Uber tiene el servicio de taxi que todo mortal quiere tener, con el precio que ninguno quiere pagar. Es la nueva rodaja de la torta de movilidad, pero no es la panacea.

Hace varias semanas, la gente de Uber me regaló dos bonos de treinta mil pesos para usar el servicio. Entonces dejé de usar mi bicicleta por algunos días y me puse a la tarea de meterme en esos carros de placa blanca y, cuando tocaba, montarme en un amarillo para tener el punto de comparación bien fresquito. Y esperé algunos días a que dejaran de hablar de James, del gol de Yepes y de Neymar para que este tema de Uber resurgiera y fuera relevante.

Siendo totalmente sincero, tenía mucha pereza de escribir un post en este blog sobre Uber. Quería escribir sobre Jesucristo, el peatón más famoso de la Historia, sobre motorización, sobre el Mundial de fútbol como una demostración de lo que siempre dijo Poincaré sobre el tiempo como una convención… pero el taxista que me trajo a mi casa hoy desde el centro me sacó MUCHO la piedra, y decidí escribir este post como reflexión ante la frase más cínica que he oído en mi vida.

«Dígame por dónde nos vamos porque yo pierdo mucho tiempo en estos trancones»

Eso lo dijo un taxista cuyas placas no vale la pena recordar. Lo dijo una persona cuyo trabajo consiste esencialmente en «perder» tiempo en transitar de un punto a otro por plata. Una persona que, de hecho, se enriquece más cuando hay un trancón que cuando llega con tránsito fluido a su destino (el taxímetro no se detiene cuando el taxi sí). En contraposición, las personas a quien transportan son sus clientes, y aquellos que en realidad sí pierden el tiempo montados en su grasiento vehículo: son los clientes del servicio, el que lo pagan, pero ya sabemos que a ‘Su majestad, el taxista’ hay que pedirle permiso para ir a un destino, perdón por meterlo en un trancón y permiso para bajarse en medio de un charco porque no quiso acercarse al andén.

Como hoy fue día de usar taxi (maldita sea), el taxista que me llevó a mi destino esta mañana también fue algo pintoresco. Conduciendo un Atos que yo pude haber partido en dos pedazos si hubiese puesto un pastorejo en el lugar adecuado, y cuya tapicería seguramente hiede por la cantidad de nalgas que ha transportado de mala gana, el Sr .taxista (dígamosle, por poner cualquier nombre, Achepé) me dijo:

«Y entonces el 30 hay paro Na-cio-nnal de taxistas, ¿cómo la ve?»

Si el taxista supiera que nueve de diez viajes que hago son en bicicleta, y los demás son más en TransMilenio que en su porquería lata de sardinas, sin estándares de seguridad o de emisiones o de calidad o de simple decencia, de pronto entendería que me tienen sin cuidado sus paros. Los veo, les tomo fotos, y sigo en la bicicleta mientras veo sus pancartas de «Uber es ilegal» y les oigo sus arengas perifoneadas.

Si por mí fuera, declararía ilegal prestar un servicio de taxi de mala gana. De hecho, si el Sr Alcalde hiciera un Referendo para que un decreto por la Decencia en el Servicio de Taxis, creo que podrían cerrar las urnas temprano después de darse cuenta que era evidente que ganaríamos todos.

El servicio de Uber le cayó de perlas al ciudadano que está dispuesto a pagar más por meterse a un vehículo motorizado de servicio público individual que no huele a gasolina, cuyo conductor saluda, pregunta qué emisora quieren oir y se despide sin preguntar «para dónde querrá ir hoy el señor» antes de dignarse a prestar un servicio. En el mundo capitalista rampante donde el Mercado es rey y el Darwinismo se vive todos los días en todas sus formas, que un servicio de taxis de legalidad poco clara pero de buen servicio pueda quedarse no es tan descabellado. Sí, Uber es limpio, bello, nos seduce en medio de su comodidad y pago sin billetes (sin tarjetas, siquiera) y nos hace pensar «esque no me importa si es legal. A mí lo que me importa es que me lleva, me trae y no llego oliendo a pipí».

Pero el transporte no es tan sencillo, ni tan clarito. La prestación de un servicio de transporte público individual está reglamentada y tiene una cantidad increíble de vericuetos y permisos y burocracia que, en gran parte, es necesaria para evitar algunos problemas como la sobreoferta, la depredación total de las calles por parte de aquellos que quieren prestar un buen servicio con su propia legalidad de vacíos jurídicos. Y si no me creen, péguense un viajecito a Lima un día de estos y móntense en uno de los tantos Toyota modelo 90 que fueron producto de la liberalización del mercado y también responsables por un sinnúmero de problemas regulatorios. Si todavía no les queda claro, váyanse de paseito en una de las vanes que los llevan entre Soweto y el centro de Johannesburgo y me cuentan qué piensan del libre mercado y de la prestación de servicio por parte de empresas reguladas por el mercado. Y se van a dar cuenta que el transporte, como ya lo explican con mucha mayor claridad los libros de economía del transporte, es una economía imperfecta y nos toca ponernos pilas a regularla bien.

Uber plantea un reto más allá de los que ya aprendieron los africanos con el libre mercado que solo les trajo mafias y amenazas de muerte a quienes quisieron reformular el transporte público (y uno que otro envenenamiento de operadores que quisieron formalizarse). El tema de Uber ya no es el del mercado rampante ni de la competencia en el mercado ni por el mercado. Es el tema de la flexibilización y difuminación de las fronteras entre un tipo de servicio y otro. Es lo que nos va a hacer cambiar los formularios de encuesta de movilidad. Al igual que la pregunta que hacen los sondeos preguntando «género» y solo tienen dos opciones, las encuestas de movilidad van a comenzar a parecerse más a un Test de Machover que a una pregunta de selección múltiple. Ante la pregunta de «cuál modo de transporte utiliza habitualmente (o ayer, o el jueves, o el martes)» ya no va a ser posible poner cinco o seis opciones, sino que va a tocar poner más bien un recuadro seguido de la siguiente frase:

«Dibuje aquí su modo de transporte habitual, y escriba debajo el nombre que le pondría»

Kevin Lynch tiene uno de esos libros (Good City Form) que uno tiene que leer y releer y volver a leer cada rato, porque siempre hay respuestas ahí para cualquier tema. En alguna parte define el modo de transporte perfecto («un vehículo individual que sea menos contaminante, menos asesino, menos costoso, que consuma menos espacio y menos energía que nuestro amado automóvil: una bicicleta segura, a prueba del clima, y con motor de asistencia y capacidad de llevar paquetes») y, aunque el vehículo más cercano a su definición es una bicicleta, es un aparato imposible de crear, imaginar y fabricar. Como yo critico a todo el mundo menos a Lynch y otros cuatro urbanistas, tengo que darle la razón a él y concluir lo siguiente:

– No existe el modo de transporte perfecto, pero la bicicleta es lo más cercano
– Uber no va a resolver ningún problema estructural del transporte, pero para los que tienen plata para pagarlo sí les va a resolver sus problemas
– Como los que tienen plata para pagar Uber son muy pocos, olvídense de esa discusión medio inútil y más bien ayuden a mejorar el servicio de los demás modos de transporte que sí resuelven la movilidad de manera equitativa: caminar, bicicletas, y transporte público.