Después de muchos días dándole vueltas a un tema que se ha venido desgastando, transformándose en un asunto de honor más que en un verdadero deseo, y cansada de luchar contra la corriente y de tratar de demostrar un punto que a nadie le importa realmente (pero que a mí se me había vuelto algo vital), recordé la última vez que almorcé con mis amigas y retomaron el alegato de «no pierdas más el tiempo» y «te mereces algo mejor». Cuando lo ponen en esos términos, la vergüenza se apodera de mí y siento que tienen razón, que he perdido los últimos dos años de mi vida persiguiendo un fantasma y esto solo me ha dejado un sinfín de vacíos y dos toneladas de pañuelos kleenex regados por el suelo.

Ese mismo día empezamos a elaborar un plan para conocer gente. Mi círculo social es bastante reducido y desde que comprendí que las mujeres sí pueden ser amigas entre ellas, se convirtieron en mi combo para todo lado. En la oficina, el promedio de edad de los hombres disponibles es de veinticuatro para abajo y yo aún no estoy dispuesta a consumir colágeno desde la fuente. El resto están casados, comprometidos, son homosexuales o unos dandis desgraciados que solo buscan sexo de una noche por diversión. Lamentablemente estos últimos son solo un mito, porque no he visto ninguno en acción. Muy triste, a mí no me han tocado. (Si los ven, me avisan).

Y como mi vida va de la casa a la oficina y de la oficina a la casa, nos dimos cuenta que tanto ellas como yo no vamos a encontrar fácil una media naranja o al menos un clavito que eventualmente me baje de la nube y me haga dejar de considerar al innombrable como una opción latente por el simple hecho de aparecer esporádicamente a desordenarme la existencia. Por eso, la noche del sábado mientras hablaba con mis amigas en un improvisado grupo de whatsapp y después de haber tanteado el terreno con el susodicho (recibiendo a cambio una decepcionante y monosílaba respuesta) decidí aceptar el reto que nos habíamos impuesto el día que nos vimos y me adentré en el curioso mundo de los sitios de citas.

Los sitios de citas son como el porno: hablar de ello genera risitas de colegiala al unísono, escandaliza, sonroja, pero es más común de lo que uno cree. Es más, cuando mis amigas estaban apenas haciéndome barra y tratando de persuadirme, yo ya había abierto un par de páginas y les había dado clic en ¿olvidó su contraseña?, porque sí, aquí viene la cobarde confesión: tengo usuario creado en las dos y hace mucho rato.

Desempolvé los recuerdos y me di cuenta que hace mucho tiempo no me asomaba por allí. Cuando lo hice por primera vez, efectivamente experimenté ese aire de culpa que a todos nos invade cuando sentimos que algo no funciona correctamente. ¿Por qué estamos accediendo a páginas de esas?, ¿qué nos lleva a buscar allí lo que no se nos ha perdido?, ¿a qué nivel de desesperación estamos llegando? Todas estas preguntas volvieron a mí como una ráfaga. Revisé de nuevo mi celular y los chulitos grises de mi igualmente monosílaba respuesta seguían intactos. «Es tu culpa, imbécil» pensé leyendo el nombre en la pantalla de mi teléfono y retomé mi labor en la página que ahora me era familiar. Exploré algunos perfiles, revisé fotos, leí descripciones y no pude evitar sonreír ante algunos especímenes tan convencidos como sospechosos: Soy cariñoso, dedicado, soy de los que corre la silla y abre la puerta del carro”. Yo tuve un novio así. Soy un poeta enamorado del amor que busca compañera romántica y apasionada”. Muchos de estos perfiles acompañados de selfies tomadas en paseos o al lado del mar. La mayoría no pierden la oportunidad de poner su foto junto a la torre Eiffel o la Estatua de la Libertad y los más osados ponen fotos en la playa para evitar que fantaseemos con su físico y vayamos al grano.

Parece una tontería pero estar en un sitio de estos es enfrentarse inevitablemente a una realidad que nos acobarda y que muchas veces nos hace sentir miserables, una realidad que deberíamos afrontar con más dignidad y menos lástima: anhelar enamorarse y querer conocer una persona con la cual compartir algo mágico no debería ser motivo de vergüenza. Sin embargo lo es, y es motivo de juicio también porque cuando revisas los perfiles (especialmente los Premium, que pagan por estar ahí y mejoran los niveles de búsqueda y las probabilidades de compatibilidad) no te puedes quitar de la mente la palabra «necesidad». ¿De verdad estamos tan solos en la vida real como para tener que buscar respuestas en la web, a tal punto de estar dispuestos a pagar por ello?, ¿y si cambiamos la calificación incómoda de necesitado por la de recursivo? He sabido de casos en los que este método para encontrar pareja ha funcionado y hoy en día tienen relaciones estables, matrimonios con hijos, vidas normales y felices, ¿por qué desviar el camino con tanto tabú?

Y de repente ahí estaba yo, diciéndome a mí misma que no estoy tan sola y que solo es un experimento mientras contengo las lágrimas por culpa de los miserables chulitos grises que se hacen cada vez más negros cuando me asomo a revisarlos y el homicida de mi voluntad aparece en línea en cada vistazo. «Es tu maldita culpa…» pienso, suspiro y vuelvo al sitio. Tomo una imagen de las fotografías de uno de los candidatos y la envío a mis amigas. Me gusta. La cámara le favorece y si todo lo que dice su perfil es real (y no resulta ser un psicópata), podría ser un tipo interesante. Vuelve a mí el pensamiento fatalista del principio… ¿si es tan interesante, por qué está aquí? Ignoro esa reflexión y la reemplazo por la epifanía que acabo de tener: «tal vez es un tipo recursivo». Inmediatamente una de mis amigas envía una señal de alerta: «está bien nena, pero… ¿no se te parece mucho a…?» Considero de nuevo sus fotos y es tan cierto que prefiero cerrar la página y postergar la labor por miedo a una nueva traición del subconsciente.

Esa noche, antes de apagar el celular para dormirme reviso por última vez los chulitos grises y decido borrar la conversación en un impulso. La opción de bloqueo me ronda por diez segundos y luego la desecho, «¿bloquear?, ¿borrar del Facebook? Eso es para adolescentes». Ese argumento es mi lema de campaña en medio de tanto engaño, tanto príncipe azul de vereda. Si lo bloqueo jamás volverá y soy experta en facilitarle las cosas. Nada esto es su culpa, así como no es su culpa que yo haya subido mis fotos más bonitas al sitio o que mi perfil me defina como alguien «no muy liberada, no muy conservadora», ¡eso ni siquiera tiene sentido! Es solo una manera elegante de decir «no muy desesperada». Debería asumir las cosas como son y estar dispuesta a aceptar los hechos como vienen: sin prevenciones, sin auto-compasión, ¡disfrutarlo!

Al final obtuve un par de visitas, un correo electrónico y tres candidatos para conversar. No he vuelto pero sé que lo haré, ¿qué hay de malo en ello?, si saludar gente no es pecado, anhelar equilibrio tampoco. Somos libres de buscar lo que queremos donde se nos pegue la gana, se llama libre albedrío, por cierto. Y si al final de cada anécdota me queda material para escribir un nuevo desvarío, habré obtenido sin duda, el premio mayor.

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