Mi hijo me acordó de la Vieja Cucha… ¿se acuerdan? Mi hijo no la conoció, tiene cuatro años y no hay riesgo de que sepa quién es esa señora, pero hace unos días tuvo una experiencia en la que me acordó de dos episodios que vale la pena recordar y después hacer una propuesta.
Mi hijo tenía el teléfono en su mano y dijo «llamemos a Nini» (su abuela) y le enseñé a oprimir los botones hasta que timbró al otro lado. Tomó el teléfono y tuvo una larga conversación con alguien, y cuando colgó dijo «Nini no estaba, hablé con alguien más. Me dijeron que se llamaba Mamima«. Esa es toda la historia, pero fue inevitable recordar dos historias más.
Internet está plagado de listas de muchas cosas. Una de ellas es la de «tienes más de X años si te acuerdas de…» y ese tipo de cosas (hay un grupo en el Feis lleno de referencias a programas de TV de la década de 1980 y 1990, y yo alguna vez escribí sobre los ochentas y transporte).
Extrañamente, una de las cosas que no he podido encontrar entre el Gran Basurero de internet es una historia detallada del ritual y mito urbano de La Vieja Cucha.
En los ochentas (oh, qué gran década) había un solo televisor en la casa, y los teléfonos inalámbricos solo existían en las películas gringas (y solo donde un amigo, no en la casa propia). Sobra decir que había una línea de teléfono y que el número del teléfono no se podía cambiar (estaba atado a cada dirección sin lugar a quejas, reclamos, peticiones). No existían aparatos que reconocieran quién estaba llamando (eso solo pasaba en las películas policíacas de parabólica, e incluso ahí se demoraban varios segundos en poder reconocer de dónde llamaba el interlocutor, quien generalmente estaba amenazando con una bomba a algún intrépido héroe). Uno estaba como muchos ahora buscan estar y no lo logran: «off the grid» (desconectado de la red, maomenos).
En este caldo de acontecimientos fue que nació la idea de las ‘pegas’. Pucha, sí que había falta de plan: la idea era llamar a un teléfono cualquiera y decir algo así como «buenas, ¿allá lavan ropa?», y ante la respuesta de «no», la muy reconocida respuesta «uy cooochiiinooos» (si es que uno era capaz de decirlo sin estar ahogado de la risa). También llamábamos a sitios de domicilio a pedir pizza (y siempre nos decían «coja oficio, chino», por lo menos yo nunca pude pedir una pizza de mentiras a ningún sitio). Pero la llamada campeona, la que a veces daba hasta susto pero tocaba hacerla, era a La Vieja Cucha.
Yo no sé quién era La Vieja Cucha. No sé cómo encontraron ese teléfono ni a quién se le ocurrió ponerle el nombre o distribuir su número de teléfono a todas las personas que conocía (y ellos, a su vez, a todos los que conocían). El caso es que todas las personas de mi curso y de mi barrio se sabían el teléfono de La Vieja Cucha, lo tenían apuntado y lo pasaban en clase. Esta semana pregunté a tres personas de mi generación y todas trataron de acordarse del teléfono de la pobre Vieja. Su pecado era simplemente que contestaba el teléfono y lanzaba toda clase de improperios a la bocina, gritaba, amenazaba, y seguramente indicaba con su dedo en alto todo lo que iba a hacer si nos lograba encontrar. «Yo conozco a sus papás y les voy a decir lo que está haciendo» decía a veces. Y seguramente todo fue porque, cuando alguien llamó a hacerle la pega de «allá lavan ropa….cochiinos», ella no se aguantó y estranguló al muchachito «pegante» con todas las letras del abecedario de ofensas que tenía en su cabeza. Uno pensaría que era prima de Doña Gloria, quien demostró sus grandes habilidades insultivas ante Cindy en el video del Metrocable.
A la Vieja Cucha deberíamos pedirle disculpas. Deberíamos hacer una reunión de perdón colectivo donde le dijéramos cortésmente: «Señora, discúlpeme si la llamé alguna vez, espero que haya cambiado su número de teléfono y que haya activado el identificador de llamadas para que su desdicha ya sea parte de la historia». O tal vez debería uno desear que el tiempo se devolviera y le pasara lo mismo que a la Señora Desconocida de la hija de Liz en Lima, la otra historia que recordé hoy.
Liz tiene una hija (pongámosle Lizzy) que debe tener más de 10 años hoy. Cuando era más pequeña se quedaba en su casa unas horas y, cuando se aburría, marcaba el teléfono haciendo un círculo completo sin saber qué número estaba marcando (por ejemplo, llamando al teléfono «2369874» si estuviera en Bogotá) y, esperando que le contestaran del otro lado. Siempre marcaba el mismo número porque desde la primera vez que lo hizo le contestó una señora de una amabilidad similar a la de la Madre Teresa a quien llamaremos «Lotica». Charlaban durante mucho rato y, después de un tiempo, se despedían. Lizzy hacía eso todos los días y hablaba con su amiga telefónica hasta que ya no hubiera más tema.
Obviamente, Liz nunca supo esto mientras sucedía. Solo se dio cuenta porque un día vio que la cuenta del teléfono parecía estar más cara que de costumbre. Miró la lista de teléfonos marcados y se dio cuenta que había un número al que marcaban todos los días sin falta y duraban varios minutos hablando. No tenía ni idea de quién era el número entonces llamó para corroborar. Al contestar, Lotica habló esperando hablar con Lizzy y saludó de inmediato. «Cómo estás hoy?». Liz no entendía, pero después de un rato se explicaron todo y se rieron de la amistad que había surgido producto del azar y de la amabilidad.
Uno debería hacer más cosas como las que hizo Lizzy y sacarle la piedra a menos personas como a La Vieja Cucha. La amabilidad azarosa (y el altruismo genuino) han demostrado servirle tanto a los que reciben como a los que ofrecen, y por eso es que nunca sobra dedicar alguna parte de la vida a ayudar a otros. Aunque suena un poco a ese cuento de la campaña de «Abrazos Gratis» (campaña que fue prohibida después de un tiempo), nunca sobra buscar algo que uno pueda hacer por alguien más y hacerle sentir un poquito mejor.