El domingo veinticinco de enero logré desesperar a mi familia con mi cantaleta: «¡Rápido! Que tengo que llegar a ver el reinado». Hace muchos años no me emocionaba por un asunto tan intrascendente, y eso que yo me emociono por tantas bobadas. Cuando las tres virreinas se coronaron yo no superaba los diez años y como de ahí en adelante nada volvió a pasar, me aburrí, hasta que Taliana repitió la hazaña en un reinado que tampoco vi. Me uní al combo de los que critican los concursos y los ven como algo frívolo; me reí de las respuestas absurdas de las candidatas y cuando empezaron a salir los memes, los compartí a diestra y siniestra así como los videos de las caídas y los exabruptos cometidos por las jóvenes damiselas.

«¿Por qué le tiene tanta fe? Si Taliana no hizo nada, esta menos…». Yo no le tenía fe, es verdad. No voy a llegar hoy a decir que siempre supe que sería la ganadora y toda esa basura triunfalista de quienes se suben al tren de la victoria. Yo no creía en su triunfo por muchísimas razones: porque las demás tenían rostros perfectos, porque se veían tan favoritas como ella, porque es un país de virreinas, porque la situación política y socioeconómica no ayuda, porque las de Venezuela y las de Puerto Rico están rezadas, no sé, por muchas cosas que me hacían pensar que ella jamás tendría una oportunidad entre las ochenta y ocho candidatas.

Incluso, hasta el final cuando se tomó de las manos con la pequeña concursante de Estados Unidos (pequeña al lado de ella, por supuesto) yo hubiera apostado mi vida a que tendríamos de nuevo una virreina. Hasta que llegó el veredicto final y bueno, ya todos saben lo que ocurrió.

Cuando uno está de pie frente a Paulina, entiende por qué el karma y la genética trabajan de la mano. Elegante, carismática, con unos ojos tan brillantes que iluminan todo a su alrededor, enorme con esos zapatos de doce centímetros que la sacaban de la estratósfera y hacía que las mortales nos viéramos como niñas de diez años tratando de pedir un autógrafo. Mientras las candidatas al reinado nacional eran dirigidas por sus crueles chaperonas (que más parecían madrastras malvadas) con sus sonrisas postizas y su cabello perfecto, sin posibilidad de ir ni siquiera al baño y sin derecho a bajar la cabeza ni para revisarse el tacón, Paulina caminaba serena entre ellas como quien no tiene nada que perder y que ya lo ha ganado todo.

«¡Tienen que hacerme mucha barra!» repetía una y otra vez a quienes la veíamos con admiración y un poco de cautela. Ese día yo estaba haciendo una de las cosas que más me gusta hacer en la vida y conocerla fue un verdadero placer. A pesar de mis veintitantos centímetros menos (que se hacían mucho más evidentes gracias a los zapatos planos) llamaba la atención por la nariz de clown y por el show que hacíamos con mis compañeros por todo lado, así que uno de los fotógrafos me pidió que me ubicara junto a ella y no pude evitar reírme con ganas cuando tuve casi que fracturarme el cuello para saludarla. Sonrió con la misma naturalidad de siempre y yo no podía creer que fuera casi seis años mayor que ella. «Creo que no vamos a caber en la foto, al menos no de cuerpo entero» objeté mientras me ponía en puntitas de pie para divertir un poco al público, hasta que ella, ni corta ni perezosa, dijo que no había ningún problema y se agachó hasta que quedáramos “casi” iguales. Fue un momento genial, de esas anécdotas que uno cuenta a todo el mundo.

Y es que nacen para eso. Así como ocurría muchos años atrás cuando las niñas crecían para ser madres y esposas, a estas niñas las educan para ser reinas. Siempre puestas, siempre listas, siempre intactas, siempre adultas. Es impresionante. «¡Pero yo como de todo!» insistía pero nadie podía creerle con esa delgadez que impresiona y bueno, acompleja un poco, pero eso es tema de otro desvarío.

Finalmente, el domingo del reinado llegué a mi casa cuando ya habían elegido a las diez. Me emocioné mucho al verla ahí y recordé que nos pidió hacerle barra. El público la aclamaba y yo solo podía pensar que iba a quedar de princesa o de virreina. Llegó el momento de las preguntas y por supuesto las reacciones no se hicieron esperar. No fue contundente, es verdad, tampoco salvó al mundo ni dio la receta mágica de la felicidad. También es probable que Barranquilla siga sin alcantarillado y el proceso de paz nos tome un año o diez más, o que sigan robando en Transmilenio y el salario mínimo siga sin alcanzar para nada, pero Paulina ganó, a pesar de todo, de nuestra mala fe, de los comentarios mal intencionados de los mismos colombianos que prefieren seguir hablando de lo malo que es tener narco novelas, pero el fútbol y las reinas les parecen una banalidad insulsa.

Paulina llegó como favorita y se impuso ante ochenta y siete muchachas que tenían las mismas opciones. Unas más bonitas que otras, unas más brillantes tal vez, unas que fueron solo a pasear por South Beach, pero la colombiana ganó y nos llenó de orgullo. No defiendo sus respuestas pero sí el recurso de usar el traductor a pesar de ser bilingüe, le dio tiempo para pensar y para soltar una perla de esas que caracteriza a los colombianos. Sí, era una pregunta difícil y ella no tuvo miedo de decirlo. Mis amigas comentaban lo que hubieran respondido y probablemente yo hubiera dicho que lo que he aprendido de los hombres es que cuando dicen que no van a involucrar sentimientos, ¡REALMENTE SE LO CREEN!, pero no éramos nosotras quienes teníamos al mundo entero esperando un tropiezo ni a William Levi viéndonos desde la mesa del jurado. Eso traumatiza a cualquiera.

En fin, en defensa de Paulina voy a decir que si bien ganar Miss Universo no nos cambia la vida, sí puede alegrarla por un ratico, ponernos en el radar y quitarnos un poco la mala imagen que tenemos. Abre puertas y nos da motivos para creer. Además, es un concurso de belleza, no el premio Nobel (aunque si hubiera respondido que Confucio inventó la confusión o que Mandela fundó el reinado… yo no estaría tomándome el tiempo de escribir esto). Hay que dejarla ser,  que lo disfrute y disfrutarlo nosotros también. Pero sobre todo, tener en cuenta que en este momento debe estar muy compungida viendo los memes que se burlan de ella sentada en una silla dorada en el balcón de su apartamento en Manhattan con trescientos mil dólares pesándole en la cabeza y nosotros estamos acá, desvariando… para variar.

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