Si hubiera una traducción literal de la palabra Grinch (que en realidad es el nombre del personaje creado por el Dr. Seuss) o si por lo menos hubiera una palabra par en español, que no fuera por supuesto una grosería como me indicó mi mejor amigo cuando le pedí que me ayudara a buscarla, esa palabra sería mi apellido materno.

En mi casa la navidad siempre fue un festejo. Mi abuelo era un magnífico electricista, empírico por supuesto, pero el mejor para decorar las casas de la cuadra. En el balcón del segundo piso colgaba una estrella gigante de madera con bombillitos de colores alrededor y la cabeza de un Papa Noel de plástico en el centro. Eran bombillos de tamaño promedio y no iban solo en la estrella sino que rodeaban todas las ventanas.

Por supuesto, dormir por esos días era toda una hazaña con la incandescencia de esa luz dando directamente en los ojos, pero valía la pena cuando nos asomábamos y la gente estaba de pie frente a la casa admirando el brillante trabajo. Era un espectáculo hermoso de puertas para afuera porque dentro de la casa nunca hubo absolutamente nada, ni árbol, ni pesebre, y por consiguiente, nunca hubo novena de aguinaldos, natilla, buñuelo y demás elementos típicos de las celebraciones navideñas.

En la casa de mis abuelos la navidad era una época para estrenar ropa, festejar con música a todo volumen y beber hasta el amanecer desde el siete hasta el treinta y uno de diciembre. Era la representación exacta de cualquier queja sobre una sociedad de consumo donde las tradiciones se convierten en un asunto comercial y nadie está realmente preocupado por la oración y el recogimiento sino porque al niño se le prometió el último muñeco de acción y a la niña, la bebé que hace pipí mientras canta, y ambos están agotados en los almacenes de cadena. Una tragedia.

Y como todas esas cosas de infancia son finalmente las que marcan los comportamientos de los adultos, nunca me inculcaron que debía rezar al lado del pesebre y ahora, cuando ya puedo tomar mis propias decisiones y saber qué quiero hacer en esta época, sencillamente no me gustan las novenas de aguinaldos ni la obligación de participar por nueve días en un festival de francachela y comilona donde la gente cumple con el requisito de estar y leer mecánicamente una serie de textos que la mayoría se saben de memoria pero que han perdido todo sentido bajo la tendencia de convertir las novenas en una excusa para reunirse a comer, beber y parrandear.

Eso sin contar que el tráfico (que ya sin necesidad de la navidad es terrible) se pone mucho peor después de las cinco de la tarde porque la mayoría de las novenas se citan de noche y cualquier ideal de mantener la dieta y una alimentación saludable se desvanece ante los deliciosos buñuelos y la natilla de mil sabores.

La gente se queja de haber convertido el nacimiento de Jesús en un show mediático y un asunto meramente de compras, dinero, descanso y procrastinación a niveles inconcebibles, pero del dieciséis al veinticuatro están sin falta recitando los gozos sin saber quién era la Venerable Margarita y porqué aparece en una oración, o soltando una carcajada boba cada vez que mencionan padre putativo, esperando la hora de los villancicos para tergiversar la letra o cambiar el sentido por uno más pachanguero y ojalá bailable.

La navidad sí debería ser una época de unión y no una pelea constante con los precios y el caos vehicular. Si a usted le gusta rezar la novena o participar en la actividad que representa, hágalo con fe, y no importa cuál sea su fe. Busque en internet quién era la Venerable Margarita y revise bien las consideraciones que va a leer porque esta semana en la oficina, una de ellas fue una completa apología al Dios castigador y a las culpas que debemos expiar (daba miedo de verdad).

Pregunte cuál era la función del burro y el buey en el pesebre e identifique correctamente al rey mago de color. No se sorprenda si las casas y las ovejas que los rodean son más grandes que María, José y el niño. Vaya con buena disposición y si no la tiene, no le dañe el rato a los demás ni se haga el rogado. Tampoco tiene que justificarse por no querer estar, manténgase al margen y disfrute de las viandas ofrecidas porque igual si está ahí, no se tiene que ir sin comer.

Pero sobre todo, procure explicar correctamente a sus hijos el espíritu de la Navidad y no les permita ver cada comercial de juguetes, y mucho menos los vuelva propensos a una diabetes con tanta natilla y caramelos, porque cuando crezcan pueden acabar escribiendo un blog de desvaríos y sin plan para el cuarto día de novena, como su amargada y grinchuda servidora.

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