Días difíciles. Revolucionarios. Revolucionados. Ad portas de un cambio muy importante —de casa, de país, de empleo, de look… de vida—, me encontraba dándome contra las paredes y reventando más cabeza —como dice mi mamá— de lo que he reventado en treinta años por el tsunami de acontecimientos, noticias y eventos que estaban sucediendo. Y aun así, todavía me quedaba espacio para indignarme.

Llevo un montón de tiempo defendiendo mi derecho a decir que soy escritora. Es lo que hago, no para vivir porque siempre he tenido un trabajo formal dentro de la norma y el canon social; un trabajo que se puede medir cuantitativamente y cualitativamente. Pero escribir es lo que hago para olvidarme de la rutina, para equilibrar karma y para ahuyentar a los espíritus chocarreros. Un gran amigo me dijo que escribir para mí era como respirar, una necesidad vital. Y lo es, de verdad lo es, pero todavía me cuesta un poco ponerme de pie frente al mundo y decirlo sin sentir la necesidad inmediata de disculparme por no ser ‘la gran cosa’. Y he ahí el origen de todos mis problemas: la autocompasión.

Llevaba un par de años sin ir a la Feria del Libro sin razón alguna. Simplemente no iba, punto. Tiempo atrás, hace unos nueve o diez años, recuerdo haberla visitado con la profunda ilusión del libro que estaba preparando para publicar y con la certeza de que estar ahí y ser parte del evento era el más grande de mis sueños. Navegaba de stand en stand, flotaba de pabellón en pabellón, tomaba las tarjetas de todos y cada uno de los editores y las guardaba pensando que cuando por fin tuviera el libro impreso en mis manos, empezaría a enviar copias a todos para que lo leyeran y alguno se animara a publicarlo, para convertirme así en una famosa de las letras, una erudita más de las que abundan en la feria. Eso, en mi reducido entendimiento de la psiquis humana, me daría estatus de diva literaria y empezaría a figurar en las listas junto a Kafka y Murakami. Luego les cuento cuál es mi historia con este par.

En fin. Pasó el tiempo, el libro efectivamente se publicó de manera independiente y puedo decirles que el día del lanzamiento fue uno de los más felices de toda mi existencia. Me parece estar viendo a mis amigos, a mis compañeros de trabajo, a mi familia y hasta un par de profesoras y la directora del colegio donde estudié, hablando de lo valiente y aplicada que yo era, de lo emocionados que estaban por ese logro y del camino tan prolifero que me esperaba. Yo me creí el cuento con toda el alma y empecé una carrera sin tregua por hacer que el mundo supiera que, a pesar de la ingeniería, el mercadeo y las finanzas, lo que quería era escribir. Y ahí apareció el mayor de mis traumas… hasta ahora.

En algún punto desvié el enfoque. No tenía más de veintiún años y mi ego llegaba a la estratósfera, así que efectivamente empecé a enviar mi novela a unas cuantas editoriales con todo el entusiasmo del caso, pero con tan mala suerte que empecé por las más grandes, las más reconocidas, las que dominan el mercado nacional, y todas, una a una, me enviaron notitas de agradecimiento diciendo que lamentablemente yo no tenía el perfil.

Lloré amargamente dos noches seguidas hasta que a mi mamá no le quedó más remedio que intervenir y recordarme por qué estaba ahí y cuáles eran mis opciones en la vida: seguir revolcándome en el lodo porque alguien más, alguien que no me conoce y que probablemente no se había tomado el tiempo de leer a conciencia La Mujer del Vampiro estaba validando mi talento con un sesgo, o levantarme y joder al mundo con todo lo que tenía por decir, con las historias que tenía por contar, con las letras que cargo en los bolsillos y que como las bolitas de azúcar de un homeópata, me curan de todos los males como un placebo.

Y eso hice. Seguir con mi vida, seguir escribiendo, pero con la consigna que debía hacer algo demasiado grande y demasiado bueno para que creyeran en mi talento. Al final, no le hice tanto caso a mi mamá y seguí esperando que alguien más validara que yo era buena en lo que sentía (pero no me creía del todo) que era buena. Y entonces quise terminar a toda costa una segunda novela que de tanto reescribirse, armarse y desarmarse, terminó en el depósito como esos juguetes que se dañan o que se les pierde una pieza pero uno no es capaz de botar a la basura con la esperanza de arreglarlos algún día. Y me perdí. Publiqué otro libro, también independiente, con una recopilación de poemas… empecé a trabajar en una gran empresa, maduré después de todo y el anhelo de ser parte de la Feria del Libro se fue desvaneciendo hasta el punto de perder el interés incluso de ir.

Este año volví. Me enfrenté al monstruo literario que un día sentí que me cerró las puertas y minó mi naturaleza trasgresora y optimista para relegarme al mundo de la gente normal, con carreras normales y vidas normales, porque no tengo perfil o porque el arte no se hizo para la gente que como yo ha visto más novelas de las que ha leído o no pueden citar a Charles Bukowski porque lo viven confundiendo con Paulo Coelho. Y entonces recordé las palabras de la editora en jefe de una de las editoriales más grandes, a quien por casualidad conocí un año después de publicar mi libro y que por esos días promocionaba La Saga Crepúsculo. No tenía idea de que yo era a quien ella misma había enviado un correo electrónico unos meses antes diciendo que lamentablemente mi novela no se adaptaba a la editorial, pero ese día me regalaba el nuevo libro de la saga y me decía que era emocionante ver que los jóvenes nos estábamos interesando por la lectura.

No tengo que ahondar en la profundidad de la Saga, todos han oído sobre ella (y no digo que sea perversa, terrible ni detestable, y de hecho en su momento me gustó, negarlo sería hipócrita), pero cuando me di cuenta que su autora era una señora que tuvo un sueño psicodélico y le pegó al perro como dicen coloquialmente, comercialmente hablando, y que luego de eso solo publicó un libro más, con escaso éxito, pero que la saga de vampiros le da para vivir el resto de su vida, pensé: «definitivamente yo me estoy dando muy duro».

Este año todo eso me cayó en la cara en cuanto saqué el tiempo que no le saco a terminar los desvaríos, ni los textos poéticos, ni la bendita novela, para indignarme porque un YouTuber colapsó la Feria. Era entendible, llevaba años guardando un dolor en el alma, un escozor de esos malucos que no se quitan ni con Caladryl, y me encuentro de frente con el argumento irrefutable de mi compañero de visita a la feria diciéndome que los libros de los YouTuber representan lo que en su momento fue la Saga Crepúsculo que a mi tanto me gustaba, donde lo importante era ‘que los jóvenes estaban leyendo’ sin importar si era o no algo de calidad o algo productivo, o lo que hace poco suscitaron las Cincuenta Sombras de Grey y otros cuántos títulos de la autodenominada ‘Literatura erótica’ que básicamente son la misma historia pero para un público más adulto, o más bien para adolescentes más calenturientas y para las que más jovencitas leímos la de vampiros y ya tenemos edad para saber y ‘humanizar’ lo que pasa después de la boda. O sencillamente para validar la misoginia como un acto de amor.

La postura de mi amigo frente a mi indignación me indignó más y seguí alimentando en mi cabeza motivos para quejarme porque (léase con sorna y tono de erudito) le permiten a los niñitos estos, famosos en redes sociales, publicar libros de cuanta tontería se les ocurre mientras que uno se sienta y observa cómo la sociedad cae en la peor decadencia por la falta de cultura y de contenidos que nutran las neuronas. ¡Qué horror!”.

Llegué a mi casa a pelear por eso. Sí, soy una persona caprichosa que hace pataletas. La primera víctima fue mi hermano porque él sí sabe quién es el YouTuber de la discordia y podía entender mis referencias mucho más que mi mamá. A ella le tocó la parte de la queja porque mi amigo me había sacado en cara mi pasado como seguidora de Crepúsculo y había puesto en tela de juicio mis argumentos en contra de la maquinaria editorial. Ella me miró, esperó paciente a que terminara mi arrebato sin fundamento y cuando acabé me hizo las únicas dos preguntas que podían acabar con el alegato y bajarme del pedestal de los intelectuales indignados, a los cuales ni siquiera pertenecía: «Y usted, ¿ya terminó el manuscrito de la novela?; ¿hace cuánto no publica un desvarío?».

Guardé silencio y me quedé viéndola como una niña de tres años a la que acaban de regañar por ensuciarse la ropa. Nunca he leído a Kafta o a Murakami, pero los mencioné porque sus apellidos se quedaron en mi mente después de una charla con un intelectualoide que me invitó a tomarme un par de cervezas hace años y toda su charla versaba sobre estos dos autores; ah, y sobre Bukowski. Pero tampoco he leído a ninguno de los YouTuber y es probable que muchos de ustedes no lean La Mujer del Vampiro ni tampoco la consideren una obra maestra. O puede que sí. Puede que un día incluso termine la novela que estoy escribiendo y sea un éxito —si algún día dejo el discurso lastimero de ‘no tener tiempo’— y sea un New York Times Best Seller que me vuelva millonaria, pero tal vez no sea un texto para leer en el colegio, como El Quijote. Sé que si hubiera escrito este desvarío el día que fui a la Feria, estaría diciendo que Cervantes debía revolcarse en su tumba por culpa de Germán Garmendia. Hoy creo que podría estar haciéndolo por mí… por mí y mi falta de constancia.

No sé nada sobre hábitos de lectura pero sí sé lo que me gusta y lo que quiero hacer. No me interesa publicar lo que caiga o lo que esté de moda, pero tampoco me rasgo las vestiduras porque los desvaríos dejen una lección de vida que transforme el mundo. Bueno, ojalá. Seguiré leyendo romance y viendo culebrones, y no necesito leer a Coelho para darme cuenta que a veces es necesario verse a uno mismo antes de irse lanza en ristre contra los demás. Al final es probable que me haga famosa publicando mis memorias. Treinta años desvariando, ¡no los vive todo el mundo!


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