A la tierna edad de nueve años aprendí la lección más valiosa de toda mi vida. Corría el año de mil novecientos noventa y cinco cuando la compañera más popular de toda la clase decidió festejar su cumpleaños número diez con tremenda fiesta en su casa. A decir verdad, la decisión había sido de sus padres, miembros activos de todos los comités posibles del colegio y lo suficientemente forrados en billete como para comprarle a la niña títulos tan irrisorios como el del reinado del reciclaje, durante el cual desfilaban las candidatas por las calles del barrio con sus trajes de gala hechos con papel periódico que los demás como imbéciles recogíamos durante dos o tres meses a costa de sacarle los ojos a nuestros padres para que se apuntaran a cuanta suscripción fuera posible, de tal modo que nuestro salón fuera el ganador.

¿El premio? En realidad no lo recuerdo… supongo que serían unos cuantos puntos en alguna materia de relleno o la proyección de una película en la pantalla gigante del salón de audiovisuales, no lo sé, ha pasado mucho tiempo. Lo que sí recuerdo muy bien es a mi compañera, morenita ella, con poca gracia y muchas ínfulas y con un hermano un año mayor que por alguna razón que aún nadie entiende, sentía una especie de aprecio/gusto/interés por mí. ¿Y quién era yo?

Pues si esto fuera una comedia americana yo podría decirles que era la niña impopular de quien al final del capítulo se enamora el mariscal del campo, pero no es así. Primero, porque en mi colegio apenas si lográbamos hacer un campeonato de fútbol al año y segundo, porque yo siempre he sido una persona promedio, a pesar de mis excelentes calificaciones. A decir verdad, sí le pegaba un poco al perfil de ñoña, pero nunca fui ni tan popular, ni tan relegada, o al menos eso pensaba, porque después de aquel suceso que cambió mi vida me di cuenta que entre las dos opciones, yo estaba un poquito más lejos de la tan adorada popularidad.

Por rumores de mis compañeros me enteré de la fiesta la misma semana de su realización. Sería el sábado en casa de ella y botarían la casa por la ventana. Sus padres, lagartos sin criterio que los habían criado con la consigna de ser los dueños del universo, se encargaron de llevar las invitaciones para los directores, maestros y algunos compañeros. No eran nada del otro mundo: tarjeticas con sobre compradas en la papelería y con una leyenda común y corriente que invitaba a asistir a la fiesta en tal lugar y a tal hora, finalizando con el típico Te Esperamos. De un momento a otro no se hablaba de nada más en el salón. Fue entonces cuando me di cuenta que estábamos divididos entre los que tenían invitación y los que no. Ardió Troya. El séquito de seguidoras de la cumpleañera alardeaba sobre lo que iban a usar, mientras el resto conocía por primera vez a su corta edad el mezquino sentimiento de la envidia.

Yo, curiosa por naturaleza, me acerqué a la homenajeada e indagué sobre los motivos por los cuales no nos habían invitado. Ella pasó mil colores y sin poder darme una respuesta concreta que despejara todas mis dudas se limitó a decirme que si quería asistir podía hacerlo sin problema, pero que las tarjeticas no le habían alcanzado para todos así que, ya que yo era muy recursiva y muy pila (apelativo que por cierto detesto), era libre para diseñar/dibujar/decorar mi propia invitación.

Cuando uno tiene nueve años y ha crecido en un ambiente sin muchos lujos pero con demasiados valores, es muy difícil detectar el sarcasmo o la sorna en las intenciones de las personas. Tal vez porque olvidé que ella me llevaba ventaja en unos trecientos días de nacimiento o sencillamente porque en ese momento trataba de no ponerle tanta tiza a los asuntos, me encontré la tarde antes del gran día, sentada al borde de mi cama con la cartuchera desparramada de colores y varias hojas de papel blanco llenas de bocetos y pruebas. Mi mamá, que me conoce bastante bien, se sorprendió al verme tan concentrada un viernes por la tarde sabiendo que siempre fui partidaria de hacer tareas el domingo en la noche para cumplir a cabalidad la premisa del buen colombiano que deja todo pa’ lo último. Intrigada, se sentó en el espacio libre de la cama y me preguntó qué estaba haciendo. Ardió Troya, de nuevo, y ahora en mi habitación.

El lunes siguiente, en medio de las anécdotas y todas las tonterías que rodearon tan magno evento, me di cuenta que yo ya no era la misma. Veintiún años después, sigo agradeciendo a mi mamá lo que me enseñó aquel viernes en la tarde: nunca, pero nunca, nunca, nunca en la vida podía aceptar que me invitaran de últimas a ningún lugar. O de primeras, o en medio, o con todo el mundo, pero jamás podía permitir ser la última opción de nadie y mucho menos ser plato de segunda mesa.

Hace unos días toda esta historia se removió en mi cabeza y las palabras de mi madre tomaron un nuevo significado cuando me di cuenta que, de tanto remarle al mismo individuo iba a acabar por hacer en papel blanco y con colores una invitación para verlo. No me voy a excusar, pero… ¿alguna vez han sentido que les gusta tanto, tanto, tanto, tanto, tanto una persona, que la palabra tanto es apenas suficiente para describirlo, y se les atragantan las ideas cuando lo tienen cerca? Pues justo eso fue lo que me pasó.

Ahí estaba yo otra vez, preguntándole a mi compañera de clase por qué no me invitaba al cumpleaños, pero esta vez la niña era un tipejo alto, con manos grandes y ojos profundos robándome el aliento, la voluntad y en cierta forma el sentido común. Yo deseaba tanto verlo como deseé en su momento asistir a la dichosa fiesta y todo fue tan inesperado y sorpresivo que aún me río de mi propia suerte. Esta vez no era yo acurrucada en mi cama dibujando con lápices de colores; esta vez era él dibujando la posibilidad de coincidir en blanco y negro a horas no muy comunes, cuando ya no hay remedio y con el objetivo claro. Este tipo de cita que en el fondo sabemos que no nos llevará a ninguna parte, al paraíso tal vez, pero solo por un rato, porque después todo es incierto y está cargado de abismos.

No me voy a engañar: no fue su culpa. Tampoco voy a desconocer el componente cretino que bien marcado tiene, pero lo que pasó, o más bien cómo me sentí al respecto, no fue para nada su culpa. Tampoco voy a decir que la culpa es de la vaca, o del karma, o de mi mala suerte en el amor, no, esas son patrañas. Es la consecuencia obvia de una larga lista de atolondradas decisiones que he tomado desde que lo conocí, en pro de ser lo más madura y menos morronga posible. Es evidente que me gusta, para él y para el mundo entero es obvio, pero en mi esfuerzo por hacérselo entender he abierto una brecha entre los dos que ambos hemos tratado de cerrar, yo con romance y él con sexo, sin converger todavía.

Lamentable o afortunadamente, la lección que aprendí cuando era niña aún me taladra en el cerebro y no me permite salir al peligroso encuentro de alguien que me invita de última, cuando ya se le acabaron las opciones y sin por lo menos engatusarme un poquito, mentirme un rato o dedicarle un mínimo esfuerzo para que no suene como quien pide un domicilio, aun cuando la insistencia sea ligeramente halagadora y haga que titubee, porque después de todo no era una cita que yo no quisiera cumplir; tengo muy claro cómo funciona la vida, el cuerpo humano, las relaciones entre las personas y sobre todo cómo vienen los bebés al mundo. Por ahora nos queda el tema pendiente, sé que no acaba aquí. Lo bueno del cuento es que este desvarío me devolvió a esa infancia donde recoger periódico y tener buenas notas era la única preocupación. Eran días chéveres… chéveres y sin afán.

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