Mientras discutíamos los pros y los contras de elegir el aguardiente sobre el tequila ―o viceversa—, de acuerdo con los efectos colaterales del día después, un gran amigo me exponía las razones por las cuales su relación de casi tres años con la novia pseudo perfecta había terminado intempestivamente. Nunca fue una relación fácil. Ella, proveniente de una de las familias más prestantes de la costa colombiana, estaba acostumbrada a obtenerlo todo sin mayor esfuerzo. Él, europeo promedio con ganas de hacer empresa en Colombia, había dejado Madrid después de un doloroso divorcio que no solo le dejó unos cuantos kilos menos sino la necesidad de arrancar desde cero en cualquier lugar del mundo donde no tuviera que respirar el mismo aire de la mujer que un día le robó el aliento.
No pertenecía a una familia de abolengo con apellidos rimbombantes ni era el heredero de una gran fortuna, pero sus raíces gallegas lo beneficiaban tanto como han beneficiado a miles de extranjeros que llegan a este país buscando amor y se encuentran con un sinnúmero de damiselas en apuros esperando a que un príncipe de otras tierras las rescate porque, según ellas, todo lo que venga de afuera ―sin lugar a dudas— es mucho mejor que cualquier cosa ofrecida por la producción nacional.
Y es precisamente esa idea mal concebida de que unas french fries son mejores que las papitas criollas, la que lleva a personas como la tía de un ex novio a casarse con un pescador italiano sin un peso en el bolsillo, únicamente para poder contarle a las amigas que en uno de sus viajes por Europa conoció el amor de su vida recorriendo en góndola el Gran Canal de Venecia. Recuerdo bien que cuando se casaron, ella ya se había graduado de arquitectura, hablaba español, inglés e italiano y estaba montando su propia oficina, mientras que su reluciente esposo venía a instalarse en Colombia porque en Italia solo tenía un par de hermanos y nada propio, así que estar aquí era un gana-gana para ambos: ella presumía esposo europeo y él, bueno, él tenía casa y comida.
Sin embargo, aunque las condiciones de vida de mi amigo español eran muy diferentes, yo siempre tuve la sensación de que los papás de la señorita en cuestión estaban cambiando la posibilidad de casarla con algún hijo de político para ponerle apellido extranjero y doble nacionalidad a los nietos, sin importar realmente la clase de persona con la que se estuviera casando, como si el estrato dos o tres en otro país fuera algo así como cuatro o cinco acá. Y aun así yo creo que ella lo amaba, al menos eso era lo que demostraba cuando los veíamos juntos, se veían felices y la noticia de la próxima boda les emocionaba tanto que llegué a envidiarlos por ratitos ―pero solo por ratitos muy pequeñitos―. Por eso cuando me contó que ya no estaban juntos, hubo en mí un dejo de tristeza difícil de explicar.
Pero cuando digo que nunca fue una relación fácil, no exagero. No se puede esperar que algo demasiado bueno surja de juntar una niña excesivamente caprichosa con un psicorígido, pragmático, educado a la vieja escuela europea y con una idea del honor y la responsabilidad tan desesperantes, que hasta sus amigos más cercanos lo percibíamos todo el tiempo. Es un tipo brillante, de eso no hay duda: estudioso, recursivo, elocuente y con un sentido del humor tan maravilloso que es difícil no reírse por horas escuchando cada una de sus anécdotas, pero su personalidad y la de ella, aunque digan que los polos opuestos se atraen, eran diametralmente distintas.
Y aun así yo no entiendo cómo pudo ella dejarlo por algo tan tonto como haber tenido que cambiar dos veces la fecha de la ceremonia para que cuadrara con las vacaciones del padre de él en España. Según entendí, la familia de ella había separado un exclusivo club en la costa, de esos que deben reservarse con meses y meses de antelación y habían invitado a la crema y nata de la sociedad costeña, así que los cambios de itinerario generaron un enorme ―e incomprensible― conflicto que acabó por darle sepultura al gran amor que se habían profesado durante todo ese tiempo.
Cuando él me lo contó no sabíamos si llorar o reírnos del absurdo. Ella no se estaba casando con él sino con lo que representaba para su vida. Y es curioso que yo lo diga, cuando me he enamorado de un mexicano, un francés y en últimas fechas de un salvadoreño, pero aunque en mi caso he sentido que son emociones sinceras sin importar de dónde vienen, sí, es muy cierto que toda esta fiebre del intercambio cultural siempre me ha generado gran curiosidad y eso me ha llevado a conocer gente increíble y rodearme de grandes amigos de distintos lugares. El amor es otro asunto, algo más del alma, y que me haya coincidido con ese estereotipo tan cuestionable no fue algo preconcebido —o nunca lo he visto así—, solo pasó y me ha hecho feliz porque soy tan humana como la ex novia de mi amigo y porque aunque sé que el mercado nacional también tiene cosas maravillosas para ofrecer, tal vez no hemos coincidido lo suficiente.
Al final me quedé con el tequila y él con el guaro, pero nada más por el saborcito y porque no me la llevo tan bien con el azúcar. Lo sé, existe el aguardiente sin azúcar, pero eso es como decir que, exactamente por las mismas razones prefiero la Coca-Cola Zero por encima de las bebidas de colores vivos. ‘Pajazos mentales’ que uno se hace. Después de la resaca del día siguiente, mi amigo tomó un vuelo de regreso a España para pasar unos días con sus padres. Le hará bien conectarse con sus raíces, estar con su gente, eso siempre es sano. Yo por mi parte le deseé lo mejor y me quedé construyendo este desvarío y pensando en el próximo. No sé, tal vez jugando de local encontraré alguien que lo inspire.
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