Continuando con los desvaríos de la colección «a mí me pasó», en la cual he venido robándome sin vergüenza alguna (pero con previo aviso y con permiso incluido) las historias de mi gente linda, mi gente bella, y cuyo éxito ha sido arrollador (porque ya mis tías me leen *medio millón de copias, obligao’ pa*), me encontré con un típico caso de afán por demostrar madurez emocional bajo una premisa que es mucho más común de lo que parece y que se basa únicamente en el hecho de dominar a la perfección los juegos de rol para no caer en la trampa del enamoramiento no correspondido, una epidemia del siglo XXI que nos está llevando por delante sin consideración.
Querido lector: Alguna vez le ha sucedido que, estando a punto de consumar el acto o quizás unos minutos antes, con los cuquitos en el piso y desprovisto de cualquier mecanismo de defensa, la persona que lo acompaña en tan incomparable aventura le suelta el siguiente despropósito: «Primero dejemos una cosa clara… no vamos a involucrar sentimientos, ¿de acuerdo?»
¿Cuál sería su respuesta? Sin temor a equivocarme podría asegurar que en la gran mayoría de los casos es un SÍ, acompañado de una inexorable expresión de tranquilidad física y emocional que no deja lugar a dudas: usted tiene claro que aunque lo lleven al cielo, le brinquen desde el armario, le fotocopien el Kama Sutra a color y le besen hasta las hendiduras que ni siquiera sabía que tenía, usted no va a permitir por nada del mundo que la dopamina lo invada ni va a ceder ante la segregación de feniletilamina porque todos sabemos muy bien que en el fondo, usted… es un robot.
«Todo iba muy bien. Habíamos quedado en eso y todo estaba bien. No sé qué pasó…» repetía mi amiga mientras le daba pequeños sorbitos a su cóctel. Llevaba casi dos años saliendo con el mismo tipo bajo la estricta condición de no involucrar sentimientos. «Yo ya lo había hecho antes, con otras personas, ¡y funcionó!, ¿qué pasó?». De repente una epifanía atravesó su mente. Pero lo que para ella era un descubrimiento de última hora, para mí era una prueba más de que los seres humanos no somos tan diferentes como queremos creer. Al contrario, tenemos tantas cosas similares que si hiciéramos una lista nos sorprenderíamos.
Salían a comer, iban a cine, paseaban por la ciudad de vez en cuando y se perdían entre arremuescos y sábanas húmedas cada vez que el universo los conducía al apartamento de soltero del que alardeaba todo el tiempo. Lo sé porque lo conozco y ni una sola vez fue capaz de admitir que salían y por supuesto ella, quien ya llevaba un ratico remándole desde tiempo atrás, se adaptó a la situación como si hubiera nacido con el molde para ello.
Nunca entendí sus razones. No es un hombre casado, no tiene hijos y hasta que se mudó al dichoso apartamento vivía con sus papás. No tiene problemas económicos, recibe un buen salario y es muy agradable conversar con él, ¿qué lo detenía para reconocer abiertamente que mi amiga le interesaba de verdad y que podían construir una relación normal?
«Él me dijo desde un principio que no podíamos involucrar sentimientos» siguió defendiéndolo con ese dejo de culpa que tanto me incomoda, encubriendo la frustración que produce pensar que se está tan cerca de lo que se desea pero aun así no alcanza, como cuando caen tres números de cuatro en la lotería o como cuando casi, casi, casi agarramos el muñequito de la máquina tragamonedas. Yo no quería juzgarla y mucho menos regañarla, primero porque suelo gastarme las monedas de quinientos tratando de capturar peluches y segundo porque el diagnóstico es obvio: decir que no vamos a involucrar sentimientos es el pajazo mental más grande que se ha inventado la humanidad.
Es increíble cómo una frase que parece inocente puede tener implicaciones tan devastadoras, entre ellas que la persona que aceptó los términos y condiciones acabe convertida en una caricatura pintoresca y un poquito patética de alguien a quien le falta el centavito pa`l peso como lo mencioné en un escrito anterior. Alguien que no quiere involucrar sentimientos porque no quiere compromisos (la excusa más famosa) no tiene necesidad de crear un lazo con nadie y mucho menos alimentar sus expectativas si al final del día no llegó para quedarse.
Tampoco necesita marcar un territorio ni hacer uso de esa dignidad fingida que tan bien le queda cuando se da una importancia que no tiene porque ese día no quiere, le duele la cabeza, no tiene hambre o se fue la luz. Es alguien que teme que lo lastimen o lo hagan sentir vulnerable y se cobija con ese caparazón de indiferencia que no es más que una manera de decirle al mundo que no está dispuesto a entregar nada si no recibe algo a cambio.
«Creo que se enojó porque le dije que lo quería». No necesité escuchar nada más. Ese juego de roles se acabó en cuanto ella abrió la Caja de Pandora con una declaración que a mí me parece lógica para una humana del común cuyo cuerpo está cubierto de terminales nerviosas y que ha convivido con el mismo individuo durante un largo periodo de tiempo, creando lazos y desencadenando afectos que no se planean pero suceden porque sí, porque es parte de la letra menuda de ese contrato de “No vinculación de sentimientos” que le hicieron firmar desde el principio.
Los cocteles se multiplicaron y cuando ya no coordinábamos ideas con palabras, me juró que lo dejaría. No lo hará, estoy segura, no es fácil dejar un vicio y lo digo yo que soy reincidente. Hasta el momento no he tenido que enfrentarme a una negociación como esa, pero cuando pase estaré lista… para caer, por supuesto, como todos lo hacen, aunque yo no pueda aceptar ese mamotreto de términos y condiciones porque lo mío es dejar el corazón por ahí regado ante las insinuaciones; antes de que me propongan no involucrarme sentimentalmente yo ya habré construido en mi cabeza un escenario con casa, jardín, perro y un happily ever after que al final no se dará pero me apasiona creerlo. Lo bueno es que al menos ya tengo agendada la víctima que me soportará la tusa y me verá jurarle olvido, mientras nace un nuevo desvarío.
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