Viajaba con dos compañeras de oficina. Una llevaba esposo, la otra llevaba su hija y yo, bueno, yo llevaba una cámara SONY DSC-H200 con 20.1 mpx y 26x de zoom que me regalé en navidad junto con el Carolina Herrera *Sublime* que me hace sentir sexy cada vez que lo uso. Parte del encanto de la soltería es precisamente que a pesar de que nadie te regale cosas caras y bonitas (porque los papás y las tías nos llenan de medías, cuquitos y todo lo necesario), tampoco nadie está esperando que cumplas la cuota social con detalles costosos, así que el presupuesto de chucherías sin sentido en diciembre fue para mí *introduce carita feliz aquí*.

Recuerdo bien los días previos al viaje. Entre las genuinas ganas en mi alma y la oposición acérrima de mi bolsillo me debatía día y noche sin poder encontrar un equilibrio. Y es que cuando trabajas en una aerolínea todo parece tan fácil, tan cerquita, tan a la mano que es casi ridículo resistirse a la tentación de viajar, aún cuando cada oportunidad es un viacrucis de sillas ocupadas, disponibilidades que cambian con la facilidad del clima y unos cuantos guiños de ojo al capitán para que te autorice a subir al avión como si fueras un polizón, con restricciones y unos cuantos altibajos, pero feliz porque no todo el mundo tiene la bendición de contar la misma historia. Y de verdad no me puedo quejar, porque la otra ventaja de trabajar en la aerolínea es precisamente eso: después de años de estudio y millones de pesos invertidos en sus carreras, las pruebas técnicas son nimiedades comparadas con el casting tan espectacular que se incluye en las convocatorias de los pilotos y por eso, guiñar el ojo de vez en cuando para lograr una sillita siempre, siempre, siempre será todo un agasajo para las hormonas y un placer para un corazón de parqueadero como el mío.

Al final y como era de esperarse gracias a mi indudable condición de vasito de agua cuando de viajes se trata, acepté y me embarqué en una mini aventura de cuarenta y ocho horas aproximadamente, con la excusa de que sería mi viaje pre cumpleaños (ya saben que un escritor siempre encuentra justificaciones para todo). Casi sin contratiempos arribamos al aeropuerto alrededor de las nueve de la noche, con una temperatura de treinta grados centígrados y la certeza de pasar un fin de semana inolvidable y sobre todo cargado de anécdotas, especialmente para mí que jamás había ido. Y no se rían, porque no todos tuvimos paseos de tíos a la costa en la infancia.

Y es que Santa Marta es de esas ciudades que todo el mundo te dice que debes visitar pero nadie sabe a ciencia cierta porqué. Te hablan de planes turísticos, te dicen que debes ir a Playa Blanca, Playa Cristal, Playa X, Playa Y, a Taganga o Buritaca, pero nadie te menciona lo realmente importante: Santa Marta tiene una energía especial, una magia que solo se descubre cuando estás allá y has metido los pies descalzos en la arena. Es curioso que yo haya tenido que visitar el mar en otros países para venir a encontrarme con la costa colombiana tan tarde, pero lo bonito de este momento es que mi visión de la vida es otra, mi percepción de los lugares no es la misma que hubiera podido tener en la adolescencia o incluso en una salida académica de la universidad como me ocurrió con Cuba. Para mí, Cartagena y Miami Beach son tan mainstream que han perdido un poquito de esa gracia, aún cuando las de Miami son más limpias y cuidadas que las de la ciudad amurallada. Con Varadero en Cuba es otro tema porque en mi opinión están a otro nivel. Hasta el momento no he visto una playa más linda, pero también es cierto que aún no conozco San Andrés y Providencia, donde dicen que el mar parece el mismo mar pero no lo es y que cambia según su estado de ánimo. Pero no me refiero exclusivamente al aseo o las multitudes porque sé que viajar en una temporada baja como esta también influye muchísimo, lo que ocurre es que después de tantos años anhelando conocer la romántica y heroica Cartagena con sus carruajes y su fama, en Santa Marta descubrí mi idea perfecta del romance a la orilla del mar. En Santa Marta no tienes que cenar en el Charleston o algún otro hotel cinco estrellas cerca del malecón. En el rodadero y muy cerca de la playa, un combo de hamburguesa con papitas te ofrece parranda vallenata y un clima inigualable. Pero el clímax de mi reflexión llegó la noche del sábado cuando caminé por la bahía de la ciudad por primera vez. Las luces de algo que para mí era como un muelle y los farolitos de la vía peatonal hacen que cualquiera se enamore. Yo iba acompañada de mis dos mayores temores: una pareja de enamorados y una mamá con su pequeñita de cinco años, inteligente, madura y despierta como la mayoría de los de su generación. La pesadilla no son ellos por supuesto, son mis amigos y los quiero, la pesadilla es lo que representan: compromiso, futuro, estabilidad y todas esas tonterías de las que hablo/me quejo siempre. Sin embargo, la bahía con su arena brillante bajo los faros y su mar intensamente negro golpeando la orilla hicieron que anhelara tanto pero tanto tener todo eso por el mero placer de mojarme los pies con el amor de mi vida (de turno) o con un hijo para corretearlo y morirme de risa y de amor con sus carcajadas. No es una visión tan escabrosa después de todo.

Pero en este viaje yo también iba muy bien acompañada. Mi cámara nueva sirvió para retratar esos momentos, para enamorarme una y otra vez y como siempre del azul del mar que no tiene nombre, porque no es ni rey, ni índigo y mucho menos azul cielo, es azul mar y punto. Me sirvió para enamorarme de las luces de la noche y ese puntico en el horizonte en el que se convierte el sol al atardecer. Apasionarme también con la idea de sentarme en la blanca arena de Santa Marta a desvariar un poco con alguien y creerme esa idea de felicidad y romance que tanto inspira a los poetas, todas esas pendejadas que en la soltería empalagan y redundan con el cliché. No obstante, en honor a la verdad tampoco puedo negar que, aunque yo no sea Bridget Jones ni mucho menos la escritora rubia de Sex and the City, si un cuarentón sexappealoso como el que se sentó a mi lado en el atiborrado bote que nos trajo de vuelta de Playa Blanca al Rodadero, me invita a cenar langosta con vino en el Santa Clara de Cartagena y contrata un trío de boleros, mi idea del romance se va a ver momentáneamente tergiversada y seguramente escribiría algún otro desvarío contándoles cómo me volví a enamorar de Cartagena y que Santa Marta me parece un poco hippie, aún cuando no tengo idea de cómo terminaría la historia con él, con su esposa de quien se divorció seguramente hace poco y tienen hijos casi contemporáneos conmigo cuya ira se vería desatada por mi presencia… ¡Demasiado drama para mi gusto! Aunque esa es otra ventaja del escritor: siempre puede adaptarse a las situaciones y por supuesto divagar cuantas veces quiera y fumársela un poco con la probabilidad. Por ahora diré que me enamoré de Santa Marta, en ella me sentí más yo, más que con la idea de la langosta, los boleros y el divorciado acaudalado, más cerca del amor bonito, el de las cosas sencillas y poco pretenciosas, del que vale la pena escribir. Además descubrí que con las fotos también se puede hacer poesía y esa era mi idea del fin de semana, lo que quería, inspirarme y escribir una historia con zoom y con filtros. Y por supuesto, guardar registro de haber pasado cuarenta y ocho horas en el paraíso.

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