«Mickey Mouse apareció en mi mente cuando lo dibujé en un cuaderno…. en un viaje en tren de Manhattan a Hollywood» – Walt Disney
El romanticismo de andar en tren sobrepasó con creces los miedos iniciales de aquella máquina de la muerte que en el siglo XIX se asemejaba a un dragón echando fuego que daría enfermedades como «Espina de Línea Férrea». Andar en tren se volvió, durante gran parte del siglo veinte, un lujo y un maravilloso paseo donde todos sentían el progreso moverse bajo sus pies. Los trenes fueron, junto con el reloj, el símbolo de la modernidad y la industrialización.
Ese amor por los trenes se perdió, principalmente por el avance de la industria automotriz y el creciente individualismo de la sociedad. Tristemente, andar en tren se convirtió en algo antiguo, ineficiente y estúpido para gran parte del mundo occidental (excepto Europa, que nunca lo perdió de vista). El tren en Colombia se volvió una de esas cosas «de hace rato» porque los camiones supuestamente iban a resolver todas las necesidades de carga del país (aja, bien por esa) y porque las autopistas de doble calzada eran el futuro (eso eso, sigan así). De todas formas, a mí me siguen gustando los trenes chucu-chucu que todavía tenemos aquí.
Solo hasta ahora nos estamos volviendo a dar cuenta de la relevancia del transporte público (y férreo) en los viajes de corta y larga distancia. Un ejemplo maravilloso de esto es la naciente iniciativa de Amtrak (empresa de trenes de Estados Unidos), que le regaló un viaje gratis a una escritora con la condición de que usara el viaje esencialmente para escribir.
Esta idea es maravillosa: en mi experiencia, el mejor lugar del mundo para escribir es un avión, pero solo porque no hay internet. Ya he descrito mi odio increíble hacia esa hoguera en el aire, donde no hay espacio para abrir bien el portátil, ni enchufe para cuando se acabe la pila, y toca estar todo el tiempo con paranoia de tener o no el cinturón de seguridad puesto. Por esto, si el mundo estuviera tapizado de líneas férreas para ir de un lado a otro yo sería feliz yéndome a cualquier sitio a hacer mi trabajo, básicamente porque en el viaje podría trabajar más que nunca.
Los lugares de trabajo deben ser repensados. Uno piensa que la condición ideal para trabajar incluye conexión wifi, un computador de pantalla gigante, y que tiene que tener puerta. Pero yo me he dado cuenta que, en realidad, lo más importante que uno necesita para trabajar es:
– un portátil que funcione
– una fuente de energía adecuada (una pila con varias horas de carga o un enchufe)
– no tener wifi
– no conocer a nadie de los que me rodean.
Por esto, el lugar ideal para trabajar es una isla desierta con enchufe. Después de eso, el mejor lugar para trabajar es un tren sin wifi. Quedo atento al correo de Fenoco invitándome a dar un viaje gratuito en sus trenes para escribir mi gran obra maestra (si llega un correo de Turistren igual me monto).