Queridos lectores:

Con gran pesar debo hacerles una confesión que puede rompernos el corazón a todos: tengo la peligrosa sensación de estar madurando.

Lo sé, esto debió suceder hace mucho, mucho tiempo, pero por alguna razón que desconozco no estoy haciendo un mohín por algo que hace unos meses desencadenaría horas de drama. He dejado de envidiar a las parejas felices y de querer gritarles en la calle que el amor se acaba.

También he abandonado la mala costumbre de dar likes por compromiso y de celebrarle a cada mujer embarazada el hecho de honrarnos con el milagro de la vida cuando siento que ya no cabemos tantos en este planeta. Tal vez sea una consecuencia obvia de haber dejado de recibir mensajes subliminales de mis tías para que tenga mis propios hijos, una vida normal y ‘me realice’ como mujer, cuando mi idea de realización es ganar la batalla contra el GPS en una ciudad gringa donde reinan los automáticos, después de estar acostumbrada a conducir un carro con cambios.

Mi idea de realización es haber huido de mi propia vida para construir una nueva, y desde que eso pasó me cuesta ver las cosas como las veía antes: las personas, la comida, la televisión, las noticias, el amor, los hombres, el futuro, la familia, la estabilidad. Es verdad, no soy la primera ni la última persona en el mundo que deja atrás su casa y sus cosas para irse tras una oportunidad o un cambio, pero como para mí sí es la primera vez, todo se ha vuelto un asunto de expectativa vs. realidad que divierte y asusta en igual proporción.

En las familias tradicionales latinas es normal que los hijos solteros permanezcan en casa de los padres sin importar la edad y de hecho, prácticamente se toma como una ofensa que se busque la independencia a menos que sea para vivir con otra persona o contraer matrimonio, lo cual por supuesto, no rima de ninguna manera con la palabra independencia. Convencer a los padres que vivir separados no es sinónimo de abandono y olvido, es una de las misiones más complicadas para quienes emprenden ese camino.

Mi argumento antes de salir de casa y ahora que estoy lejos siempre fue el mismo: decidan si me quieren cerca o me quieren feliz. Y no precisamente porque viviendo con mis padres no fuera feliz, ¡Lo era! Contaba con un gran apoyo y el amor más grande que cualquier persona pudiera recibir; crecí con personas que jamás cortaron mis alas, todo lo contrario, hicieron lo imposible para que yo fuera capaz de perseguir mis sueños. No obstante, hay un punto de nuestra vida, que no podría decir exactamente cuándo ocurre o cuál sea la motivación, pero se hace inminente la necesidad de poner un alto y volar, incluso si no se tiene un rumbo fijo o un plan muy elaborado, lo importante es volar.

Podría culpar incluso al mismo reloj biológico con el que me amenazaban las tías, o simplemente decir que tengo demasiadas vísceras o demasiadas alas para conformarme con lo que la vida me estaba ofreciendo. El caso es que, con la mano en el corazón, con la frente en alto y con la certeza de que esto rompería muchos corazones (y no de una forma romántica, créanme) tomé mis cosas y me fui. Pero como yo siempre he sido muy exagerada para todo, no podía simplemente rentar un apartamento a dos cuadras o irme a vivir cerca al trabajo, o levantarme un roomie para pagar un cuartito con WiFi y servicio de lavandería.

Como yo suelo hacer las cosas drásticamente, acabé viviendo a muchos, pero muchos kilómetros de casa en un lugar completamente ajeno, sobreviviendo a la novedad de vivir con estaciones y a un idioma donde el slang marca la parada —y en esta zona no suena como Sofía Vergara en sus diversas actuaciones haciendo de ella misma: la latina voluptuosa, agradable, con sabor y con una dicción absolutamente entendible—, que dicho sea de paso, ha marcado un estándar bien curioso para nosotras ‘las demás’, que aunque tenemos nuestro encanto —porque no hay por qué darnos duro, pues—, evidentemente no encajamos en ese perfil, y mucho menos yo con mi falta de ritmo y de coordinación mano-ojo.

Sin embargo, a pesar de todo eso las cosas han salido mucho mejor de lo que yo pensaba. Al menos me reconcilié con mis talentos culinarios, aunque durante los primeros días estuve alimentándome de sopas coreanas instantáneas y ravioles enlatados, de esos que mi mamá nunca me dejó comer por estar llenos de conservantes, preservativos y fabricantes enviados por el mismísimo patas. Cuando le conté en una de nuestras interminables llamadas de WhatsApp no sabía si reír y llorar. Lo bueno es que ella también se reconcilió con la tecnología y ahora es amiga de Facebook, de FaceTime, y de todas esas cosas que antes le parecían excusas mías para perder el tiempo.

Estoy lejos, lo sé, pero cada día me siento más cerca de algo, aunque no esté segura de qué. Tal vez cerca de mí misma —bien dicen que primero hay que perderse para poder encontrarse—. Creo que eso es lo que está pasando. Por primera vez en mucho tiempo no me angustia la vida ni lo que viene, ni la estabilidad de la que tanto he oído hablar últimamente, no me asusta el fracaso o no desarrollarme como profesional, ni ‘realizarme’ como mujer. Probablemente es la adrenalina de saber que cada día me encuentro con cosas nuevas y que lo desconocido siempre tiene el 50% de probabilidad de ser algo bueno. Vivo en ese cincuenta como si fuera mi cien y colgué faroles de colores en la pared del mini estudio que improvisé —desde donde escribo estas letras— para que me iluminen y no dejen que esta incandescencia repentina con sabor a subidón de energía, se apague en el corto plazo.

Vamos a seguir desvariando. Vamos a ver cómo nos va.


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Blog Personal: Desvariando para variar…