Uno de los temas más comentados por estos días en pausas activas de oficina, sobremesas y grupos de Whatsapp es la noticia que, hace pocos días, conmocionó a parte de la sociedad colombiana.

El pasado 30 de enero en la noche, en inmediaciones de un puente peatonal ubicado en la localidad de Usaquén (Bogotá), un individuo -médico de profesión- que portaba un arma de fuego disparó contra tres personas, causándoles la muerte. De acuerdo con los testimonios recogidos, y las cámaras de seguridad localizadas en los alrededores, la causa de dicha acción fue la reacción del individuo armado frente a un intento de asalto por parte de los fallecidos, a quienes se les encontraron elementos cortopunzantes normalmente usados en este tipo de acciones.

Más allá de los chismes desplegados alrededor de la identidad del profesional de la salud o los motivos por los cuales éste caminaba por una zona altamente riesgosa en altas horas de la noche, este caso se ha permitido asumir un debate muy interesante alrededor de dos puntos que, si bien están relacionados, plantean cuestiones diferentes.

De un lado, el contenido y alcance de la legítima defensa. Al tratarse de una figura de naturaleza judicial (está consagrada en el artículo 32 del Código Penal), lo que la gente se pregunta no es si la víctima del ataque estaba habilitada para desplegar acciones de autoprotección frente a un riesgo de vulneración de su humanidad, sino hasta qué punto dichas acciones fueron proporcionales. Es decir, si con el propósito de evitar el ataque en desarrollo, 1) era necesario que el atacado usara la pistola bajo su custodia; 2) era ineludible que se accionara el arma para poder lograr el resultado esperado (disuadir a los presuntos ladrones), y 3) era posible tener control sobre el alcance de la reacción.

Sobre este punto, los abogados penalistas tienen la palabra para explicar la forma en la que la institución de la legítima defensa debe concebirse bajo las particularidades de este caso, y la justicia penal llegará, con seguridad, a una decisión basada en pruebas concluyentes y una argumentación sólida.

Pero, de otro lado (este es el punto sobre el que quisiera hacer mayor énfasis), este caso ha hecho visible que somos una sociedad con tendencia a justificar la violencia desde la emocionalidad, lo cual resulta muy preocupante para el momento de maduración y consolidación en el que nos encontramos.

En uno de los chats en los que se discutía el tema, un amigo muy querido hacía la siguiente reflexión, muy seguramente motivado por un ejercicio de empatía con el médico puesto en riesgo:

“En teoría, es claro que la vida es importante y demás, pero en el día a día, ante la inseguridad y si veo que mi vida corre peligro, o veo que a mi hijo o a mi esposa les van a hacer daño por robarles, y tengo como evitarlo, pues lo evito como sea, así sea a costa de ‘pelar’ a las ñámpiras.”

Más allá del espíritu coloquial de mi amigo, y si bien cuando me planteé dicha situación mi conclusión fue que yo también habría hecho lo mismo bajo los mismos postulados, el punto es que normalizar la violencia como una respuesta válida frente a una agresión, la que sea, es un síntoma de una enfermedad mayor, relacionado con la forma en la que percibimos nuestro entorno y a quienes nos gobiernan.

Como primera medida, hay que decir que esta es una cuestión que se desplaza en los dominios de la ética. Hay que entender que las circunstancias particulares de lo ocurrido con el médico armado y los asaltantes es anecdótico -y esto le va a molestar a muchos, lo sé-, porque la verdad es que casos como este ocurren todos los días en Bogotá, eso sí, en latitudes distintas: hacia el sur y hacia el occidente de aquel puente peatonal de Santa Bárbara. Por eso, es que ha habido tanta publicidad del hecho. Pero no olvidemos que esto hace parte de la cotidianidad de la mayoría de los habitantes de esta Ciudad Gótica.

Pienso que la oportunidad que nos trae el caso de avanzar en una discusión productiva como ciudadanía se enfoca en dos puntos. El primero es por qué hemos llegado hasta aquí. Es decir, ¿dónde están las autoridades públicas, investidas con el monopolio de la fuerza y la capacidad para ejercerla cuando ésta es requerida? El riesgo al que estaba sometido el médico de nuestra historia es, sin duda, generado por los asaltantes. Pero también por quienes deben impedir que esto suceda. Nos hemos acostumbrado a la ausencia del estado tanto, pero tanto, que llegamos al exotismo de creer que es prescindible, o por lo menos asumir que va más allá de nuestras expectativas, contar con protección permanente en zonas donde claramente hay tendencia a la ocurrencia de acciones delictivas. Y podríamos ir más allá, preguntándonos por qué hay gente que roba. Pero se trata de un asunto tan complejo que no es propicio discutirlo en este espacio.

El segundo gravita alrededor del valor que le damos a la vida, en tanto bien común que, insisto, debe trascender el caso a caso. Está absolutamente claro que no se puede justificar ningún tipo de conducta delictiva, y que para ello contamos con un sistema de administración de justicia que debe responder ante el despliegue del crimen organizado. Es una tarea que está pendiente en Colombia, pero hay conciencia de su inminencia. Sin embargo, considero que como ciudadanía, como seres humanos, no podemos llegar al punto de relativizar el valor de la vida por las acciones u omisiones desplegadas por las personas. En otras palabras, una cosa es aquello que la ley y sus operadores deben hacer en virtud de sus competencias, y otra la que nosotros como sociedad debemos atesorar como parte de nuestra identidad. En este caso, el rechazo a la violencia de cualquier proveniencia y nivel.

El uso de la fuerza nunca podrá ser justificada. Ni siquiera aquella que se ejerce en el ámbito de las causas justas o la legítima defensa. El estado y las normas exculparán a quien la use, de eso no hay duda ya que hace parte del contrato social del cual somos parte. Pero no podemos llegar al punto de asumir la violencia como un recurso ordinario, como si además de tener que vivir nuestras vidas imperfectas tuviéramos que asumir el rol de vigilantes. Esos, que en los cómics desconocen a la autoridad y asumen la justicia por mano propia desde una perspectiva de venganza y retribución aritmética. Esos, que en la vida real justificaron abominables actos contra la población civil como una forma de hacer contrainsurgencia.

A todo lo anteriormente señalado habría que agregar el mayor de todos los miedos: que se abra un debate sobre el porte de armas por parte de los ciudadanos en un país como el nuestro, en donde hay tantos odios y resquemores asociados con la guerra y las desigualdades sociales, y en donde estamos tratando de reconciliarnos. La idea de tener gente armada en las ciudades es, cuando menos, aborrecible.

P.D. Luego de más de dos años tengo la fortuna de volver a escribir. Agradezco a quienes leen y comentan mis columnas, ya que son hechas desde la profunda convicción de aportar a la construcción de una sociedad crítica, más justa e incluyente.