Como parte de mis investigaciones lingüísticas, ortográficas y gramaticales sin ningún soporte científico ni académico y sin otro objetivo más que el de procrastinar mientras averiguo si las palabras raras que se me ocurren existen o no, o si la RAE nos odia tanto como yo creo (incluyendo en su diccionario oficial cosas como papichulo, por ejemplo), y después de haber comprobado satisfactoriamente que encoñar es efectivamente un verbo, me di cuenta que haberle dicho durante tanto tiempo a mis amigas, conocidas, colegas y familiares «¡Partida de malcasadas!» era correcto… al menos lingüísticamente. Y por eso decidí escribir al respecto. Ya venía pensándolo hace tiempo pero no sabía por dónde empezar ni cómo abordar un tema que parece tonto pero hiere susceptibilidades de maneras insospechadas. Las personas sabemos que la estamos embarrando pero nos ofende que alguien lo haga evidente por miedo a sentirnos vulnerables y expuestos, y es justo ese afán de tapar el sol con un dedo lo que nos ha llevado muchas veces a vivir en el fracaso y tristeza.
Sin embargo, un desvarío con tanto por decir no puede condensarse en un solo texto porque pierde la esencia y se vuelve tedioso de leer, así que decidí partirlo en dos. Es muy probable que se sientan identificados (porque sí, me alimento de sus historias para luego tener cómo rellenar este espacio *suena de fondo la risa maquiavélica*) pero no es necesario que crean a ciegas en todo lo que digo porque como buen ser humano, visceral y errático, hago juicios de lo que considero correcto y siento ganas infinitas de repartir un par de tres bofetadas por ahí. Pero al final del día, cada quien hace de su [ingrese cualquier sustantivo acá] un festival.
«El matrimonio es una institución sagrada». Esa fue la respuesta que recibí por parte una conocida hace tiempo cuando le pregunté sobre su situación emocional. Estaba inquieta por su actitud distante y fría. Hace mucho tiempo no es feliz, y lo peor, es consciente de ello y lo asume como una consecuencia obvia de haber elegido la vida de casada como su opción para el futuro. No es una mujer joven, pero tampoco es una anciana, aunque su expresión la delata: los ojos tristes, los párpados caídos e inflamados, las ojeras manifiestas y esa sonrisa agónica que acompaña su lema de campaña para defenderse de quienes les preguntan por qué no se separa. Porque el matrimonio es una institución sagrada.
Su esposo es un hombre agradable, inteligente, atractivo y muy carismático. Ha estudiado, trabajado, viajado y crecido a su lado y lejos de ella en la misma proporción. Sus ocupaciones lo han llevado por diversos lugares y eso le ha permitido conocer una gran cantidad de gente entre la que se destaca por supuesto un sinfín de mujeres guapas e interesantes que sin ninguna objeción le harían la charla y le aceptarían un café o algo más fuerte, quién sabe. Mi conocida, bueno, mi amiga, me cuenta esto con el inconfundible tono de la excusa y la aprobación, como si todo fuera parte de la obviedad: obvio, se la pasa solo; obvio, viaja mucho; obvio, es un tipo con quien se conversa rico; obvio, hay mucha guaricha por ahí; obvio, es humano, es hombre. Obvio. Yo la escucho con atención mientras siento retumbar en mi cabeza la dichosa frase El matrimonio es una institución sagrada y no puedo evitar atacarla con el veneno de mi propia verdad: ser feliz también debería ser sagrado, ¿no crees?
No hemos vuelto a hablar desde hace tiempo. Creo que se ofendió por ese comentario y por unos cuantos más que vinieron después cuando comenzamos a confrontar nuestras posturas y ella alegó que yo no entendía nada porque jamás me había casado y no conocía lo que era el verdadero compromiso, el amor, la responsabilidad y esa promesa inquebrantable de respetarse, comprenderse y corresponderse hasta el último día de la vida, todo eso que se firma en el registro civil o en la mesita que acompaña el altar de la iglesia y que luego engrana perfectamente con la experiencia de ser padres y la comodidad de descargar en los niños la culpa de no poder abandonar esa institución sagrada porque ellos deben crecer pensando que así es y será por los siglos de los siglos y que eso no les genere un trauma, los vuelva conflictivos o incluso algo mucho peor: emocionalmente independientes. Qué miedo.
Pero ella no es la única a la que le puede pasar algo así. Hay familias y uniones de todo tipo y por desgracia o por fortuna me he rodeado de ellos en diferentes momentos de mi vida y de la misma forma he expresado lo que pienso para recibir a cambio respuestas tan bizarras como elocuentes que al final no los llevan ni me llevan a ninguna conclusión, pero gracias a eso he podido hacer una semi clasificación que, por supuesto, no pretende señalarlos con el índice y mucho menos revelar verdades absolutas (porque como siempre digo: este es un simple desvarío y yo no sé dónde estoy parada ni para dónde voy) y más si consideramos al Cupido desatinado y pendejo que ya he mencionado y que no me exime de acabar en cualquiera de estos escenarios (¡Dios me libre!, como diría mi abuela). Sin embargo, estrellarme con tantos espejos ha hecho que mi percepción se modifique con los años y me haya llevado a encasillar a las malcasadas, ponerlas en categorías y contar sus historias para que todas aquellas que se sientan identificadas puedan ver que no están solas… y quién quita, hasta acaban creando grupos de apoyo o simplemente me dejan de hablar. Uno nunca sabe.
En la próxima entrega les contaré cómo conjugar el verbo malcasar sin morir (ni que los maten) en el intento.
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