Hace unos días mi nuevo jefe, un afroamericano de unos setenta años, se sentó frente a mi escritorio para que habláramos de los pros y los contras de vivir y trabajar en Colombia y por qué las personas buscan emigrar del país. Lo puso en un contexto global pero yo sabía que quería escuchar mi versión o los motivos que me trajeron aquí, más allá de la oportunidad laboral o del hecho de ganar en dólares. «Si quiere saberlo, yo quería conocer la nieve y hacer muñequitos para ponerles una zanahoria en la nariz; por eso estoy aquí…», comenté de la manera más desenfadada posible y él me correspondió con una sonrisa.
Le expliqué entonces que la idea de vivir acá me parecía interesante como profesional por crecimiento y por entrenamiento, y que por supuesto perfeccionar mis habilidades para comunicarme correctamente en inglés era una de mis prioridades, pero luego él me interrumpió con el argumento más común que tienen los americanos cuando quieren hablar de mi país: «Tranquila. Yo sé por qué las personas buscan formas de salir de Colombia. Las cosas allá están muy complicadas. Tienen muchos problemas de seguridad…»
El resto de su discurso giró en torno a todo aquello que la televisión, la prensa y las narco-novelas le han vendido a los extranjeros sobre las atrocidades que ocurren en Colombia y lo difícil que es criarse y vivir allí una vida decente debido al miedo constante con el que seguramente debemos vivir los colombianos. En un punto de la charla eso comenzó a generarme escozor de patria, porque aunque las cosas no sean como los extranjeros las ven, nosotros mismos con nuestra constante actitud autocompasiva de latinos sumisos ante la gran potencia, nos hemos encargado de alimentar el mito.
Unas semanas atrás me dirigía al gimnasio a las nueve y media de la noche y mis amigas estaban aterradas —más que nada sorprendidas, debido a mi famoso sedentarismo— porque aquí sí puedo hacer algo así, aquí sí estoy segura, aquí no me van a clavar una puñalada por robarme el celular (al menos no es tan probable como podría ser en Bogotá, por ejemplo), acá puedo dejar el carro en un parqueadero abierto sin miedo a encontrarlo sin llantas, etcétera, etcétera.
Les di la razón. Es decir, desde que vivo en este país sé que puedo estar en el centro de la ciudad tomando fotos a los edificios y a los monumentos sin miedo a que la primera persona que se me acerque me muestre una lata filuda y oxidada para reclamar lo que a mí tanto esfuerzo me costó conseguir; puedo llevar un morral cualquiera en la espalda y las cosas van y vienen sin que alguien con manos de seda lo desocupe. Indudablemente hay delincuencia en algunas zonas, como en todas partes, y probablemente en los sectores marginados la vida no diste mucho de lo que ocurre en lugares similares de toda Latinoamérica, pero no puedo desconocer que me ha costado acostumbrarme a andar por ahí confiada y sin mayor temor.
Basándose en eso, los americanos, y en general los extranjeros, incluso los que viven en Colombia, nos han dicho siempre que, aunque les encanta el país, son conscientes de los peligros que corren, de los asaltos, de los paseos millonarios y por supuesto del digno representante de la malicia indígena que de cuando en vez trata de embaucarlos. Pero cuando los colombianos de bien —la gran, gran, gran mayoría— se enfrentan al estigma y tratan de defenderse, se quedan sin fundamentos ante las nefastas noticias, las cifras del narcotráfico, los programas de cable basados en casos reales de los aeropuertos y mínimo una novela / serie / película / documental por año basada y recontra basada en la vida de Escobar.
Nos juzgan tan mal, que un día en una discoteca de Varadero se acercaron unas danesas a hablar con mis amigos y como yo era una de las pocas que medianamente chapaleaba el inglés por esa época, me pusieron de traductora y mientras ellos creían que las mujeres querían coquetear, ellas habían descubierto que éramos colombianos y por consiguiente asumieron que cargábamos droga para vender. Lamentablemente es la reputación que nos persigue y la única forma de enfrentarla es demostrando que los colombianos estamos hechos de coraje, inteligencia y valores, no de polvo banco.
El lunes pasado viendo las noticias del medio día, la conversación con mi jefe retumbó en lo más profundo de mi cabeza. Según él, la mayoría de los latinos huyen de su país debido al miedo, mientras aquí, a unos cuantos kilómetros, un americano militante del Estado Islámico le disparaba a un centenar de personas inocentes en una discoteca por razones que solo él y su retorcido razonamiento religioso, psicológico, emocional —o quién sabe qué—, entenderían. Una persona que cargaba consigo una investigación del FBI por vínculos terroristas tuvo acceso a una de las armas más letales inventadas hasta ahora y en menos de tres horas desató el caos y convirtió la masacre de Orlando en la más grande de la historia de los Estados Unidos después de la caída de la Torres Gemelas.
En medio del estupor, mis compañeras —colombianas también— y yo nos miramos y fue claro que nuestro pensamiento coincidía. ¿Están seguros que es Colombia el único que tiene problemas de seguridad? Viviendo aquí tal vez no fuercen las ventanas del carro para robarse el radio o se cuelguen de los espejos en cada semáforo, probablemente no me encuentre uno de cada tres taxistas con taxímetro adulterado o pueda caminar entre la multitud sin tener que apretar el bolso y vigilar la cremallera. Pero estando aquí, no sé en qué momento me voy a topar con algún desadaptado en un cine, un supermercado, un colegio o un bar. Es como si la lógica de ambos ejemplos fuera en direcciones opuestas, lo que es muy peligroso allá es seguro aquí y lo que es seguro allá es potencialmente riesgoso aquí.
No soy partidaria de vivir con miedo y mucho menos de escribir desde el miedo, y por eso sé que la lucha contra el terrorismo no se puede reducir al esfuerzo de los grandes potencias por detener estos movimientos extremistas ni el que hacen países como Colombia para combatir los grupos armados y enfrentar la delincuencia común de las ciudades. Se puede poner un grano de arena, o mil granos de arena desde nuestros actos a diario, desde escoger bien las palabras que usamos para referirnos a nuestro país hasta dejar de alimentar el morbo de las redes sociales con memes de Escobar por cada evento aleatorio que amerite ver una foto del actor Andrés Parra rayando una libretica, o simplemente hacer énfasis en la infinidad de cosas maravillosas que tiene nuestro país cuando nos empiecen a bombardear con juicios preconcebidos y karmas comunales debido a la historia que nos precede.
Tal vez es una ironía que los muertos en la masacre de Orlando fueran en su mayoría latinos, o que una madre hubiera asistido a la fiesta para apoyar a su hijo gay y que de los dos, solo él sobreviviera para dar testimonio de la tragedia que enluta, no solo a los Estados Unidos, sino al mundo entero. No es un asunto de razas, de nacionalidades, de creencias o de preferencias sexuales. Problemas hay en todas partes: inseguridad, hostilidad, violencia de género, falta de garantías para criar hijos en ambientes confiables. La lista es interminable.
Viviendo en Estados Unidos me he dado cuenta que te pueden vender mil cosas para tener un estilo de vida saludable (incluso hay secciones en el supermercado exclusivas para diabéticos, para deportistas, para los que consumen solo orgánicos, para los que quieren hasta el agua libre de gluten) o te pueden vender mil cosas para matarte (es como vivir en hamburguesalandia y malteadalandia), pero cada quien puede tomar la decisión del camino que debe tomar y cómo se enfrenta a los retos de su desarrollo personal y cómo rebate las opiniones de otros con actos que demuestren que no se puede generalizar.
Hay que construir el futuro más desde la tolerancia y menos desde el auto-bullying y la sumisión. Si un día llega un extranjero o cualquier persona y les dice que en Colombia hay muchos problemas, respóndanle con confianza que su país también los tiene y pregúntenle qué está proponiendo él o ella para cambiarlo, qué esfuerzo está haciendo más allá de un par de likes en Facebook o despacharse en Twitter. Y qué estamos haciendo nosotros, además de indignarnos porque los goles de la selección opacan a los niños de la Guajira. Qué estamos haciendo todos para no tener miedo… para cambiar el mundo.
Yo, trasnocho escribiendo un desvarío. Para ver si por lo menos comienzo cambiando el mío.
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Blog Personal: Desvariando para variar…