No lo soy en la cuenta bancaria, en las propiedades, en la fama, en la coordinación, pero en el amor, pueden llamarme Lio. Yo en el amor soy Messi. Y fíjense bien en la ambigüedad de esa expresión. Sí, soy Lio, y sí, soy un lío. Ahora, ¿a qué viene tanto juego de palabras innecesario para arrancar un desvarío? Pues bien, se los explicaré.
Después de la pasada Copa América Centenario, la cual pasé en su mayoría empacándome de Tostitos y renegando frente al televisor, la conclusión que a todos nos quedó luego del partido Argentina vs. Chile es que hasta los más tesos, los más valientes, los mejores —por no decir de frente “El Mejor”— arman pataletas y dan clases de dramatismo en los momentos más inapropiados.
No recuerdo bien por qué, pero no pude terminar de ver el partido, así que la tanda de penaltis me la sufrí virtualmente a través de WhatsApp. Cuando me dijeron que justo Messi había errado, mandando el balón a la mismísima Conchinchina, me dije a mí misma: si este pibe —como les dicen en su país de origen— puede fallar en un momento definitivo, ¿qué esperan de nosotros, los mortales?
Me dio tristeza, no lo puedo negar, aunque honestamente nunca he seguido a ninguno de los dos equipos. Yo soy de esas fanáticas estacionales del fútbol que siguen a la Selección de su país, se saben el nombre de los tres o cuatro jugadores que más salen en comerciales, no entiende bien las alineaciones, no ha podido comprender la complicada ciencia de los fuera de lugar y está más preocupada porque a James no se le vaya la mano con el agua oxigenada que con su rendimiento deportivo. Pero el día de la final, cuando vi a Messi llorar sentí legítimo pesar.
Está bien, aquí es donde vienen todos a decir que no debemos preocuparnos por él porque igual seguirá manteniendo sus millones en el banco —y sus problemas con el fisco— mientras que nosotros al día siguiente tenemos que levantarnos a sudar la gota gorda y ganarnos en pan con mucho esfuerzo. Pero no me pueden negar que ver a un hombre llorar en cualquier circunstancia es algo muy conmovedor, y mucho más cuando uno empieza a dimensionar la frustración y la impotencia que acompañan esas lágrimas al caer en cuenta que no es la primera, sino la tercera vez consecutiva que un título internacional se le escapa de las manos y que además, indirecta y directamente, todo el mundo le puso sobre los hombros la responsabilidad de arrastrarse al resto de su equipo.
Y empiezan las comparaciones inevitables y los juicios de los que se creen expertos. La mayoría de ellos basan sus teorías en la experiencia que tienen jugando FIFA 2016 o viendo los partidos con un six pack de cerveza en la mesa. Que Argentina no es Barcelona, que Iguaín no es Iniesta, que Lavezzi no es Neymar, que bla, bla bla, bla, y al final lo único cierto es que si ganaban era el triunfo de todo un país, pero como perdieron, la derrota fue de uno solo… del pobre Messi.
Y yo soy Messi en el amor. El que todo lo ha hecho bien, que ha tenido suerte en la vida, ha sido disciplinado, aplicado, eficiente, ha cuidado los detalles y sí, se ha dejado cargar encima todas las responsabilidades que han querido ponerle únicamente para no decepcionar a su gente, a sus fans, a su país. Ha ganado mil trofeos, ha recibido mil felicitaciones, es el mejor, sabe que lo es, es consciente de que lo es, pero lo único que ha perseguido con vehemencia es un título que le permita ser catapultado en la historia como el mejor del mundo, con todos los honores. Ha tenido títulos con otros equipos, ha sido profeta fuera de su tierra, lo reconocen en todas partes, pero se sigue sintiendo incompleto.
Maradona en cambio, es como esa amiga que se casó joven y que a la edad de Messi había sido campeón del mundo, de la galaxia, del universo —novia eterna y mamá— y no sé cuántas cosas más y ahora viene a mirar a Messi por encima del hombro y decirle: «no debes sentir que por no ganar un título mundial eres menos, pero te va a dejar el tren. No importa que tus jugadas sean de ensueño y que parezcas un ser de otro mundo, te falta el centavito para el peso».
Somos Messi en el amor. Lo logramos todo, estamos llenos de mérito, coronamos mil metas, ganamos muchas batallas, nos dan premios a la excelencia y el mundo sabe que somos excepcionales, pero siempre nos está recordando que hay algo que, sin importar el esfuerzo que hagamos, no tenemos y al parecer no vamos a tener, algo que muchos ya han obtenido a veces sin intentarlo, sin desearlo siquiera, ese logro que nos satisfaga, que nos compense la espera, que nos llene de gozo y nos perpetúe. Cuando estamos a punto de obtenerlo, en ese último minuto, la redención, la definición desde el punto penal, mandamos el balón a la estratósfera y un rato después estamos llorando —o escribiendo desvaríos— asegurando que renunciamos a la Selección, a los intentos… a creer. Que renunciamos al amor, básicamente.
Espero que Messi sea como yo también. Que patalee un ratico, que pase la tusa de la Copa con un par de Margaritas y que por la mañana con todo y la resaca se levante pensando que tal vez no es tan grave, que detrás de cada bus siempre viene uno detrás, no importa cuánto tarde, que con un acetaminofén y unos dos litros de agua va a volver a ver la vida con optimismo y vendrán más Copas, más partidos con Chile, más oportunidades de revancha. Y para nosotros vendrán también más miradas indiscretas, más tiros al arco, más besos inesperados, más ataques frontales, más llamadas sorpresa, más faltas dentro del área, y por supuesto más tarjetas rojas, lágrimas y amenazas de renuncia, pero nos levantaremos, nos sacudiremos y seguiremos entrenando… para el próximo partido que ojalá esta vez sea un poco más que amistoso.
Facebook: Erika Ángel Tamayo
Twitter: @eangelt
Blog Personal: Desvariando para variar…
jejeje me gustó
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Excelente, me gusto mucho.
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🙂
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Divertido, emocional, sincero…
Me sentí identificado…
Muy bueno este desvarío!
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