorio. Por lo que decidió que hasta tanto no de adelantara una consulta previa con las autoridades del resguardo del Alto Andágueda, el proyecto era inviable.

El embate de los intereses privados

La decisión judicial prendió las alarmas en diversos sectores económicos, así como de algunas autoridades públicas empáticas con los intereses de dichos actores privados. Se tomó conciencia de la dimensión del precedente que se acababa de constituir, de cara a futuros procesos de restitución colectiva de tierras. A partir de la sentencia de restitución del Alto Andágueda, los derechos de exploración y explotación se encontraban condicionados en aquellas zonas donde hubiera reclamaciones relacionadas con la afectación de derechos territoriales étnicos en el marco del conflicto armado. Y bajo dicho contexto, diversas acciones institucionales empezaron a desplegarse para atender esta novedad que, para los intereses de algunas empresas y la posición de algunas autoridades públicas, se presentaba como riesgosa.

Desde la Agencia Nacional de Minería (ANM) -y luego desde otras entidades públicas- hubo contactos inmediatos con la Unidad de Restitución de Tierras, a través de los cuales se manifestó sorpresa por el contenido y alcance de las demandas de restitución colectiva, y se solicitó un “cambio de actitud” que fuera coherente con el modelo de desarrollo del país. Incluso, se ofrecieron capacitaciones para generar convencimiento sobre la compatibilidad de la restitución de tierras con los procesos productivos extractivos, siempre y cuando estos últimos fueran respetados.

De forma paralela, y con ocasión de la orden de suspensión de los títulos mineros de AngloGold Ashanti, Glencore y Continental Gold, la ANM buscó directamente al juez de restitución de tierras de Quibdó. Según un funcionario de la Agencia, con quien tuve la oportunidad de hablar del tema hace un tiempo pero cuya identidad debo reservarme por haberse tratado de una entrevista con fines académicos, se buscó “convencer” al juez de que la restitución de tierras no podía entrar en el ámbito de los derechos conferidos a particulares, y que las consecuencias de acciones como la suspensión -o la anulación- de títulos mineros podría traer graves perjuicios al estado, e incluso a sí mismo en materia disciplinaria.

Consecuencias exponenciales

Las consecuencias no tardaron en llegar. La estructura interna de la Unidad de Restitución de Tierras tuvo una importante adición con posterioridad a la sentencia del Alto Andágueda, en tanto que se creó el grupo de Asuntos Ambientales, Mineros, Energéticos y de Infraestructura (AMEI). Esta oficina, adscrita a la Subdirección General de la Unidad y cercana a la Dirección Jurídica, tiene como objetivo brindar recomendaciones técnicas respecto del contenido de las caracterizaciones y demandas de restitución que pudieran afectar intereses cercanos a sus líneas de acción, de acuerdo a una circular expedida en mayo de 2015. A partir de la llegada del grupo AMEI al escenario de la restitución colectiva, las dinámicas de actuación de la entidad han cambiado progresivamente, de modo que el interés superior de las víctimas tiende a verse modulado por la existencia superpuesta de intereses económicos privados. Estos últimos, visualizados como fundamentales para el desarrollo económico del país, han permeado -para bien o para mal- el ámbito de la justicia transicional.

De otro lado, y no menos indicativo de los problemas que ha tenido que afrontar la restitución colectiva en favor de los grupos étnicos colombianos, se tiene lo que ha sucedido con el caso del Consejo Mayor COCOMOPOCA. Esta comunidad afrocolombiana, ubicada en la misma zona de influencia del proyecto que afectó los derechos territoriales del resguardo del Alto Andágueda, inició igualmente un proceso de esta naturaleza. Y de la misma forma en la que sus vecinos indígenas, se buscó que se suspendieran -o anularan- los títulos mineros adjudicados a las tres empresas aquí mencionadas durante su etapa de desplazamiento forzado.

De forma sorprendente, el juez de restitución de tierras de Quibdó -el mismo que había ordenado suspender los títulos de AngloGold Ashanti, Glencore y Continental Gold en favor de los Embera Katío- negó dicha solicitud. Argumentó que se trataba de temas separados, y que los asuntos mineros debían ser resueltos por las autoridades judiciales administrativas ordinarias, no por la justicia transicional. Esta decisión se tomó, no casualmente, luego de la primera conversación sostenida entre este juez y el funcionario de la Agencia Nacional de Minería, pero tan sólo seis meses después de la primera decisión de suspensión, la cual había sido favorable a los intereses de los Embera Katío. Esto se trata, nada más ni nada menos, de un cambio abrupto en la argumentación jurídica respecto de dos casos con elementos fácticos prácticamente idénticos, producto de las fuertes presiones que se ejercieron en contra del administrador de justicia.

No estoy afirmando que lo acontecido en el caso de COCOMOPOCA se deba asimilar a una conducta ilegal, pues no es posible inferir que haya habido ofrecimientos de ningún tipo ni que se haya producido un cuadro de concusión. Pero sí es claro que estamos frente a una situación que desencadenó resultados poco éticos, y nada coherentes con el proyecto de construcción de paz en Colombia. La protección de poderosos intereses privados, asimilados de forma estratégica a una política pública de desarrollo, generó un cambio evidente en el actuar de la Unidad de Restitución de Tierras y de un juez de restitución. Y, hay que decirlo, produjo la contracción de un precedente judicial garantista con los grupos étnicos.  

En la próxima entrega, continuaré hablando de fenómenos y hechos puntuales que ponen en cuestión la efectividad de la política de restitución colectiva de tierras, así como sus desafíos de cara a la implementación del acuerdo de paz de La Habana.

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