Hay varias cosas que me generan conflicto con la sociedad. Entre esas, los payasos de restaurante ofreciendo alberjas en vez de arvejas y las personas que se besan en la calle. Irónico, si tenemos en cuenta que soy orgullosamente clown voluntario de la Fundación Doctora Clown y que una de las cosas que más disfruto en la vida es precisamente, besar.

Sin embargo, el asunto tiene un trasfondo medio oscuro y viene desde la crianza. Mi mamá es de esas personas dulces, encantadoras, amorosas, idealistas, protectoras, leales y maravillosas que Dios nos pone como guías; es mi persona favorita en el mundo… la adoro y me adora, pero posee una condición particular que la diferencia del resto de la humanidad: mi mamá es una firme opositora de las demostraciones de amor y tiene un montón de argumentos sustentables en hechos científicos e inventados para explicar el por qué.

Estoy segura que toda esa animadversión con el romance se remonta a sus años de juventud y principalmente a la fe perdida en el sexo opuesto. Y bueno, es que no es fácil tener un novio durante tantos años y que al final huya despavorido ante la responsabilidad de un bebé. Han pasado casi treinta años desde que eso pasó y ella sigue diciéndonos que el romance se lo inventaron para “fregarnos la vida”. Eso sí, cuando se trata de mi hermano y de mí, se vuelve una miel y nos quiere guardar en una burbuja para que nadie le toque sus retoños y mucho menos los lastime. Con nosotros sí se vale todo y llenarnos de besos no le parece incómodo ni desagradable.

Pero es que mi mamá es muy sabia, ella sabe perfectamente que por encima de cualquier peligro que podamos correr en la calle, saliendo todos los días a trabajar y a estudiar, caminando por el centro de Bogotá a las diez de la noche o utilizando en Sistema de Transporte Integrado, sin importar que crucemos la calle sin mirar para lado y lado o que nos metamos a nadar con cocodrilos, no hay nada más peligroso y nefasto que ponerle el corazón en una bandeja a alguien. Creo que ese es su mayor temor, y lastimosamente no me ha salido bien el intento de demostrarle que es un temor infundado.

Por supuesto, todas estas lecciones de crianza me han dejado un profundo desgano hacia las expresiones públicas de afecto y cada vez que veo una parejita en la calle intercambiando fluidos, recuerdo sus lecciones sobre los gérmenes y las infecciones, sobre los fuegos en la boca y las manos sin lavar. Los veo y me provoca gritarles «¡cochinos!, ¿nadie les dijo que el amor se acaba?», con la única intención de dañarles el rato con la misantropía propia de alguien a quien el corazón le ha jugado malas pasadas.

En ese momento, cuando los veo y los odio un poquito por el simple hecho de verse felices, recuerdo lo mucho, muchísimo que me gusta besar. Esa sensación única al descubrir que todo el cuerpo está conectado con pequeños y poderosos hilitos, que cuando estás en medio de un beso te puede hormiguear hasta el dedo pequeño del pie. Es algo sublime, mágico e inigualable que ojalá fuera también eterno, aunque no siempre sea color de rosa. Recuerdo bien cómo fue el primero, pero no el primero formal y oficial de larga duración, sino el primero en el que solo se juntan un poquitico los labios y todo alrededor se pone nuboso. Yo no quería, eso era obvio. Jugábamos a la botella y de pronto tenía al muchacho de ojos negros y brillantes frente a mí con las manos temblorosas y rompiéndose por dentro de la ansiedad. Él sí quería, podía notarlo. Cerré los ojos y apreté la mandíbula como si me fueran a poner una inyección. Fue uno de los momentos más surrealistas de mi vida, pero de algo sirvió, porque años después, mientras repetíamos y perfeccionábamos el ejercicio de besarnos, nos reíamos de la escena y él se burlaba de la tensión de mi rostro. Sí, tuvimos la ventaja del desquite y la revancha durante un buen tiempo.

Lo maravilloso de los besos es que no se necesita morir de amor por el destinatario, pero si es así mucho mejor, porque no conectas únicamente los labios a las ganas, sino a la esperanza y al corazón. Puede no salir bien, puede ser un perfecto desastre o una clave para descubrir que el atractivo de alguien se reduce a una foto de Facebook (especialmente cuando el contexto se pone desagradable y empiezas a considerar en serio el asunto paranoico de los gérmenes), pero cuando se logra el equilibro, te llevan al cielo y te devuelven a la tierra en segundos y ni siquiera te diste cuenta en qué momento los pies se despegaron del suelo. Duele mucho cuando sabemos que podría ser el último, pero probablemente la memoria de un beso sea la que nos devuelva a un momento maravilloso de la vida que, aunque no se repita, nos recuerde por qué estamos aquí.

Mi mamá es sabia, lo sé. Pero también sé que las parejitas de la calle, con todo y su show, tienen mucha suerte. Jamás cambiaría una eternidad sin gérmenes por dos microsegundos de felicidad infinita. Y mucho menos, si con eso le puedo dar vida a un desvarío.


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