Era su cumpleaños. Sí, el quincuagésimo primer amor de la vida volvía con toda su fuerza y me arrastraba de nuevo por los oscuros túneles de la probabilidad y de mi propia imaginación. Yo, romántica y fanática de las posibilidades, llevaba días dibujando mariposas y libélulas en un papel mientras me debatía entre la razón y la visceralidad de mis decisiones recientes. Hace más de ocho meses que se fue y he vivido en un sube y baja emocional que a estas alturas ya no sé muy bien cómo manejar y ni en qué punto se mantiene la mayoría del tiempo.
Con la contundencia propia de su acento costeño y con total inocencia, una de mis amigas cercanas me escribió en el chat de la oficina algo como: «Nena, ¿te acuerdas del tipejo que trabajaba acá en mi piso?, ¡Facebook dice que está cumpliendo años hoy! ¿Tú todavía te hablas con él?». Leí sílaba por sílaba, sonreí y suspiré. Ya no sabía si de verdad lo conocía o era un personaje más de la novela que estoy tratando de concluir hace algunos años. Fingí sorpresa y le mentí diciendo que yo creía que no era ese día sino el siguiente, generando en ella una confusión momentánea que luego tuve que aclarar contándole parte de la historia para que no fuera una víctima más de nuestra fábula sin sentido.
«¡Ay nena!, ¿entonces será mañana?, ¡qué pena!, yo ya le escribí. Voy a borrar el mensaje…». La detuve y le expliqué la situación. Le aseguré que era el día correcto y que su mensaje no tenía nada de malo, lo verdaderamente malo fue que me dijera que estaba sorprendida porque solo ella y “una mujer” le habían escrito en el muro. En ese instante se dispararon todas las alarmas y por un momento mi cuerpo fue una estación de bomberos donde el tubo para resbalarse se congestionó porque todos querían salir al tiempo y no tenían suficientes recursos para detener las llamas de una ciudad que ardía bajo la intensidad de una ira desencarnada y feroz. «¿Una mujer?» escribí en el chat. Los dedos me temblaban.
Le pedí un pantallazo pero al igual que mi mejor amigo, ingeniero de sistemas como ella, no tenía idea de cómo usar ese aparato porque lo que ellos saben (según la teoría de mi amigo, a mí no me culpen) es desarrollar y crear, no usar. Son maestros armando procesos, echando código como dicen comúnmente, estructurando grandes matrices y mi mejor amigo hace robótica por hobby, pero se hacen bolas entendiendo cómo o para qué sirve la fórmula “BUSCARV” en Excel.
Tomé mi celular, apagué la pantalla del computador y dejé que los bomberitos de mi cuerpo arrancaran a toda velocidad en sus camiones. En dos minutos y medio estaba al lado de mi amiga, sonriendo como a quien nada le importa pero que se muere por saber un simple chisme. Lo que ocurrió después es digno de narración tragicómica: no sé cómo funciona el cerebro humano pero sí sé que los ojos solo ven lo que quieren ver porque lo único que leí fue «Te amo, y te extraño…» y ahí los pobres bomberos no dieron abasto botándole agua a los edificios de mi conciencia. Me llené de motivos, respiré profundo y tomé el celular de mi amiga, «¡Déjame ver!», sonríe todo el tiempo Érika, solo sonríe.
Cuando terminé de leer, sentí cómo mis bomberitos cerraban las llaves y se quitaban los sombreros… avergonzados: «Te amo y te extraño, hijo mío…» le decía su mamá desde una distancia más cortita que la que me separaba de él pero probablemente mucho más dolorosa, aunque con la misma sensación que yo tenía en el alma con esos “te amo y te extraño” tan categóricos y tan atragantados que me había prohibido a mi misma decir.
Volví a mi puesto tan abochornada como aliviada. Sin embargo, al revisar mi celular noté que él por fin había respondido el mensaje que le envié a primera hora (sí, porque mis dedos traidores no conocen la conciencia ni el amor propio y madrugaron solo a eso) y su respuesta tan políticamente correcta y cargada de convenciones tipo «saludos a la familia, ¿cómo está la tía?» me devolvió de inmediato al vacío que me había acompañado toda la semana pasada y que en gran medida era el culpable del último reckless event de mi monótona existencia.
El viernes anterior había tenido un episodio de adrenalina alta contrastada con un dejo de arrojo inusual. No soy temeraria para nada, no veo películas de terror y ni siquiera puedo escuchar tres segundos de una psicofonía. Jamás salgo sin avisar y le tengo pavor al alcohol adulterado, y aun así ahí estaba, respondiéndole a un extraño una mención en twitter, aceptando tomar café con un perfecto desconocido en plena quincena y sin contarle absolutamente a nadie. ¿Las razones? No tengo ni idea. Y menciono lo de la quincena porque es un componente social que aumenta la tensión, creo. El asunto es que a las seis y media de la tarde estaba sentada en un centro comercial bebiendo café con una persona de la que no tenía más referencia que su @ y el color de la chaqueta que me había enviado minutos antes.
Cuando ya no hubo marcha atrás y entendí que estaba a unos cuantos pasos, la válvula que regula la paranoia comenzó a bombear e hice lo único que una mujer madura sabe hacer cuando se siente acorralada: escribir a sus amigos en whatsapp «¡Pilas!, échenme un ojito…». Las reacciones no se hicieron esperar y pronto tuve dos bandos bombardeando mi teléfono: en un lado los más relajados, cuya mayor inquietud era que llevara protección si pensaba tener sexo en la primera cita y en el otro, los verdaderamente preocupados por las estadísticas de ataques con escopolamina y los paseos millonarios. Yo, que trataba de discernir entre los dos argumentos para ver cuál era el más sensato en el momento, sin intenciones de dormir esa noche con el desconocido pero tampoco de amanecer en el área de desintoxicación de un hospital, empecé a sopesar las posibilidades y a culpar al vacío que me inundaba las entrañas desde mediados del año pasado.
Soy una mujer afortunada y bendecida por la providencia porque el muchacho en cuestión resultó ser un tipo normal: no un psicópata, no un asesino en serie, no un enfermo sexual ni un loco ambientalista. Amable, gracioso, inteligente y con esa expresión afable en el rostro que te hace sentir tranquilo y en paz. Disfruté mucho ese café, conversamos casi dos horas que se pasaron volando y al final nos despedimos como lo hacen los amigos de toda la vida que tienen tanto de qué hablar y tanto por compartir.
Al final del día y tal como lo imaginé, el cumpleaños del quincuagésimo primer pasó sin pena ni gloria por mi vida. Si hubiera estado aquí tal vez me hubiera desvivido por celebrarlo, pero a cambio lo único que tenía era un montón de debería, podría, tendría y varios qué pasaría sí… en la cabeza, porque eso es todo lo que él me dejó y me ha costado tanto entenderlo y aplicarlo que no tuve más remedio que construir un desvarío lleno de inquietudes: ¿Qué sigue?, ¿qué debo hacer?, ¿cómo se olvida a alguien que se quiso mucho?, ¿con qué se lava uno la pendejada?, ¿el champú para piojos funciona?
Si usted tiene una respuesta que no sea “mandarlo a la mismísima…” (¡Porque allá ya está!), o decirme que “ya llegará el indicado”, o si conoce algún remedio casero a base de semillas de algo o goticas de algo para hacer efectivo el olvido, se lo agradeceré infinitamente. Aún me falta mucho por aprender.
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