De todas las veces que utilizan la palabra multi para referirse a una mujer: multifacética, multifuncional, multitarea, multiorgásmica, la única que puedo asegurar que me aplica, es la última. Está científicamente comprobado que además de mi falta de coordinación mano-ojo, no poseo la capacidad de realizar distintas labores al mismo tiempo y concentrarme en una actividad cuando tengo la mente y la energía puesta en otra me cuesta muchísimo. A eso hay que sumarle la intensidad que le pongo a ciertos pensamientos, eventos y/o sucesos bajo cuyas circunstancias me convierto en un zombie monotemático y ciertamente irresponsable.
La fuente de la verdadera felicidad ha sido un tema recurrente en los últimos desvaríos. Pero ir de la risa al llanto y viceversa también ha tenido su factor determinante en los textos que han nacido durante el último año. Tiempos difíciles y revolucionarios han tejido un camino dentro de la escritura que me ha permitido identificarme con la gente y hacerle sentir que de alguna manera no están solos —o que no estamos solos—, porque los episodios que acompañan esta tragicómica existencia son más comunes de lo que parecen.
He tenido diversos conflictos de fe últimamente. Soy de esas personas creyentes cuya institución religiosa le jugó malas pasadas y ahora le cuesta asistir al templo o practicar sus normas con convicción, pero nunca he dejado de creer a pesar de los altibajos. Sin embargo, una de las ventajas de confiar en la existencia de un Ser Superior —para alguien como yo que disfruta muchísimo el drama y pararse en el lugar de la víctima—, es que así como todo lo bueno se debe agradecer, de todo lo malo se puede culpar. Y por eso, los últimos meses me la he pasado diciendo que Él no me quiere y que estoy equilibrando un karma descomunal que no merezco.
Como le pasa a la mayoría de las personas, encontrar un responsable de las desgracias o de los malos ratos es mucho más fácil que asumir la carga por aferrarnos a los escenarios más improbables y cubrirnos de angustia y autocompasión, porque al final estamos rogándole a esa misma Entidad que nos ayude a que las cosas salgan bien y que por fin escuchemos lo que queremos —no lo que necesitamos— escuchar de los labios de las personas a quienes hemos dado poder sobre nuestra vida y nuestras decisiones.
Y cuando esto finalmente pasa, cuando el universo conspira a nuestro favor y las cosas resultan sorprendentemente adecuadas y por un microsegundo alcanzamos la tal anhelada felicidad, nos deshacemos en agradecimientos y promesas de cambio que nos restauran la fe y hacen que toda la odisea vivida por un momento valga la pena y nos rime con esos dichos comunes que la gente optimista repite una y otra vez: «lo importante es el esfuerzo», «verás que valdrá la pena», «no te rindas», «ten fe que todo saldrá bien». Y lo creemos. De verdad y en contra de todo pronóstico, nos convencemos de ello y abrazamos esa felicidad aceptando que la merecemos y que el camino recorrido hasta ahí fue solo parte de la experiencia.
Pero como nada dura para siempre, ni lo bueno ni lo malo, cuando llega el punto en el que las vibras se normalizan, la emoción decae y nos vemos enfrentados a la realidad de una dicha fugaz que nos hizo sentir vivos por un instante pero que luego se evaporó convirtiendo el carruaje en calabaza, los caballos en ratones y los trajes de lentejuelas en harapos, cuando estamos de nuevo frente a frente con un cúmulo de miedos y la victimización preconcebida, sentimos que se ha gastado el único cartucho que teníamos disponible para tocar el cielo con las manos y conseguir lo que siempre soñamos y nos damos cuenta que estamos subidos en una montaña rusa de emociones que nos mece como le da la gana y es la causante de la gran mayoría de nuestras inseguridades y nuestra tendencia a recriminar a quien vemos como Deidad de todo lo que nos pasa, porque no poseemos un fundamento racional que nos explique por qué, aunque dejemos la vida fluir, parece que viviéramos en un cuello de botella cuyas respuestas se dan a cuentagotas y nos cuesta tanto obtener certezas y tranquilidad en el alma.
Estos procesos siempre serán difíciles, por más que tratemos de despistar la mente con asuntos que en comparación son primordiales: pagar deudas, no estar distraído en el trabajo, dormir sin sobresaltos en la madrugada, terminar el manuscrito en el que tanto hemos trabajado. Básicamente: vivir. Este último vestigio de verdadera felicidad me dejó un sabor agridulce gracias a mi manía de sobredimensionar los contextos y adjudicar propiedades utópicas a aquellos elementos de la historia que no están en sintonía conmigo y con mi visión fantasiosa de las relaciones y la probabilidad. Pero fui tan ridículamente feliz que en ningún momento me senté a medir las consecuencias y me entregué a esa dicha como el que se lanza a una marejada sin saber nadar.
Ahora sé que todo es parte del aprendizaje continuo y de la facilidad que tenemos para tropezarnos y caer, pero también para levantarnos sacudiendo la ropa e insistiendo que el raspón no dolió. No tengo ganas de quejarme ni de seguir acusando a Dios por no quererme. Si viví algo perfecto e increíble no tiene sentido pensar algo así, como tampoco tiene sentido ponerse monotemático y enfocarse en un impulso estéril que no nos permite prestar atención a un mundo que sigue girando con o sin nosotros y que no pone pausa a los embates diarios solo porque estamos entretenidos atendiendo las secuelas de pasarse la vida subido en el carrito de una montaña rusa emocional.
Y después de todo, las letras se vuelven mi mejor recurso para hacer catarsis y poner las situaciones en una balanza. Si bien es cierto que la paz aún no llega en forma de respuesta concreta y contundente y que todavía estoy haciendo un esfuerzo considerable para enfocarme en lo realmente importante, no me arrepiento de nada, ni de lo bueno ni de lo malo, y mucho menos de contar con un don que me permite explorar mis opciones y liberar cargas a través de estos desvaríos. No sé si voy a escuchar lo que quiero escuchar o por el contrario el veredicto me dará un par de semanas de duelo como un fantasma en rehabilitación, lo único cierto es que quejarme y reprocharle a Dios por todo dejó de ser la alternativa número uno y ahora me preparo cuidadosamente para encontrarme conmigo. Para volver a ser yo.
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