A esas alturas ya no importaba cuánto me esforzara: llegaría tarde de cualquier modo. Con prisa pero con cautela bajaba las escaleras del Portal de Transmilenio ubicado en la Calle 80 mientras me convertía en parte del caudal de gente que a esa hora transcurre por el lugar. Era sábado, hacía frío y con solo pensar en el destino de mi travesía un escalofrío de vergüenza me recorría todo el cuerpo pues no había el más mínimo riesgo de llegar a la hora acordada.

Milagrosamente abordé un servicio que me servía de extremo a extremo y justo paraba en donde yo necesitaba: la estación Molinos, vía Usme. Un par de estaciones después de subirme logré conseguir una silla y de ahí el camino fue relativamente relajado si no tenemos en cuenta el personaje aquel con saco de equipo de fútbol y sudadera a la mitad del derriere que se subió sobre la Calle 45 y de ahí hasta la Av. Jiménez preguntó si paraba en aquella estación, pidiendo la hora una y otra vez con sospechosa insistencia. Yo recordé el chiste que siempre me hacía mi hermano sobre pedirle que me deje sacar la SIM pero la sonrisa no me llegaba a los ojos porque estaba más preocupada por no dejar de mirar al individuo tratando de hacerle creer que yo estaba preparada para contrarrestar cualquier ataque. Él me veía pero yo sentía que en realidad no lo hacía porque en sus ojos habitaba el vacío, hasta que la puerta se abrió en Av. Jiménez y descendió como si nada mientras yo apretaba mi maleta como si quisiera traspasar la tela con las uñas. De ahí en adelante los únicos sobresaltos que tuvimos fueron causados por las losas en pésimo estado que no permiten al bus transitar a la velocidad que tiene podría hacerlo, pues corre el riesgo de descarrilarse y acabar volcado en cualquier andén.

Cuando me sentí medianamente confiada dentro del bus, saqué mi celular para contarle a mis compañeros que estaba cerca pero aún me demoraba. Era muy tarde y ellos se habían adelantado para iniciar las actividades, así que no tuve más remedio que seguir las indicaciones y llegar sola al lugar. Crucé el puente peatonal, me subí al alimentador y esperé la segunda parada atendiendo milimétricamente las instrucciones. Crucé la avenida, busqué el supermercado y sin pensar en lo mucho que me asusta colgarme la maleta en la espalda, emprendí mi titánica escalada hasta llegar al lugar de reunión. Vivir toda la vida en un barrio central no te prepara ni física, ni emocional, ni mucho menos pulmonarmente para ascender las colinas que cobijan los barrios del sur de Bogotá. En la primera cuadra pensaba en lo bonita que es la labor de alegrar a los niños con un ratico de risas, juegos y actividades, y a la tercera maldecía mi suerte y quería devolverme porque me faltaba el aire. Lo bueno es que el hogar al que iba quedaba en la cuarta cuadra así que sobreviví en contra de todo pronóstico.

Mis compañeros habían empezado ya y tenía muy poco tiempo para ponerme en actitud. Recogí mi cabello con una cebollita a cada lado, enrollé las botas de mi pantalón para dejar ver mis medias Bee Style y me amarré al cuello un moño fucsia. Me puse la nariz del clown y salí a hacer lo que mejor sé hacer unos cuantos meses: improvisar, decir tonterías y payasear para hacer reír un montón de niños. Me colé en la obra que prepararon mis compañeros y poco a poco me mezclé entre ellos para no interrumpir lo que ya habían logrado: captar la atención de los pequeños. Recuerdo que el mayor no tenía más de seis años y cuando acabó la actividad grupal, las mujeres que los cuidaban repartieron helados por doquier y nos dieron vía libre para recorrer otros lugares de la casa y visitar niños más pequeños mientras los más grandecitos se embadurnaban de crema hasta la frente. Yo cargaba en un bolsillo tres peluches que no dejé a mi mamá botar en el último trasteo y quería usarlos para entretener un poco a los bebés porque aunque no parezca, representan el público más difícil de un payaso aprendiz como yo, ya que solo tienes dos opciones: o que te miren con total indiferencia y desprecio, o que lloren apenas te aparezcas con tu enorme y enrojecida nariz.

En medio de cancioncitas de cuna que por supuesto nunca me he aprendido y sonajeros sin ritmo, mis compañeros y yo acudíamos a cada cuna procurando no despertar con brusquedad a los que dormían y por supuesto, animar a los despiertos. Tarareando La Vaca Lola sin mucho éxito, vi a Violeta* por primera vez. Uno de mis compañeros la tenía en brazos y ella estaba más preocupada por agarrarle la nariz que por entender la canción. Le pedí que me dejara cargarla un ratito y me di cuenta que tenía el rostro sucio, cubierto con una capa delgada de saliva seca producto de un sueño largo y profundo. Tan hermosa como se la puedan imaginar, pedí un pañito húmedo para limpiarla y una de las señoras que las cuidan me lo pasó con muchísima amabilidad. Me contó que su mamá era menor de edad, que probablemente estaba por cumplir los dieciocho años y que Violeta*, con tan solo ocho meses de nacida, estaba a pocos días de ser declarada en abandono al igual que su hermanita tres años mayor a quien también el Bienestar Familiar había separado de su madre por múltiples motivos. Al igual que las dos nenas que la acompañaban, Violeta* se encontraba bajo la protección del estado y estas mujeres maravillosas las veían crecer como si fueran sus propias hijas.

No pasó mucho tiempo para que Violeta* me tomara confianza y comenzara a reírse con mis monerías. A veces con mi nariz roja, a veces era solo yo, a veces solo las dos riéndonos de cosas que nadie más entendía. Con esos ojos intensos, el cabello negro azabache, y un vestidito rosado que hacía juego con los zapatos talla menos cero, yo le hacía cosquillas con ayuda del Señor Koala mientras ella me llenaba de letras para componer un desvarío. Al verla pensaba en lo gris de su escenario: con una familia desintegrada, una mamá sin rumbo, un futuro tan incierto y conmigo sin poder guardármela en la maleta y salir corriendo.

Es curioso, pero por diversas razones he podido presenciar los dos extremos de una misma situación: la de los padres huérfanos que se mueren por ser padres y por puro equilibrio de karma o lo que sea, la naturaleza les niega la posibilidad y la de los padres que pudiendo ser padres se niegan la oportunidad por cobardía o porque la vida les queda grande. En ambos escenarios me imaginaba a Violeta*, hija de los unos, hija de los otros, hija mía; convertida en el amor de la vida de alguien o en el amor de mi vida. La señora que la cuida me cuenta que es sana, inteligente, muy despierta y que come más que todos los demás. Violeta* sonríe como tratando de negar tanta acusación y el Señor Koala no puede evitar llenarla de cosquillas. Llega la hora de irme y no quiero. Fui su amiga por media hora, fui todo lo que tenía en el mundo por quince minutos y fui su mamá por diez. Tenerla en mis brazos es entender que la vida es un milagro, un regalo perfecto que un Dios con el que no se puede jugar. Traer hijos al mundo no es la cumbre de la realización humana y mucho menos una obligación con la sociedad. Se necesitan muchos cojones pero también un buen porcentaje de ganas y de actitud para hacerlo. Pero mientras sigamos reproduciéndonos como animales sin pensar en ningún tipo de consecuencia, niños como Violeta* seguirán llenando hogares de paso y convirtiéndose en una carga para esta sociedad que no está lista para promover la planificación en los colegios ni cubrir los costos que amerita brindar métodos de protección para la población más vulnerable.

Sé que me gustaría volver a verla. Llegar un día con un regalo bonito, tomarla de la mano y que me regale una sonrisa; contarle que me emocionó mucho conocerla y que gracias a ella nació un nuevo desvarío. Pero muy en el fondo espero que la próxima vez que vaya, Violeta* ya no esté allí; que esté con alguien que la quiera, la cuide, la proteja y le ofrezca un camino al futuro mucho mejor, para que ese par de piernitas tan frágiles disfruten con alegría el recorrido.

* El nombre de la niña fue cambiado para proteger su identidad.

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