Cuando alguien pasa más de cincuenta horas de la semana encerrado en una oficina jugando a salvar el mundo con grafiquitos en Excel, empieza a hacer fotosíntesis con el sol que entra por la ventana y las horas de almuerzo son la única excusa para tomar un respiro y comprender que el mundo fuera de esas cuatro paredes sigue moviéndose. Los fines de semana incluso se vuelven rutinarios y no alcanzan para hacer todas esas diligencias que quedaron pendientes y para visitar a la abuela y a las tías o para tomarse una cerveza con los amigos. Todo contrarreloj, todo tan planeado y tan medido que pronto empezamos a valorar cualquier ratito libre entre semana que no sea para una cita médica o para hacer algo de vida o muerte que no se pueda resolver ni el sábado ni el domingo. Como hace mucho tiempo no lo hacía, decidí que ese medio día al que tenía derecho por participar en las elecciones iba a destinarse para hacer absolutamente nada: ni vueltas de banco, ni visitas sociales, ni mucho menos contarle al mundo mi ubicación a través de foursquare. Era mi día libre y quería tomarlo literal. Me fui a caminar, a andar la ciudad sin rumbo, sin preocuparme, sin dar explicaciones ni medir distancias. Me subí a un par de buses, comí cholao en una esquina cualquiera y acabé tomando café sola en el único lugar que me había prohibido visitar de nuevo: la tienda de café donde terminé con mi último novio. Ahí, acompañada por la tibieza de un latte irlandés con chantilly y sometida por momentos al escrutinio de un par de ojos azules que me observaban discretos desde la mesa del frente, recordé la última vez que le dije adiós a un gran amor mientras contaba las horas para despedir a otro.

Al otro lado del teléfono pude sentir esa mezcla inconfundible de cansancio, afán y melancolía en su voz. El corazón me dio un vuelco y mis ojos se anegaron ante la certeza: tanto recorrer caminos y esconderme de ojos que no me buscaban no iba a disminuir la zozobra y la impotencia que me reventaba las venas. Sus palabras, agolpadas como siempre en perfecta sintonía con el desorden de sus ideas iban desarmándome como un rompecabezas. No había sido muy inteligente los últimos días; me había dejado llevar por la tristeza y por la inminencia de su partida y había sucumbido ante un estado letárgico de rabia indiscriminada envuelta en capas y capas de autocompasión. No hablé con nadie más del tema, no volví a mencionar su nombre y preferí tomar un par de vasos extras de agua todos los días para contrarrestar el efecto de la deshidratación que me estaba generando la rutina del llanto como deporte extremo. Pero el sonido de su voz disolvió el desasosiego y los últimos días se desvanecieron, especialmente cuando me confesó que por fin había leído entre líneas y que mis intentos y desvaríos de tinta y papel lo habían hecho feliz de una forma que no alcanzaba a describir. Sin duda fue uno de los momentos más grandes de mi vida, una de esas pequeñas victorias que nos hacen sentir fuertes, capaces, valientes y un poquito menos ingenuos. Escribir siempre valía la pena, ese día más que nunca.

Después de hablar con él, con el espíritu revolucionado y la seguridad de que se llevaba mis letras en el alma, empecé a preguntarme por qué acabo enfrentándome y resolviendo el ochenta por ciento de las situaciones curiosas de mi vida a la antigua: con notas subliminales, con poemas, con metáforas… con cartas al vacío y al no tan vacío, ¿por qué?

Aún quedaban muchas horas para encontrarnos y era necesario buscar una forma de entretener la mente de manera contundente porque la ansiedad es pésima consejera. Afortunadamente, a unos cuantos pasos del café me encontré con la meca de todos mis placeres: la papelería más grande de la ciudad con todos los libros, marcadores y chucherías que me hacen sentir como niña en dulcería. ¿Dónde puede un escritor amateur como yo ser más feliz que en una librería? Empecé buscando los títulos reconocidos que me habían recomendado recientemente; luego pregunté por novelas e historias de amor como para seguir empalagándome y regodeándome en mi propia y fugaz dicha, hasta que por cosas del destino acabé en la sección de niños y como nada es casualidad en la vida, mi mente se despejó por un instante y recordé algo que había querido hacer desde hace tiempo. Mi pasión por las letras tenía una razón genética que me confesaron cuando ya era una adulta y hasta ahora hacía conciencia de lo cerca que estaba. Me animé a preguntar por él… por mi tío el escritor.

Hace veintiocho años mi mamá no solo era joven, romántica y llena de sueños, sino que tenía la contagiosa costumbre de enamorarse de los inadecuados. Y mi padre por supuesto, era un completo desastre. No crecí con su presencia física, pero sí con sus memorias, porque nunca me ocultaron cómo ocurrieron las cosas, y no porque mi madre armara una versión propia para convertirlo en su victimario, es que no valía la pena guardar rencores ni cargarse de mala vibra y mucho menos cuando las narraciones de familiares y allegados eran tan consecuentes con la historia que supe desde el principio lo innegable: la inestabilidad emocional la heredé de él. Lo único triste del cuento era saber que no solo me había dejado sin esas cosas agradables que los padres suelen dar a sus hijos, también me había arrebatado la posibilidad de conocer a la gente de su entorno. Entre ellos mi tío, el escritor.

No pude contenerme aquel día y pregunté por él a todos los asesores que me encontraba en los pasillos, uno tras otro como si fuera la primera consulta. Me alegró darme cuenta que no solo era muy reconocido entre ellos, sino que hablaban bastante bien de sus obras. Entre cuentos para niños, cartillas de dibujo y libros sobre mitos antiquísimos y tradiciones culturales colombianas, me encontré por primera vez con mi tío, el escritor. Nunca había tenido un libro suyo en mis manos, tal vez por descuido, por distracción, o simplemente porque ese capítulo de mi vida siempre ha sido una especie de tabú, pero ahora se me arrugaba el corazón pasando las hojas y leyendo los resúmenes. Supongo que es a lo que llaman clamor de la sangre, no lo sé, solo sé que me moría por contar a los asesores que era mi tío y que yo también escribía, trastabillando pero escribía. Sin embargo, no quería que me tildaran de loca. Con mi cara de embeleso viendo los libros era suficiente.

Entre letras y párrafos conocí a mi tío, el escritor. Le di la bienvenida a mi vida de metáforas y desvaríos, así como entre letras, párrafos y desvaríos le decía adiós al quincuagésimo primer amor de mi vida, porque no es el primero y seguramente no será el último, pero al menos aprendí lo cíclica que es la vida y lo dinámicas que pueden llegar a ser las relaciones humanas, con sus llegadas y sus partidas. Voy a empezar a leer las letras de mi tío ya que el quincuagésimo primer amor de mi vida se llevó las mías en la maleta. Yo tenía razón: esa era mi mejor manera de irme con él, prendida a su alma para siempre.

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