Ha pasado casi un mes desde que tuvo lugar el mundialmente conocido Día internacional de la mujer y en mis redes sociales aún vaga por ahí una que otra postal con aspecto de Giordano a medio morir y con un poema o una frase de cajón escrita hace años, fondo de rosas y colores chillones. Todo con el mismo propósito: celebrar, felicitar, conmemorar, halagar o resaltar la labor de todas aquellas mujeres que día a día cambian el mundo por el simple hecho de ser mujeres.

Pero no todo es color de rosa, literalmente. También abundaron, especialmente en WhatsApp, imágenes de hombres musculosos, desnudos o con poquita ropa, pretendiendo jugar el mismo papel de las foticos Facebookeras: ser una felicitación genérica del tipo ‘tú y ochenta y dos personas más han sido etiquetadas’, demostrando una vez más que el mejor regalo para cualquier mujer sería un hombre descomunalmente atractivo que además sea un maestro en las artes amatorias.

A lo largo de mi vida la visión de la mujer guerrera/valiente se ha venido desdibujando gracias a mi inútil intento por mantener el equilibrio entre mi libertad y la libertad que quiero compartir con alguien, y si bien es cierto que el Día de la Mujer nació de una manera muy meritoria para recordar a las féminas de la clase obrera y como un precedente para la lucha por la igualdad, aún no me queda muy claro si tantas flores virtuales hacen parte de una interpretación errónea de tal celebración.

No tengo nada en contra de las feministas; es decir, estoy de acuerdo con que cada quien puede hacer con su cuerpo lo que le dé la gana y no apoyo las corrientes estéticas que dictan parámetros de moda absurdos que acaban convertidos en grandes dramas como la anorexia o el matoneo. Por supuesto soy partidaria de procurar la equidad salarial y de no necesitar obligatoriamente a un hombre para criar un bebé si éste sencillamente decide huir de su responsabilidad, o que se deba mantener una relación tóxica que las consume porque los niños tienen que crecer con su papá y su mamá aunque éstos no se soporten. De hecho, de un tiempo para acá me he venido convenciendo que la idea de traer hijos al mundo no coincide mucho con mi pseudo plan de vida —sí, lo clásico: quiero viajar, escribir, dormir hasta tarde los domingos y así—, pero lo cierto es que hay posturas en las cuales considero que el feminismo se auto-sobrevalora.

Hay un equilibrio para todo. Estoy acostumbrada a ganar mi propio dinero y andar sola por la ciudad a cualquier hora del día o la noche, pero no me molesta del todo que un hombre me abra la puerta del carro o me corra la silla en un restaurante. Tampoco me molesta que tomen la iniciativa, aunque adoro cuando puedo tomarla yo. No me siento agredida por las campañas de ropa interior con modelos despampanantes porque me he acostumbrado a apreciar el encaje y no a quien lo trae puesto. Lo compro, lo uso, me siento súper sexy. Pero me disgusta saber que sentirme o verme atractiva me hace vulnerable —y potencialmente culpable— de cualquier acoso o agresión sexual.

Pero indudablemente todo aquello es parte del imaginario colectivo y de la evolución de la sociedad que ha vendido indiscriminadamente la idea de que a las mujeres ni con el pétalo de una rosa como si no hubiera hombres que también son maltratados y agredidos por sus parejas sin que nada pase. Es curioso ver cómo nuestro pensamiento con los años puede cambiar drásticamente. Antes, uno de mis reclamos más comunes era el del trato que reciben hombres y mujeres respecto a su sexualidad. Alegaba con vehemencia que era injusto admirar a un hombre por la cantidad de conquistas o parejas sexuales y lapidar a las mujeres por la misma razón. Yo exigía coherencia, desconociendo algo que cada vez es más evidente: ser mujer se ha vuelto una condición para demandar igualdad, derechos y tratos especiales como lo hace una población vulnerable, un sector marginado de la sociedad, la gente con capacidades especiales o una minoría. Si se dan cuenta, esto es lo mismo que pelear por equidad haciendo énfasis en que no somos iguales y por eso “merecemos” un trato especial. Una completa contradicción.

De los mismos creadores del clásico cuento de que a ellos se les elogia por galanes y a ellas se les insulta por vagabundas, nació la retorcida visión de que el maltrato hacia las mujeres debe castigarse con todo el peso de la ley, pero el maltrato hacia los hombres debe mantenerse en reserva porque ‘hay que ser muy nenita’ para llorar porque una mujer le pegó o lo lastimó emocionalmente. Es algo absolutamente inconsecuente que las mujeres esperemos apoyo, respeto y condiciones similares cuando preparamos discursos de fortaleza y de igualdad bajo un manto obvio de victimización, dándole un contexto negativo a la condición masculina pero esperando que, en paralelo, se comporten como caballeros.

No hay que formar en casa princesitas frágiles que requieren de un príncipe de brillante armadura que las rescate. Pero tampoco es necesario generar en ellas una sensación de absoluta e infranqueable independencia que en realidad es un disfraz para la paranoia y el negativismo que cobija las relaciones humanas. Hay que criar muchachitas valientes pero conscientes de la necesidad de interactuar, equilibrar cargas, compartir, dejarse ayudar y dejarse querer; converger, saber que merecen recibir lo mejor de quienes se acerquen a ellas pero también merecen lo mejor de sí mismas. Niñas seguras de su potencial y de que no todos los niños son villanos. Niñas capaces de defenderse con argumentos sólidos y voluntad férrea; que nadie las obligue a hacer nada con lo que no estén de acuerdo, pero que tampoco esperen obligar a alguien a hacer lo mismo.

Del respeto mutuo nacen las oportunidades genuinas de ser felices. Basta de celebrar el Día de la Mujer como un pellizquito en las mejillas por “ser mujeres” como si eso milagrosamente nos envolviera en papel burbuja y exigiera extremos cuidados —créanme que alguien como Catherine Ibarguen no necesita que la victimicen—. No obstante podría ser un día para entender que si bien aún vivimos en un mundo demasiado machista, debemos hacer conciencia de que nuestro verdadero mérito no radica en demostrar que podemos ser más inteligentes que los hombres o que estamos en desventaja por una premisa estética —y eso que mi mamá siempre le dice a mi hermano: cuídese que a los hombres también los violannuestro poder está en entender que potenciar las diferencias nos hace únicos como individuos, pero nos permite complementarnos.

Obvio tenemos ventajas, obvio tenemos fortalezas y para no ir más lejos me puedo remitir al ejemplo más claro de todos: las mujeres tenemos la capacidad de albergar vida en nuestro cuerpo, pero hay que aprovechar esto sin convertirlo en una lista de reclamos para convencerlos de que deben tratarnos bien, como si fuera un pliego de peticiones. Si usamos nuestra independencia como una llave y no como un escudo, va a ser más fácil abrir la puerta de esa igualdad tan anhelada y posiblemente escribir más historias de amor, o por lo menos, más desvaríos.


Facebook: Erika Ángel Tamayo

Twitter: @eangelt

Blog Personal: Desvariando para variar…