Soy soltera. Eso no es nada nuevo. De hecho, este blog no tiene cómo perfilarse para ser un blog escrito por y/o para solteras como otro por ahí que he leído y me gusta bastante (muy recomendado) ni tampoco como un blog feminista o de consejos para mujeres como otro mucho más famoso que hasta serie web tiene y que dicho sea de paso, también me gusta. No, yo no puedo pretender algo así porque soy una persona extraña que un día piensa como niña y al otro como niño, que un día odia a la totalidad del sexo masculino y al otro le parece que el universo es hermoso y la vida es perfecta porque al fin conoció a «el elegido». Claro, por quincuagésima vez.
Soy una soltera común y corriente. Ni por convicción ni por mala suerte, soy soltera porque sí. Las mujeres solteras tienden a tomar posiciones radicales sobre su situación ubicándose a los lados de un cuadrilátero imaginario. En uno están las que son solteras al estilo Livin’ La Vida Loca, que no quieren compromiso, adoran la libertad y se oponen a cualquier asomo de presión u obligación que las amarre o las categorice, y en el otro las que están solteras porque su vida ha sido un completo desacierto. Han ahuyentado todos los prospectos, pero viven día a día en función de encontrar a alguien con quien compartir la vida y que llene ese vacío que les agujera el alma. Esas que han analizado con creces el significado de la palabra soledad y han aprendido a escribirla en más de veinte idiomas. Y aun así, nada les cuaja. Cada una en un extremo del ring, como enemigas naturales, entienden a la perfección las características de sus contrincantes y están llenas de argumentos para enfrentarse. En este escenario, yo soy una soltera tipo réferi, porque voy de un lado a otro escuchándolas, poniéndome en sus zapatos por temporadas, mediando ante los argumentos, pero sobre todo, tratando de conservar el rezago de dignidad que nos queda luego de darle tantas vueltas al mismo tema.
Y es que tal parece que después de terminar con mi último novio oficial (el que uno presenta a los papás, con el que pasa los domingos y asiste a los baby showers), he sido víctima de un oscuro y maligno conjuro que me impide involucrarme de manera contundente y concreta con los especímenes del sexo opuesto. En realidad, lo que quiero decir es que después de mi último novio me volví boba y se me olvidó cómo funcionan las relaciones humanas. No existe un manual, nadie tiene la verdad absoluta y a estas alturas de mi vida, cuando me encuentro rosando ligeramente el tercer piso, me doy cuenta que me he vuelto torpe para unas vainas y astuta para otras, pero en las que soy astuta no son fáciles de explicar en un horario familiar y al final de cuentas no sirven de nada sino recupero lo que perdí después de esa última despedida.
Hay cosas que he empezado a extrañar. No hablo exclusivamente de las mariposas en el estómago o la ansiedad por ver a alguien, no. Tampoco extraño los suspiros o los besos inesperados y a escondidas, ni mucho menos esos instantes que deberían ser eternos porque nos roban el aliento pero duran muy poquito y cuando pasan el recuerdo no nos deja dormir. No, eso no lo extraño porque lo he vivido, con o sin título. Si se tratara únicamente de entender la sencilla verdad del enamoramiento, no me cuesta y nunca me ha costado porque es mi estado natural. Hablo de todo lo demás, de eso que llega cuando bajan las revoluciones y la sorpresa y uno se encuentra con el humano que hay detrás, sin tener que lucharlo, remarle, animarlo o mostrarse como el personaje célebre de un circo de barrio. Eso es lo que se extraña al final del día: compartir, disfrutar, sonreír con franqueza, tener con quien pasar los momentos malos y los buenos, que los besos no requieran una antesala ni los abrazos excusa, que se puedan pedir y ya, que se ofrezcan y ya. Hay tantas cosas que he comenzado a anhelar que cuando hago conciencia me doy cuenta que todo forma parte de la gran contradicción del ser humano porque no quiere mostrar debilidad pero tampoco quiere sentirse solo y el resultado de esa lucha únicamente acaba socavando profundamente en su naturaleza y en esa necesidad inconsciente de perseguir la felicidad a cualquier precio.
Se me olvidó cómo engranan las piezas y tengo miedo. Siento que es como buscar un empleo: nos preocupamos por poner lo mejor de nosotros en la hoja de vida, pegamos la foto más bonita que el retoque digital nos ha dejado y al momento de la entrevista, aunque no haya parecido un trabajo atractivo al principio, nos vestimos como lo hicimos para la primera comunión, el cabello cepillado, los dientes limpios, nos sentamos como si fuéramos de la realeza y hablamos con la elocuencia propia de quien lee un telepromter. Vendemos una imagen mejorada de nosotros y cuando esperamos los resultados, la ansiedad nos devora y rogamos a todos nuestros santos que escuchen nuestras súplicas para que el empleador sepa que somos el uno para el otro. Pero si no nos ha ido bien con las últimas cinco entrevistas y no se ha cumplido la promesa del tranquilo, nosotros luego lo llamamos, asumimos que el problema es nuestro y minamos por completo nuestras fuerzas y nuestras intenciones.
Exactamente así funcionan las cosas cuando se conoce a alguien y éste despierta un mínimo interés. No importa cuánto nos preparemos para no llenarnos de expectativas, ¡vamos a tenerlas!, es inevitable. Aunque no haya sido con traje y corbata, sí esperamos que esa primera impresión que tuvo de nosotros no lo espante para la segunda y sin querer iniciamos un tedioso proceso de selección similar al de una convocatoria. «Mire señor, no se asuste, yo tengo cara de loca, pero soy más normal de lo que parezco. En cuanto me conozca verá que tengo suficientes capacidades y habilidades para la comunicación y el trabajo en equipo (especialmente en los equipos de dos). Bailo ballet, toco el piano, sé cocinar, digito setenta y cinco palabras por minuto y no soy celosa. Bueno, eventualmente. No sé cómo explicarle esto, pero tengo pavor de que huya antes de saber qué podría pasar. Y créame, yo tampoco sé qué va a pasar porque no sé qué sigue después de decir todas estas tonterías. Ni siquiera sé si se deben decir, seguramente no, pero tal vez podríamos construir algo, no sé, digo yo, aprender el uno del otro, ¿usted qué opina?; es que no me gusta tanto como para pedirle matrimonio, pero sí lo suficiente para no querer que el hilo conductor de nuestras ideas se rompa, ¿me entiende?; ¿qué?, ¿hablo demasiado?, ¿cree que estoy paranoica?, ¿la gente normal no dice estas cosas? A usted quién le dijo que yo quiero ser normal».
Despierto. Son las cuatro y cincuenta de la mañana. El bendito sueño de la entrevista confusa se ha vuelto recurrente. Apago la alarma del celular por pura inercia y la bolita que indica los mensajes de whatsapp aparece en la esquinita de la pantalla; el corazón me da un brinco. Buenos días, nada más, así de sencillo. Sonrío y repaso someramente el diálogo que me imaginé, la carta de presentación que cubre mi hoja de vida. Buenos días, respondo sabiendo que jamás seré capaz de reproducir el parlamento de la fantasía, al menos no de manera consciente o sobria. De nuevo estoy considerando lo del universo perfecto porque él podría llegar a ser el quincuagésimo segundo, tercero, cuarto, no sé, y eso me produce angustia y emoción en la misma proporción. Curiosamente, eso me hace llegar a una conclusión: mi destino es seguir siendo «la encargada del arbitraje».
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