En honor a la verdad vamos a decir que de una u otra forma fue culpa del Fluconazol, un medicamento triazol antimicótico usado en el tratamiento y prevención de infecciones fúngicas superficiales y sistémicas. Lo sé, yo tampoco tengo idea qué traduce en castellano pero fue lo que encontré en wikipedia. Básicamente es un medicamento que se usa en el tratamiento de diferentes tipos de hongos y un par de semanas atrás me habían aparecido una serie de manchas en la piel, así que acabé metida en un tratamiento de cuatro semanas con una dosis cada lunes, cuya tercera toma ocurriría tres días después de aquel viernes en el que tuve que recibir a palo seco y sin anestesia una cantidad desaforada de información para la cual mi cándida e inocente imaginación no estaba completamente preparada.
Mientras mis amigas se mordían las uñas impacientes esperando que la invitada de honor llegara, repartían a diestra y siniestra pasabocas para amenizar: una mezcla sabrosa de papitas, doritos, choclitos y demás bocaditos de paquete tan adictivos como dañinos para mi organismo deteriorado por la gastritis. Pero toda la comida perdía importancia si me fijaba en la preciosísima botella de vodka que relucía sobre la mesa del comedor y cuyo líquido disminuía paulatinamente entre carcajadas y comentarios de doble sentido. Mientras tanto yo me consolaba con las rodajitas de limón que bailaban sin ritmo en un vaso lleno de Sprite, porque gracias al bendito Fluconazol no podía comerme siquiera un helado de ron con pasas.
Seguir estrictamente las indicaciones de un medicamento es algo serio e importante, siempre y cuando no necesites estar borracho o por lo menos suficientemente entonado para darte cuenta que toda tu vida ha sido un mar de morronguería encubierto bajo las pautas sociales que dictan parámetros sexuales y donde la misión de una mujer es satisfacer al hombre y los condones no tienen porqué saber a nada si la vagina no tiene gusto. Allí, donde las posiciones diferentes al misionero se convierten en tabú, el juego previo en un mito, la masturbación en pecado y los juguetes sexuales son solo para lesbianas. Allí donde el sexo anal le corresponde exclusivamente a los homosexuales y solo los hombres pueden ver porno sin ser juzgados.
Ese día la invitada especial llegó con una hora de retraso y para ese momento la única cien por ciento sobria, lastimosamente, era yo. Omitiré su nombre porque no le pregunté si podía hablar de ella, pero diré que la admiro profundamente. Con total naturalidad abrió esa maleta de monachitos que engañaría a cualquiera y con la tranquilidad propia que brinda la experiencia, comenzó a contarnos los porqués, los cómos, los cuándos, los dóndes y los para quiénes de diferentes juguetes sexuales al tiempo que mi morronguita interior comenzaba a percibir con tristeza que ella y yo hace tiempo dejamos de tener cosas en común, especialmente porque llevo un buen tiempo luchando en contra de la morronguería y porque, al igual que mis amigas, no pude disimular la expectativa morbosa cuando se erguió de la maleta, como el asta de una bandera, ese enorme trozo fálico de silicona que nos obligó a disimular entre cotorreos una risita de colegialas vírgenes (más o menos como cuando ven un jardinero sexy sin camisa).
Luego lo tomamos entre nuestras manos una por una con el fin de conocer su textura, entender su uso y por qué no, comprarlo al final de la charla. Aunque bonito, lo que se dice bonito no era (y mucho menos agradable a la vista con ese color café verdoso hediondo), la verdad es que nunca había tenido un consolador en mis manos. No me avergüenzo de ello y tampoco puedo culpar a mi morronguita interior, simplemente no había sucedido, tal vez porque muchas veces los conceptos que tenemos sobre ser de mente abierta se limitan al hecho de combatir la homofobia o no juzgar a alguien por tener o haber tenido varias parejas sexuales, cuando debería ser una noción integral del descubrimiento íntimo de la sexualidad desde nosotros mismos sin esperar que otra persona venga a explicarnos lo que debe o no gustarnos y lo que debe o no parecernos correcto.
Con cada elemento que la invitada sacaba de su valija de sorpresas mi morronguita interior se devastaba solita y se cubría los ojos ante tanta aberración. Vibradores que acarician el clítoris con lengüeticas que semejan las orejas de un conejo o que simplemente son pequeños porque su única función es estimular. Aparatos que funcionan con baterías y dan vueltas dentro de la vagina a dos y tres velocidades o ritmos diferentes; instrumentos que se pueden usar en pareja o para entretener a la pareja y hasta una ruedita cuyo nombre no recuerdo pero que simulaba el efecto del sexo oral con un balín que se mueve en círculos. Mi morronguita interior también corría en círculos, pero por la desesperación: ¡escandaloso!, ¡pecaminoso!, ¡inconfesable!, ¡¿delicioso?!… ¿de cuántas cosas nos hemos perdido?, ¿qué tanto juega la creatividad y la imaginación en una vida sexual promedio?, ¿muy complicado para explicarlo en un desvarío?
Igual tenía que hacerlo, se lo prometí a las amigas que me invitaron. Curiosamente, la mayoría son casadas o tienen una pareja estable hace mucho tiempo, lo cual es un factor muy importante al momento de adquirir cualquiera de esos artilugios porque no es lo mismo lavar un vibrador y ponerlo a secar en el baño que compartes con tu esposo que ponerlo sobre la repisa al lado del cepillo de dientes de tu hermano. Y ni qué decir de las cremas, las bolitas chinas, los juegos con dados, las transparencias con agujeros estratégicamente ubicados y un sinfín de elementos que al final de la velada y a pesar de mi sobriedad obligada acabaron por asesinar definitivamente a mi morronguita interior.
Ella no soportó la contundencia de los consejos de la invitada y me dejó libre de la venda incómoda de los prejuicios para abandonar ideas retrógradas sobre el sexo, las relaciones de pareja, la importancia de quererse y conocerse uno mismo para poder conectarnos mejor con los demás. No estamos para satisfacer a nadie más que a nuestro propio universo interno y no somos una vagina con piernas porque si alguien nos ama no es solo por lo que le entregamos en la cama sino porque lo complementamos y hacemos de su mundo un lugar menos oscuro. Tenemos derecho a elegir, a disfrutar, a jugar y si escuchamos esas voces internas, la pasión que viene de las entrañas será el motor que ponga a funcionar todo a nuestro alrededor como debe ser. Lo mejor de todo es que estoy segura de haber visto cómo mis amigas también le decían adiós a la morronga que llevaban dentro, sin importar cuánto habían vivido, incluso con hijos y el combo completo, ese día todas aprendimos un montón.
Hace unos días visité a mi homeópata. Me regañó por usar un compuesto tan fuerte como el Fluconazol cuando era obvio que las manchas no eran hongos sino una reacción somática de mi piel a los cuadros intensos de estrés que venía presentando hace meses. Si lo hubiera sabido antes, aquel día me hubiera tomado por lo menos tres vasos de vodka, pero probablemente no tendría las ideas tan claras y los recuerdos tan vividos. Bien diría el Chapulín Colorado: no hay medicamento triazol antimicótico que por bien no venga.
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