Me gustan más los trenes que los aviones. Pero vivo en un país donde los trenes son de vapor y los aviones son lo único que se puede usar para ir a otro lugar. El día en que se tomaron las decisiones que fuera para desincentivar una política férrea en este país fue tal vez el día más triste de la historia del siglo XX.

Llevo una semana viajando entre varias ciudades en un país donde hay muchos trenes. No es la primera vez, y ojalá no sea la última, que hago viajes de ese tipo. Pero esta vez he estado con mi celular apagado todo el tiempo y creo que eso me hizo pensar todo con un poco más de detenimiento y caer en cuenta que mi odio hacia los aviones (ya descrito en otro post) y mi amor hacia los trenes (también descrito en otro post y en otro post) son dos polos de un mismo imán.

Uno se acuerda de cuando era chiquito. En mi caso, el tren de juguete que mi papá me «prestó» y que yo «arreglé» es lo que más me acuerdo cuando veo cualquier tren. El tren todavía sobrevive a pesar de todos los experimentos que hice con él juguetico, y está custodiado por mi papá encima de su chimenea. Aunque ya cumplí 35 años (suficiente edad para tener dos hijos y poderles decir «esque los papás tenemos más experiencias que los hijos, entonces hazme caso»), mi papá no me ha dejado volver a jugar con el tren. Debe tener algo que ver con esa vez que traté de «arreglarlo» enchufándolo a la pared con un adaptador incorrecto…

Hay libros completos sobre la fascinación del ser humano (tal vez en este caso solo del hombre) con los trenes. Jonathan Richmond se enfocó en su trabajo doctoral en MIT sobre ese tema y luego lo publicó con un libro muy criticado (por lo bueno y por lo malo) con el título «Transport of Delight«. No es hora de resumir el bendito libro de 600 páginas en un post que tiene menos palabras que eso, pero en general Richmond sí dice que hay una especie de fascinación psicoanalítica con esos pedazos de hierro en movimiento, tanto que, según él, por eso muchos ingenieros férreos se refieren a los trenes como mujeres… mucho que hablar sobre ese tema…

Pero hay cosas más banales por las que andar en tren es simplemente maravilloso, en particular cuando se compara con volar en avión. Porque volar en avion es, en resumen, un servicio de transporte público que no se han terminado de inventar, una buseta aérea a la que solo le falta poner Candela Estéreo y es la misma vaina que ir de Chía a Bogotá en la madrugada.

No hay que hacer filas para montarse. Como si fuera algo en lo que uno se quisiera montar, como ir a un concierto o visitar la Sagrada Familia, cualquier vuelo, por muy temprano o tarde que sea, siempre va a tener una fila. Y dentro de la fila siempre va a haber alguien que olvidó algo, otro que tiene un elemento de metal en cada prenda, y otro que no encuentra su pasabordo. Y uno se tiene que aguantar esas filas hasta en el vuelo de 5:50 am de Bogotá a Medellín.

En el tren uno simplemente llega y se monta. Y, como no hay cosas raras de rayos equis ni gente escrupulosa que manosea sus bolsillos, uno puede llegar a la estación y ya sabe que se puede montar en el bendito tren y se acabó. Nada de pasar por los oráculos de radiación para ver qué elemento riesgoso encuentran. Si usted entra al tren con unas tijeras no reglamentarias, pues lo botan por la ventana y listo. Como en las de vaqueros.

No hay turbulencia y el clima no incide tanto en el cambio de itinerarios. Yo me monto a un avión y me da vértigo cuando está carreteando. Cuando el vuelo es de más de cinco horas, tengo una crisis existencial después de cuatro horas en las que pienso «entre yo y el suelo hay una despampanante distancia de mínimo 3 kilómetros. Si esta vaina se cae nos morimos todos» – y tengo vuelos de ese tipo con mucha más frecuencia de la que un ser humano debería soportarlo. No es por nada que cada rato practico mi grito cuando me toque estar en una situación de emergencia: «NOS VAMOS A MORIIIIR» (es más sensato practicar ese grito ante una situación de emergencia: si nos morimos, pues nadie se pone bravo y uno fue El Gran Profeta. Y si sobrevivimos, pues mucho mejor tener un pronóstico terrible y luego salir mejor librado!)

Pero en el único tren que he sentido algo parecido a turbulencia es en la tartala que anduve de Nápoles a Pompeya, que de milagro no llegó dando botes a la estación final – pero esa era una situación extrema. De resto, todos tuiticos los trenes en los que he montado ruedan como si fueran de juguete. Suavecitos, como si uno estuviera nadando desde su origen hasta su destino. Eso de l railway spine de Schivelbusch ya no importa. Vayamos a toda mecha que eso es lo bueno.

Uno sale del centro de la ciudad y llega al centro de la siguiente ciudad. Eso con los aviones era posible hace unos años, cuando la contaminación por ruido no era tan reconocida y antes de que trasladaran los aeropuertos a una distancia inimaginable de la ciudad. Como un ejemplo, hagan las cuentas de lo que dura un viaje en avión de Medellín a Quito, y después háganlo contando el tiempo del centro de cada ciudad hasta el aeropuerto: habría durado menos el mismo viaje a pata pelada.

Tengo que agregar la razón más obvia por la que amo los trenes: se puede llevar bicicleta y, en general, no cobran más. Ahora vaya y lleve una bicicleta en un avión…tiene que desarmarla, desinflarla, empacarla, explicar que ud no es un criminal por querer llevarla en el vuelo, y pagar.

Pero bueno, hay que darle una cosa buena a los aviones: tienen paisajes increíbles. En los ochentas (los gloriosos ochentas), cuando viajamos en avión con mis hermanos a algún sitio, mi hermana siempre nos decía «miren en las nubes que seguro sale Heidi y su abuelo». No sé de dónde sacó ella esa idea (no me acuerdo de ningún capitulo de la cachetirroja corriendo entre las nubes), pero cuando me toca viajar en el asiento de la ventana todavía me acuerdo de mi hermano y yo intentando encontrarla (nunca pudimos). Y nunca puedo dejar de asombrarme cuando los pilotos dicen esas frases como «estimados pasajeros, a su izquierda, el Himalaya» o una cosa increíble como esa que yo, impedido para la geografía de libro y solo habilitado para aprender geografía «experiencial», siempre quedo maravillado por las posibilidades de las invenciones humanas. Al final de cuentas, los hermanos Wright eran mecánicos de bicicleta y algo tenían que darnos para acordarnos de cómo el mundo se puede ver mejor desde ciertos vehículos. A pesar de eso, prefiero andar en tren.