A mi edad, mi mamá trabajaba treinta y seis horas al día y criaba una niña de cinco años. Corría como culebra en incendio, le ponía trampas al centavo, pagaba un colegio privado y me entregaba lo mejor de su juventud a cada instante. Al igual que ella, yo también trabajo treinta y seis horas al día pero si pienso lo que he logrado comparándome con ella solo puedo rescatar un título universitario, que realmente no es gran cosa si ponemos sobre la mesa las trasnochadas haciendo tareas y las trasnochadas cuidando un niño con fiebre; las impresiones de los trabajos a última hora con los disfraces cosidos a la madrugada; la emoción al recibir un diploma de grado con la emoción de recibir un diploma de transición que en gran parte es suyo.
De un tiempo para acá he pensado que ser mamá es el trabajo más grande y peor remunerado del mundo, porque cuando crecemos y nos comemos ese cuento bobo de la madurez empezamos a pensar que ya podemos con todo, que el mundo nos quedó pequeño y que seguramente nuestras mamás no tuvieron que vivir las cosas tan terribles que nosotros hemos vivido, como las rupturas dolorosas o los insultos de los jefes, ellas seguramente no saben lo que es la vida. A mi edad, mi mamá vivía su vida y jugaba a mostrarle a su pequeña de cinco años un mundo menos oscuro, menos hostil, más libertario y artístico mientras yo, con la misma edad, veo caricaturas, comedias románticas y me alimento de Choco Krispis cuando no estoy renegando de lo complicado que es todo, de lo mucho que me aburre mi trabajo algunos días, de mi falta de tiempo para escribir lo que quiero, del transporte, de los tacones, de las puntas abiertas en mi cabello. Soy una niña en tantos aspectos que a veces me inquieta y me hace revisar mis conceptos de madurez y seriedad porque al parecer no están relacionados con la edad, con la formación o con la responsabilidad laboral.
Pero ser una niña tiene sus ventajas. Mi mamá todavía me cuida cuando estoy enferma y no se avergüenza de llorar con mis triunfos. Todavía puedo jugar con mi hermano de dieciocho hasta orinarme de risa o montarme en el columpio que hay en el conjunto (bueno, mis ciento cincuenta y cuatro centímetros de humanidad salvan patria con los vigilantes). Además, no me da miedo ponerme una nariz de payaso y mucho menos divertirme con los niños en los hospitales durante las pocas horas que puedo dedicarle al voluntariado con la Fundación Doctora Clown, ahí es cuando más niña me siento y es una sensación tan perfecta que hace de cada minuto algo único porque si un paciente sonríe la misión está completa, el deber cumplido y la vida es sencillamente perfecta.
A mi edad, algunas de mis primas trabajaban treinta y seis horas al día y criaban niñas de nueve, diez o doce años. Esas son grandes ligas. Pero aún así no hay reunión familiar en la que mis tías no me pregunten ¿para cuándo?; a veces siento que me miran con esa expresión de ya la dejó el tren, alternada ligeramente con un dejo de admiración y un poquito de envidia hacia mi mamá porque finalmente son ellas quienes están criando esos nietos mientras ella prácticamente hace lo que le da la gana. Sin embargo, entre más lo pienso, más me doy cuenta que si se tratara de planearlo, aún no estoy lista: no tengo espacio, sueldo, tiempo ni concentración para tener un bebé sin importar lo mucho que me gustan y la emoción que me produce ver sus ojos brillantes y ávidos de conocimiento o escuchar esas vocecitas chillonas haciendo mil preguntas… ¡me asusta! Los niños que me rodean son hermosos, sanos, inteligentes, ¡pero insoportables! Muchas veces soberbios y altaneros, con la arrogancia típica de un adulto. Hablan con tanta propiedad, juzgan a sus padres con argumentos que parecen pre instalados en su sistema operativo desde el vientre y tienen estos delirios de emancipación que uno no sabe cuándo van a empacar la maleta e irse con las monedas de quinientos y de mil pesos que han ahorrado en el marranito de colores. Por supuesto, sobresalen con sus calificaciones y los maestros se enorgullecen de tanta elocuencia pero desde pequeños conocen el estrés, la frustración y las preocupaciones que solo deberían afectarlos cuando tengan que enfrentar el mundo real con su cédula en mano y un caparazón bien fuerte en caso de encontrar un jefe poco amable o empezar a conocer lo que es un día lluvioso con un tráfico de asco como el de esta atribulada ciudad.
Por ahora estoy bien así. Con la conciencia de que ser mamá es un trabajo de tiempo completo que requiere astucia, asertividad, sabiduría, paciencia, tiempo, actitudes de malabarista, talentos culinarios, capacidad de presión y de soportar el insomnio. Creo que no es una opción por ahora; de hecho, sé que de esas características me faltan la mitad más uno. Tal vez todos esos sueños con bebés de los últimos días signifiquen algo más que una respuesta literal o un deseo reprimido. Afortunadamente puedo escribir estos textos y contarle al mundo tanta bobada que me cargo en la cabeza. Así, cuando cambie de opinión, me decida a ser mamá y tenga que explicarle a mi hijo que no es la cigüeña quien trae los bebés, podré leerle esto y decirle: amor mío, eres el más perfecto de mis desvaríos.
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