En las últimas semanas he estado moliendo entre México y Argentina, y haciendo visitas de campo para contarles historias. Agradézcanme dos veces: una porque no voy a hablar del paro (las conclusiones son obvias: los transportadores perdieron, el SITP ganó) y otra por escribir sobre aquellas tierras lejanas que tengo la «fortuna» de visitar.
El contexto es el mismo de Bogotá: voy a una reunión lejos y decido tomar el sistema de transporte público masivo basado en buses, que en este caso se llama «Metrobus». El sistema tiene más de 100 kilómetros (empezó en 200X y ya tiene más kilómetros que TransMi), huele mucho menos feo que el metro y a grandes rasgos es la misma vaina que TransMi: las mujeres van adelante en su gueto social, los hombres atrás con sus sobacos listos para sudar. Pero hay cosas distintas:
La primera es que los mexicanos son, en promedio, más gordos que los colombianos. Según un estudio de UCL en Londres, el peso promedio de Colombia es de 66 kilos y el de México es de 69 kilos. Peeero… la planificación financiera del sistema de transporte es la misma: 6 personas por metro cuadrado para lograr alguna especie de equilibrio financiero. En términos prácticos, las personas que se montan al metrobus de México son la misma cantidad que los que se montan en transmi, sino que 3 kilos más marranos… se podrán imaginar la experiencia:
La segunda es que son más corteses que los colombianos cuando se trata de bajarse del busecito. Me explico: yo siempre me imagino (y a veces veo) a los mexicanos medio agresivos («pinche tu madre güey» es algo que se oye en serio por ahí, y nunca se podrá uno quitar de encima todas las frases de novela de mediodía que uno terminaba viendo cuando se quedaba enfermo en la casa y no iba al colegio – porque en esa época no había Feis). Pero, como me di cuenta y pude recordar a pesar de los tres kilos por persona adicionales que me agobiaban en cada viaje, los pinches güeyes tienen una costumbre maravillosa cuando uno está dentro del metrobus: se avisan entre ellos cuando se van a bajar.
Hay algo extraño en todo esto: el ser humano fue dotado con la maravillosa capacidad del lenguaje, algo que de por sí ha llenado miles de libros útiles e inútiles sobre su evolución, características y simbolismo. Wittgenstein decía que «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». Stephen Fry decía que «el lenguaje es el respiro de Dios». Y nada más ni nada menos que Jane Goodall (que se quedó tanto tiempo con orangutantes que casi le sale barba) dijo «lo que nos hace humanos es una habilidad de hacer preguntas, una consecuencia de nuestro lenguaje sofisticado». Y a veces las personas optan por no usar el lenguaje para comunicarse sino los gruñidos.
Aunque algunos insisten que el transporte se resuelve con tecnología o técnica, yo creo que hay unas cositas que pueden ayudar. El caso de los mexicanos y su Metrobus con sudorosos cuerpos de 69 kilos nos sirve de ejemplo: Cuando una persona se va a bajar del bus de TransMilenio, sigue las pautas comportamentales de un orangután mezclado con un buey: empuja, resopla, gruñe y, finalmente, logra salir. En el caso de la misma situación del Metrobus, como me pude dar cuenta y lo vi una y otra vez, todas las personas en el entorno próximo a la puerta se preguntan «y tu, ¿te vas a bajar aquí?». Sin excepción, cuando se aproximan a una estación en la mitad de su espichurre de 6 personas por metro cuadrado recuerdan la magia del lenguaje (¿y a Wittgenstein?) y en vez de empujar, respirar y gruñir hablan: «oye (güey): ¿te vas a bajar aquí?». Mágicamente: la distribución espacial de cuerpos y zobacos se reorganiza y es más fácil bajarse del pinche bus (o, bueno, menos difícil).
Creo que cuando los ciudadanos se montan en Transmilenio les falta un poquito más de lenguaje y un poco menos de orangutanes. La próxima vez que se vaya a bajar del bus de transmi no empuje ni resople ni gruña: hable. Diga «con su permiso, me voy a bajar, carachas». ¿Será que le va mejor?
(admito que no hablé de cómo entran los mexicanos al metrobus… esa es otra historia que sobrepasa cualquier límite de lenguaje y no lenguaje)