No me gusta volar. Me encanta viajar, conocer diferentes lugares, tomar fotos, el mar… pero ojalá pudiera tele-transportarme para hacer todo eso. Irónico, si tenemos en cuenta que trabajo en el sector aeronáutico. El miércoles pasado me enviaron a Medellín para asistir a una importante reunión en la cual se esperaba definir un proceso y dar por concluido un tema que nos ha tomado los últimos seis meses. Sin embargo, y como era de esperarse, salimos a las cinco y media de la tarde con más preguntas que respuestas.
¿Ya les dije que no me gusta volar? En un solo día me subí dos veces a un avión, trayectos insignificantes a decir verdad (a excepción del segundo donde tuvimos que sobrevolar Mariquita veinte minutos debido al tráfico en Eldorado), pero trascendentales para mí porque durante los dos o tres minutos que duraron el despegue y el aterrizaje, yo solo podía pensar en los Alpes Franceses mientras trataba de concentrarme en la eterna partida de solitario, mi actividad favorita dentro de cualquier avión (la opción del sexo en el baño no es precisamente una fantasía agradable en esas circunstancias). Lastimosa o afortunadamente, el cielo me bendijo con una poderosa imaginación, pero para compensar me otorgó el don de la paranoia.
El viernes veinte de marzo se festejó el día internacional de la felicidad y sin ninguna consideración con mi misantropía de la semana, las redes sociales y el correo corporativo me bombardeaban con información totalmente irrelevante haciendo alusión a la importancia de ser feliz y una oda completa a las sonrisas y la magia de compartir. Yo, que llevo meses luchando en contra de la bestia mezquina que me posee a ratos, respiré profundo y me imaginé que Dios me quiere tanto, que día a día trata de enseñarme algo aunque yo me haga la de las gafas (que bien bonitas sí son).
La gente tiene miedo de ser feliz. Se ríen a carcajadas hasta el punto de llorar y de repente dejan de hacerlo porque temen que reírse tanto «…es porque algo malo va a pasar». Le temen a los excesos de felicidad pero también tienen miedo de confesar que no son felices, como quien teme confesar a su familia que le gustan los del mismo sexo o que están embarazadas a los quince años (o a los treinta pero de un casado, igualito). Viven en el closet de la infelicidad temiendo ser juzgados por desagradecidos o castigados por ese dios malvado en el que creen. En el que yo creo, por el contrario, me conoce y sabe que la lucha por abandonar el closet y decir que no soy feliz (para ver si encuentro cómo serlo) me ha costado lágrimas y no solo mías sino de la gente que amo.
Por eso, cuando le conté a mi mamá que me estaban enviando a Medellín se alegró como si me estuvieran regalando un MBA en Oxford y a mí solo se me ocurrió decirle algo del tipo: «pues esperar que no se arruine, como todo». Cuando regresé a mi casa esa noche y aproveché el amarillismo latente de los noticieros para quejarme de que me estuvieran sacando de mi madriguera laboral justo cuando los A320 se están cayendo, mi mamá se armó de valor para echarse un monólogo de lo más estremecedor, sentenciándome un oscuro futuro cuyo trasfondo me hizo entender que su emoción con el mini-viaje era un intento para rescatarme. Lleva tanto tiempo tratando de encontrar formas de ayudarme que vio esta oportunidad como algo positivo (y lo era, de verdad lo era, lo es), pero como a mí no me gusta volar, resulto algo tan, pero tan ambiguo que me hizo reflexionar.
Después de la celebración del día de la felicidad y de la visita a las oficinas en Medellín me di cuenta que el problema no son las fechas (comerciales o no) y mucho menos la madriguera sino yo… yo, y este afán por transformar mi vida en un viaje de aprendizaje constante, aventuras y sonrisas y no esta comedia con tintes dramáticos en la que vivo por elección, en la que vivimos muchos respondiendo siempre lo mismo a la misma pregunta «bien, juicioso, trabajando», única y exclusivamente porque necesitamos comer, tener un techo… ¡Sobrevivir! Y acabamos eligiendo ese camino por encima de lo que realmente anhelamos. Si en este momento eligiera ser feliz, realmente feliz, ¿qué es lo peor que podría pasar?
Unos cuantos días después, pensando cómo iba a construir este desvarío sin ponerme patética, me encontré con una actualización sobre la tragedia en los Alpes Franceses, aquella que me tuvo tan ocupada en el trayecto BOG-MDE-BOG: El piloto que chocó el avión pasó de ser un tipo normal recién conocida la noticia, sin comportamientos extraños ni señales sospechosas: deportista, buen compañero, excelente trabajador… a tener antecedentes de depresión y tratamiento psiquiátrico desde hace seis años. En cuanto leí eso me pregunté sobre su comportamiento errático y me imaginé lo que pudo haber pasado por su cabeza mientras tomaba esa decisión y minutos antes de hacerla realidad. Me lo imaginé con su póker-face durante el día, sirviendo café como siempre, charlando con el piloto y con las auxiliares, o tal vez mirando a la nada desde la ventana del aeropuerto. Todo normal, nada de qué preocuparse. Quizás su error fue escoger abandonar el closet de la infelicidad en el peor momento, llevándose por delante alrededor de ciento cincuenta personas, sin contar con las familias que hoy los lloran. Pero eso no lo sé, no estoy en capacidad de semejante juicio.
Confesar que no somos felices no tiene nada de malo. ¡Al contrario! Es el primer paso para frenar el proceso, calmar a la bestia mezquina y seguir adelante. No se trata de quejarnos a diario como una caja de pollos y contarle a todo el mundo lo mucho que nos pesa la vida, envejeciéndonos poco a poco y convirtiéndonos en un despreciador innato de cuanta celebración se presenta. Hay que diferenciar muy bien entre quienes nos pueden ayudar y quienes solo nos pobretean sin aportar nada. Abandonar el lado lastimero de la fuerza nunca ha sido fácil pero por lo menos hay que hacer el intento (escribiendo un desvarío, por ejemplo). Al final la vida tendrá que equilibrarse tarde o temprano y no hay mal que dure cien años, eso está comprobado. Hay que jugársela antes de que sea demasiado tarde y lo único que nos quede al frente sea una montaña helada a setecientos kilómetros por hora y ni una sola oportunidad para arrepentirnos.
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