Hoy me siento particularmente sexy. No sé si es porque uso mis pantalones negros ajustados o porque por fin conseguí que mi mamá me planchara el blusón vaporosito que tanto me encanta, y no por inutilidad sino porque odio con toda mi alma planchar. Es decir, si yo fuera la protagonista de una versión modificada de Arroz con Leche donde se buscara una mujer que sepa coser y que sepa planchar, me muero soltera porque el tipo sale corriendo.
En fin, como pasa cada milenio logré combinar estas dos prendas con mi cabello al viento, sin una gota de secador ni de plancha: salvaje, indomable, con vida propia… y me sienta muy bien. La gente lo nota porque doy pasos firmes cuando camino hacia la cafetería o porque entré al edificio rompiendo el viento e imaginándome una cámara lenta digna de película de Hollywood. Sacudí la melena como el príncipe encantador en Shrek y noté cómo una sonrisa me recibió mientras escudriñaba el interior de mi bolso. El muchacho de seguridad también aprecia mi look de hoy. Gracias.
Sin embargo, como pasa usualmente, mi actitud se ensombrece por un hecho banal que me baja de mi nube actitudinal: hoy no me maquillé y seguramente debe notarse a kilómetros. Debí ponerme por lo menos rímel, un poquito de brillo, tal vez rubor en las mejillas, debo tener un aspecto cadavérico sin maquillaje. Me miro en el espejo del baño y corroboro mi teoría: estoy blanca como un papel y sin el delineador los ojos se ven pequeñitos detrás de los enormes anteojos. Claro, no importa cuán sexy me sienta hoy… sin maquillaje se pierde todo el esfuerzo.
No tengo tiempo para eso. Tengo que entregar un informe en la tarde y una teleconferencia en menos de media hora. El asunto de acicalarme tendrá que esperar y mientras tanto evitaré al máximo que me vean así de pálida. Tal vez buscaré a la compañera que guarda plancha de pelo en la cajonera y arreglaré un poco este desorden. No puedo someter al mundo a una visión de mí misma convertida en un león. Y estas uñas, ¡por Dios!, ¿a qué hora me las comí todas? Voy a andar con las manos en puños para evitar que lo noten, así como voy a aguantar el aire para que el micro-gordito del vientre no se haga evidente y voy a empezar a traer más seguido los tacos de doce centímetros para no perderme la vista de las que están por allá en las alturas. Debe verse todo más bonito… si tan solo tuviera largas piernas.
¡Ay no!, aún no me maquillo y tengo que coincidir en el ascensor justo con las bonitas del piso siete, ¿cómo pueden verse tan bien sin labial?, ¿sin delineador? Debe ser por los ojos verdes de ella, o los ojos miel de la de este lado… y pues con esa cinturita, ¿quién necesita delinearse los ojos? Vuelvo a aguantar el aire, tengo que volver al gimnasio, lograr mi peso ideal, no ese que alcancé el año pasado ―imposible volver a llorar tanto hasta deshidratarme―, además eso no me hace una delgada guapa sino una flaca chupada, triste y con la piel marchita. Eso no es ser bonita. Yo quiero ser bonita.
Me bajo del ascensor con el autoestima debatiéndose entre el afán de ir al gimnasio y la frasecita aquella de «lo importante es lo que llevas dentro». Pues lo que llevo dentro nunca me alcanzó para ser popular ni para ganarme uno de los girasoles del día de la mujer en el colegio, solo me alcanzó para la rosa genérica que mis compañeros compraban en lote. Odio esas fechas. Pero un momento, ¿qué pasó con la mujer que se sentía sexy en la mañana, con el cabello desordenado y la actitud arrolladora? Estoy segura que un par de hombres le sonrieron en la calle y que no fue una equivocación, ¿y si la equivocada es ella? No puede ser tan difícil sentirse bien consigo misma.
Estamos tan acostumbradas a sentirnos feas que jugamos a adaptarnos al estereotipo sin saber exactamente cuál es. Confunden la delgadez con salud y cuidarse con estar flaca, y venden labiales y máscaras de pestañas para «resaltar la belleza natural». Pero no contentos con eso, nacen movimientos donde la moda es estar subidas de peso porque las gorditas merecen respeto y ahora esa es la tendencia. Y mientras tanto, las mujeres promedio cuya estructura ósea no les da para ser delgadas de clavícula sexy y marcada, pero que tampoco son propensas a la obesidad, ¿dónde las mandamos?
Las mujeres alrededor siempre serán las bonitas. Las demás, «pobrecitas ellas parecen marimachos» porque para el estándar de la belleza o estás en un lado o estás en el otro, es obligación. Para encajar en el status quo tendría que operarme la nariz, engrosar mis labios, marcarme las mejillas, recoger el gordito del brazo de tía o de plano dedicarme a una dieta calórica extenuante que me permita por lo menos pertenecer al combo de las gorditas buenotas porque acá no hay grises, o es blanco o es negro.
Hoy me siento sexy, bonita, agradable a la vista, feliz conmigo misma. Levanto la ceja cuando alguien me habla y me río de ladito. Me gusta. Odio cuando el chip estereotipado se me alborota y me avergüenza decir que soy o me siento bonita suponiendo lo que los demás podrían pensar, como si solo las súper modelos pudieran creerse el cuento. Tengo amigas realmente guapas que se viven comparando con actrices y gente de la farándula porque «si uno tuviera esa cara y ese cuerpo…» cuando es posible hacer maravillas con esta cara y con este cuerpo. A eso súmenle una conversación inteligente, un par de comentarios elocuentes, pizca de carisma y gracia para narrar anécdotas, tres onzas de sarcasmo y un milímetro de torpeza natural… ¡y estallará el fandom!
Así pues, voy dejando poco a poco la costumbre de sentirme fea, de compararme con las del ascensor o de ver insuperables a las féminas de las revistas. Voy dejando de creer que ser saludable es estar en los huesos o que mi rostro sin maquillaje no despierta suspiros. Voy abandonando el arrastre lastimero de lo que la sociedad me ofrece y espero que algún día dejemos de menospreciar el reflejo en el espejo y no exista más la frase «ya quisiera yo tener…» para trabajar correctamente con lo que tenemos y la intención no se nos quede en un simple desvarío.
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