Aclaro: Yo nunca he visto un pollo gigante con corbata pasando encima mío mientras trataba de llegar a mi casa a tiempo para ver a mis hijos en Navidad. De hecho, ni siquiera he visto un pollo con corbata en ninguna situación. Ni siquiera se me habría ocurrido hasta hace dos semanas. De ahí la imperativa necesidad de dibujar el episodio y luego narrarlo.

Yo viajo bastante. Me ha tocado tomar sangre de pato (sin saberlo) en Nanjing, caminar horas enteras hasta llegar al nido del tigre en Bután, montarme en un bus donde era el único forastero y llegar, no sé cómo, a las 7 de la mañana a la Muralla China cuando no había nadie allá. También me he montado en el avión equivocado (y tuve que detener al piloto cuando ya se disponía a carretear) y me han preguntado en imigración si tengo problemas con la ley y me han metido a cuarticos. Pero nunca hasta hace dos semanas había oído una historia más extraña que la que estoy a punto de narrar.

Creo que fue porque estábamos comiendo mucho pollo con mis tres colegas (20 alas enteras, desde el hombro del pollo) o que ya habíamos tomado demasiada cerveza. O de pronto es que ya habíamos contado demasiadas historias y uno de ellos tenía que ganarnos a todos con la historia más extraña que yo haya oido. Quién quita, yo creo que eso ni siquiera sucedió. Pero lo tengo tan clavado en mi cabeza que lo tengo que escribir.

Todo empezó, cuenta Chepe (un colega que tuvo la idea de llevarnos a comer pollo y tomar cerveza en San José), cuando su padre compró un camión para ganarse el pan. Como cualquier conductor de vehículo de carga carretera interurbana, su trabajo era fácilmente uno de los más horribles de la existencia (peor que limpiar baños o vender dulces en un semáforo). Tenía que dormir en lugares inciertos y despertarse después de pocas horas de sueño y continuar su camino para entregar cualquier montón de bultos o cajas o lo que fuera, las toneladas que le habían pagado para llevar.

Esta vez fue un 22 de diciembre. Tenía que ir desde una esquina de América Central hasta la otra, un viaje que difícilmente le iba a dar tiempo preciso para llegar a ver a sus hijos en Navidad y poder decirles Felices Pascuas. Era imprescindible hacer uso de cualquier recurso, de cualquier sustancia para poder llevar a cabo la proeza. Atravesar un subcontinente entero en dos días significaba, simplemente, no dormir y no parar. Conducir hasta que no pudiera más.

Cuenta Chepe (yo le creo porque no conozco) que en Centroamérica, digamos entre Costa Rica, Nicaragua y Guatemala, hay muchas carreteras que parecen las de las fotos desérticas: las que demuestran que las reglas de la perspectiva son ciertas y que las líneas paralelas a veces, en situaciones extremas de lejanía, se juntan en el horizonte. Como le enseñan a uno los libros de psicopatología, las líneas rectas y los paisajes monótonos son la mejor forma de inducir las alucinaciones. Y, como también nos lo dicen esos mismos libros (y hasta lo hemos experimentado), la privación del sueño es otra buena manera de oir y ver cosas inesperadas. Esos dos factores, además de cualquier sustancia que el papá de Chepe hubiera consumido en esos dos días, generaron esto en su cabeza:

Yo no sé si la cosa fue cierta. Ni siquiera sé si esa noche de alitas de pollo y cerveza realmente me inventé esa historia completa, pero de verdad la tengo tan vívida en mi cabeza que no me puedo sacudir los detalles: el papá de Chepe iba por la carretera eterna, sin haber dormido más que unas pocas horas en su viaje subcontinental, cuando de repente al frente suyo apareció un pollo gigante con corbata en medio del camino. El papá de Chepe no era cualquier persona: él simplemente se dijo a sí mismo, «mi mismo, yo tengo que llegar a ver a mis muchachitos en Navidad, y no existe un solo pollo con corbata en el mundo, por grande que sea, que se vaya a meter en el camino».

Aceleró. Se acercó al pollo gigante con corbata y lo pasó por entre sus hediondas patas. Su recuento describía tan vívidamente el episodio que recordaba cómo, en medio de su hazaña, la corbata del pollo alcanzó a rozar su parabrisas y, cuando ya había pasado por debajo de él y seguía triunfante, lo seguía viendo por el retrovisor buscando a su próxima víctima.

En ese momento, el papá de Chepe se volvió a hablar a sí mismo: «man, ¿esto va en serio? No es posible.» Acto seguido, buscó el primer hotelucho que encontró y se pegó una buena siesta para después, un poquito tarde, poder llegar a la casa en Navidad y ver a sus hijos.

Yo no sé si algo de esto fue verdad, pero por mis hijos yo habría hecho lo mismo.