El primer gran amor de mi vida se llamaba Alejandro. Lo recuerdo bien: cabello castaño, ojos marrones… era todo lo que podía soñar. Cuando sonreía se le hacían hoyitos en las mejillas y cuando se enojaba, una prominente vena brotaba en su sien. Era inteligente, guapo y un oponente digno en mis imaginarios retos intelectuales de niña de siete años: “se escribe october, no octuber, profesora…”. Sí, yo era esa clase de ñoña. Creo que fue ese día que conocí la bonita vena brotada. Me odió, lo sé, y yo lo amaba tanto que esperaba con ansias cumplir un par de años más y tener valor suficiente para hacérselo saber de alguna manera. Pero cuando acabaron las vacaciones, el primer día de clases en tercero de primaria, mi corazón se rompió en millones de pedazos. La apabullante verdad me envistió con toda su crudeza: Alejandro se había ido.

Durante los siguientes tres o cuatro años estuve pensando que jamás volvería a encontrar el verdadero amor y que mi única opción era sentarme en el parque a esperar que Alejandro regresara. Fantaseaba con un probable encuentro, me imaginaba cómo sería su regreso, le diría lo mucho que lo quería y que ese día que usé el vestido de flores y me recogí el cabello en una cebolla monumental que parecía una corona, lo había hecho por él y solo por él, para que supiera lo linda que podía ser cuando no traía encima el terrible color café del uniforme del colegio. Pero lo más importante era que apenas lo viera, le daría un beso de esos de las telenovelas, esos que hacen que el mundo alrededor se vea de colores y nos dé vuelta en espiral porque esos besos son magia pura.

Pasé un buen tiempo de mi infancia pensando que si Alejandro no volvía, yo jamás iba a saber lo que era un beso de amor porque si no era él no tenía chiste. «Uno solo puede darle un beso a alguien de quien está muy enamorado, el papá de sus hijos» pensaba y defendía mi postura con vehemencia hasta que un día, intempestivamente, alguien que está muy lejos de contarse entre los amores de la vida de cualquier persona, me robó sin vergüenza, la idea bonita del beso de amor perfecto y lo reemplazó por una incómoda capa de saliva cubriéndome las mejillas mientras su lengua buscaba infructuosamente instalarse en mi garganta. La oscuridad de aquel bar no le ayudaba mucho y yo solo quería salir corriendo, subirme en el primer bus y olvidar que un día por puro aburrimiento le compartí mi Messenger a un tipo con síndrome de pulpo.

Creo que se llamaba Óscar, ya no estoy muy segura, lo único que sí sé es que al día siguiente me sentía fatal. Entre Alejandro y Óscar, mi experiencia se redujo a unos cuantos besos adolescentes por jugar a la botella o a la verdad o se atreve, nada serio, nada del otro mundo, compañeros de colegio que me ayudaron a perder el miedo y me explicaron cómo funcionaba el asunto. De cualquier modo, si Alejandro no iba a volver no me podía —y tampoco quería— morir en la ignorancia. Pero conocer a Óscar fue otra cosa, fue salir de la zona de confort, fue pasar de besar al amigo que prácticamente te entrega un manual antes de juntar sus labios con los tuyos, para entrar de repente en terreno desconocido, árido y sin pizca de respeto por el espacio vital de la otra persona; los ojos ardiendo de ganas pero sin la más mínima intención de quedarse y jurarse amor eterno. Y todavía me faltaba entender una realidad más grande y mucho más complicada que la de los besos en confianza y los transgresores, una realidad que no tiene precedente y no viene con manual: la del sexo y el amor.

Han pasado muchos años desde el fatídico encuentro con Óscar y muchos más desde la última vez que vi a Alejandro a la salida del colegio despidiéndose de sus compañeros de clase sin imaginar que sería para siempre porque su mamá consiguió un trabajo en otra ciudad y se lo llevó lejos. Y sin embargo, como este mundo es un pañuelo y nada, a excepción de la muerte, es realmente para siempre, recibí esta versión de los hechos de los labios del mismo Alejandro. Un día cualquiera, en un centro comercial cualquiera, sentí cómo un par de ojos me analizaban desde una prudencial distancia mientras yo hacía fila en el cajero del banco.

Hablamos de todo, nos reímos de la vida y las casualidades que al final acaban siendo causalidades, me contó que había pasado por otros tres colegios pero que solo estuvo fuera de la ciudad un año. Su mamá se casó de nuevo y ahora tenía una hermana menor. Encontrarme con él fue muy emocionante y en algún momento pensé en contarle cómo había sido el proceso aquel de superar el gran amor que yo decía sentir por él a los siete años y cómo ahora, más de veinte años después y bajo unas condiciones diametralmente opuestas y un contexto que nada tenía que ver con aquel entonces, jugaba a superar otro gran amor que también decía sentir por alguien más.

Sin embargo, no lo hice. Es curioso porque siempre he creído que los temas de amores y desamores merecen siempre ser expuestos, liberados del sistema para evitar enfermedades y conflictos internos, pero con el tiempo he aprendido que no a todo el mundo le importa y sobretodo, que hablarle de eso a alguien que podría estar potencialmente interesado en nosotros es lo más mata pasiones del mundo. Y yo quería que él potencialmente estuviera interesado en mí.

No era tan alto como esperaba o como me lo imaginé. Los ojos marrones seguían siendo profundos a pesar de las pocas arrugas que los surcaban. Tal vez es porque ha sonreído mucho durante estos años, qué bueno, pensé. Se rió de mi comentario sobre sus dientes porque le recordé que la última vez le faltaban dos, apenas los estaba mudando. Y yo aun así moría por él. Conversamos un largo rato, decidimos volver a vernos y así fue. Durante dos o tres meses estuvimos encontrándonos esporádicamente para tomar café o para almorzar. De vez en cuando bebíamos cocteles y cuando el licor comenzaba a hacer efecto me confesó que llevaba seis meses solo y que había estado con su última novia por cuatro años. Cuando llegó mi turno le resumí todo diciéndole que era la campeona de los amores fugaces y los encuentros fortuitos que acababan convertidos en huracán.

La noche de la confesión, después de dos cervezas y un margarita enorme, acabamos en el lugar donde el tequila suele llevar a la gente de voluntad frágil y carencias indeterminadas, allí donde dejamos la humanidad en la puerta para fluir bajo el manto invisible de una necesidad básica y primitiva que a muchos condena pero en la que otros encuentran redención. La cabeza me daba vueltas pero era perfectamente consciente de dónde venía y para dónde iría después. Y por un instante volví a ser una niña de siete años esperando ese primer beso de amor que estaba llegando muchísimos años después con la vehemencia propia que da la espera y la experiencia. Me hubiera gustado tener la oportunidad de cerrar los ojos y hacerlo como lo imaginé a esa edad.

Mi mente en cambio volaba entre el recuerdo de mí misma fantaseando con volver a ver a Alejandro en tercero o en cuarto o en quinto de primaria, para darle ese beso de amor verdadero, mientras su lengua en la vida real recorría mi espacio vital… y un recuerdo diferente: el del otro con quien me sentía inmortal y a quien en el fondo creía que le pertenecía. Ese otro al que venía llamando inconscientemente amor de la vida hace un buen tiempo y quien sin mirar atrás me había dejado en ese limbo incómodo de la ausencia y las respuestas que no llegan, para convertirme en la mujer que era esa noche: alguien que ubica los conceptos de sexo y amor en el mismo plano astral y que luego está armando rompecabezas inútiles para entender por qué, si por fin había logrado el tan mentado acercamiento con el primer hombre que amó —y ese beso de su imaginación estaba adquiriendo magnitudes insospechadas de placer inexplorado—… se sentía infinitamente vacía.

Estoy segura de que él se sintió exactamente igual. Habíamos cumplido la cuota, el pendiente ya no estaba pendiente y uno de los interrogantes más importantes de mi historia se había resuelto, con un componente adicional: a los siete quería saber lo que se sentía besar a Alejandro y cuando por fin lo hice, tal vez no era tan amor ni tan de la vida y probablemente tenía que replantearme todo de nuevo y empezar de cero sabiendo que la expectativa siempre dista bastante de la realidad y ahora solo quería desandar los caminos recorridos y abrazar de nuevo ese momento donde el sexo y el amor tenían una relación genuina de intangible e inocua reciprocidad, ese lugar que olía a hogar y a ansiedades ardiendo, a compases de música y luces que nacen de las entrañas y todo alrededor se vuelve incandescente y perfecto. Pero era demasiado tarde, nadie puede devolver el tiempo y nuestra realidad era otra.

Alejandro y yo nos tomamos de la mano mientras caminábamos hacia la parada del bus. Durante el desayuno conversamos sobre un sinfín de cosas triviales pero jamás nos permitimos interiorizar en esa sensación de vacío que nuestros ojos delataban y sin decirnos nada decidimos unánimemente que era mejor así. Nos quisimos, no tengo la menor duda, y no fue un accidente lo que pasó. Al final, nos dimos la mano para decirnos sin palabras que estábamos ahí para apoyarnos mutuamente y que sin importar lo lejos que nuestros corazones estuvieran de ese lugar, nuestros cuerpos habían aprendido una valiosa lección: la vida es un ciclo que siempre se cierra y luego vuelve a empezar. Siempre concluimos lo que empezamos, no importa cómo ni cuándo, no importa si sale bien o mal, al final las respuestas nos abren nuevos interrogantes y sin querer acabamos regresando a ese lugar del que nunca quisimos, o nunca debimos salir.


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