En estos días tenía tantas cosas en la cabeza que no me animaba a escribir sobre ninguna. No quería repetir temas ni ahondar de nuevo sobre mi imaginaria relación con el tipo que me gusta, además porque desde el principio lo sentencié como algo pasajero y bueno, eso acabó siendo. Triste, lo sé. Tampoco quería hacer referencia a cualquier antojo del pasado ni defender mi debilitada posición libertaria e independiente sobre la no-necesidad de estar en una relación con alguien. Aquel argumento viene desarmándose a poquitos y yo soy la única preocupada por sostener ese alegato patético con tintes de libreto de stand up comedy.

¿Qué me deparará el futuro? Es la pregunta que mi novelescamente influenciada cabeza se ha venido haciendo últimamente. Cliché del más puro, pero tiene su toquecito de sensatez. La gente que conozco está empezando a establecer conductas de comportamiento que los ubican en dos planos opuestos del universo: por un lado están los que creen en el compromiso para toda la vida y ya se casaron, tienen uno, dos y hasta tres hijos y su foto de portada es una postal familiar digna de regalar en navidad. Al otro lado están los demás, los que no creen en compromiso, matrimonio, relaciones estables y están un poco más aterrados que yo. Ahora supongo que estoy viviendo en la delgada línea que los divide, pero tengo que saber qué significa. En fin.

Entre las cosas emocionantes que ha traído este nuevo a siglo a la humanidad, incluyendo las redes sociales, la música pirata, y la abolición de expresiones faciales genuinas para reemplazarlas por emoticones hasta en la sopa, se encuentra una tendencia que cada día se hace más popular entre jóvenes y adultos de todas las edades: las amistades con derechos. Y está bien, tal vez no políticamente correcto, pero esa compañía a medias es benéfica de vez en cuando. El problema es cuando se confunde con otra tendencia que también se ha puesto de moda, o más bien, se ha empezado a llamar por su nombre: la zona del amigo.

A estas alturas me dirán que una cosa no tiene nada que ver con la otra. En un principio, esa zona era exclusiva para el amigo deliberadamente amable que hacía las tareas y los deberes de una compañera de colegio (o universidad) que se autodenominaba mejor amiga. Pero no se preocupen hombres, que a las mujeres también nos pasa, nosotras también hemos tenido ese mejor amigo por el que seríamos capaces de ir al fin del mundo y regresar con una ramita de árbol en la boca y batiendo la cola.

Así pues, llega el momento de la confesión. Hace unos días me puse en labor de limpieza con mis correos electrónicos y entre los mensajes más antiguos encontré unos cuantos que datan de varios años atrás. Empecé a leer y me dio risa… al principio. Luego la sensación se transformó en lástima y posteriormente en vergüenza. Era una época oscura, es cierto, pero también eran esos años emocionalmente turbulentos de redescubrimiento y transformación que todos hemos tenido. Había concluido una relación formal de casi tres años y me alistaba para volver a creer en el amor y todas esas cosas cuando me reencontré con un viejo amigo de infancia. Yo no había sabido nada de él en más de diez años y de un momento a otro me moría por conocerlo de los pies a la cabeza. Me encantaba. Era atractivo, inteligente, sutil, atractivo, gracioso, formal, atractivo, buen conversador, responsable, atractivo… y ya se imaginarán lo que pasó. Sí, sucumbí.

Podría decir que construimos una bonita amistad pero estaría mintiendo. La verdad es que yo construí una amistad que en mi cabeza funcionaba como una relación por conveniencia de la cual esperaba sacar el mayor provecho siendo la amiga más leal, mientras por los laditos procuraba hacerle ver que, de todas las maneras posibles, yo era la indicada para estar con él. Y fue tan patético como suena porque sin importar el esfuerzo aplicado, siempre me faltó el centavito pa’l peso como decía mi exjefe y jamás estuve a su altura (literalmente, porque además medía como un metro con noventa centímetros). El problema es que para él, yo era la mujer ideal y todo el tiempo me hablaba de lo maravilloso que sería estar conmigo y lo afortunado que sería el individuo que se ganara mi corazón, sin que yo leyera entre líneas la verdad intrínseca: la mujer ideal es como tú, pero por alguna extraña razón, no eres tú.

Y así se me fueron algunos meses generando la mayor producción de poesía de toda mi historia (hasta me alcanzó para publicar un libro) y divagando sobre lo perfecta que sería la vida cuando él al fin se diera cuenta de que no tenía que buscar más. Confundí el enamoramiento con la incertidumbre, lo extrañaba todo el tiempo, pero más extrañaba la sensación que me producía el sonido de su voz tejiendo promesas subliminales que solo estaban en mi imaginación, porque me gustaba vivir todos los días al filo de ese ya casi que nunca se concretó. Y así fue como conocí la fatídica zona del amigo, ese limbo agónico e incómodo donde las circunstancias nos llevan a buscar las respuestas equivocadas a nuestras acciones y esperamos recompensas basadas en reciprocidad y correspondencia que afiancen nuestra propia estima y corroboren que no estábamos equivocados.

Ha pasado un buen tiempo desde eso y ahora me causa gracia lo que leí. Pero también he aprendido a huir de la zona. Obviamente es bonito construir amistades duraderas y valiosas, pero también es cierto que hay hombres de los cuales no queremos ser amigas, así como hay de quienes no queremos ser esposas, ni novias, ni amantes, no todos pintan pa’ parceros del alma ni hay justicia en ensillar una bestia para que otra la monte. Y sé que a los hombres les pasa “del mismo modo en sentido contrario”, así que, señorita, señor, señora, por favor… si usted tiene por ahí un amigo/amiga recordándole cada mañana lo brillante que amanece el sol porque usted existe, ¡Ayúdelo!, no le dore la píldora, no le lance señales equívocas ni le insinúe que él/ella sería el/la indicado/a de no ser por [Inserte aquí excusa sin sentido]. Tampoco converse a media lengua ni lo trate como a su hermanito/ta menor. Háblele de frente, directo y a la yugular, sin anestesia, sin compasión y sin tapujos. Así, después de aterrizar en la triste realidad, él/ella comprenderá que usted no es inalcanzable, que es solo un humano más, y usted, por una razón que yo no le puedo explicar, instantáneamente empezará a extrañarlo/la.

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