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No ha sido fácil. Ni siquiera voy a tratar de suavizar las cosas ni fingir que soy muy fuerte. La muerte de mi abuela fue algo que, no solo cambió el rumbo de muchas decisiones, sino que ha sido uno de esos tragos amargos que uno no alcanza a sanar ni con un conteiner de Ranitidina.

No fui la mejor nieta. No puedo alardear. También, al igual que todos, caí en el juego egoísta de la costumbre de saberla con vida, viviendo como un fantasma desde hacía un buen tiempo, conformándome con saber que su corazón latía y que respiraba, preguntando por ella esporádicamente o mandándole saludos inertes por teléfono. Pero ella ya se había ido. No ahora, no hace dos meses que abandonó por fin ese cuerpo que tantos achaques tenía, que tanto le pesaba, que casi la obligábamos a cargar para sentiros libres de culpa y no tener que llorar ausencias. Ella se fue mucho tiempo atrás, cuando se quedó sola.

Un montón de hijos y otro montón más grande de nietos turnándonos el compromiso semanal de visitarla, no sin antes soltar el respectivo discurso del “¿por qué yo?” o “¿qué vamos a hacer con ella cuando no se pueda mover?”. Rondaba los noventa y aún cocinaba, hacía sus quehaceres, se vestía solita y recordaba la mayoría de los nombres. No usaba anteojos y enhebraba agujas mejor que cualquier costurera joven. Pero se fue quedando sola y prefirió dejar que su mente empezara a tomar vuelo antes de ser consciente de esa soledad, de que se había quedado sin nada, de que pasó los últimos meses al cuidado de una de sus cinco hijas, en una casa que siempre le fue ajena y sin entender del todo porqué se habían repartido las dos o tres cositas que tenía, como una herencia en vida, sin avisarle y sin decirle dónde estaba lo demás por más que preguntara e insistiera en averiguar qué fue de esto o qué fue de aquello.

Pero mi abue no tenía nada más que un par de saquitos y dos tacitas de té. Nada que sus descendientes tuvieran que pelear: no propiedades, no títulos, nada de dinero. Apenas unas piyamas que me cedieron pensando en el invierno gringo y las dichosas tacitas de mi difunta bisabuela. De resto no había cómo acercarse a ella por interés, todo lo hacíamos movidos por un amor inmenso y de alguna manera por el miedo que tenemos los seres humanos de cargar con el karma o con la imagen nefasta de actuar como un mal hijo.

Y yo también la dejé sola. Cuando empecé a sentir que se estaba yendo la dejé libre y hasta le mentí diciendo que volvería en un mes, en dos semanas… el próximo domingo. Al final no creí que lo notaría, ella ya se estaba yendo y yo quería volar lejos, sentirme grande, salir del país, ganar en dólares… estar sola. Di por sentado que ella estaría ahí cuando volviera.

Tengo su foto en todas partes. En el celular, en los perfiles, en las paredes. Ella empezó a irse lentamente y yo no me imaginé extrañándola. Es normal, pensé, seguiré viviendo como si estuviera en Bogotá, donde la tía. Al cabo que ella ya ni me recuerda, como no recuerda ir al baño o tomarse las medicinas, como se está olvidando de comer, según los relatos de mi mamá. Yo estoy aquí y ella allá. Nada cambia, todo pasa.

Su rostro diariamente me recuerda que no es verdad. Ella me amaba y yo a ella, incluso más de lo que estaba dispuesta a reconocer. Y ahora cada mañana me miro al espejo y sé que me convertí en ella, con esta soledad que me agobia y la inevitable sensación de estar perdiendo el rumbo y haber dejado de importarle a la gente, aunque no sea verdad, aunque sea solamente el efecto de una fiebre intensa a la madrugada, producto del inclemente frío que viene atado al invierno que está llegando y al cual soy alérgica, esa sensación de no poder correr a la habitación de mi mamá para decirle que me sangra la nariz y me duele hasta la conciencia. Tal vez sea solo eso, o que los vacíos en la distancia se vuelven cráteres. Tal vez.

La llevo conmigo a todas partes, hablo con ella todo el tiempo, le pregunto si está de acuerdo, le pido opiniones y le ofrezco disculpas por mis barbaridades. No quiero que se sienta sola. No quiero pensar en su ausencia. No quiero imaginar a mi mamá en navidad sin ella, sin ella y sin mí. No quiero contemplar los escenarios que la realidad me otorga. Quiero pensar en ella diciendo este domingo “venga más seguido” y volverle a mentir. Quiero mentirme a mí misma y decir que este desvarío no es sobre soledades sino futuros encuentros.

Quiero a mi abue, la quiero conmigo. Aunque lo único que me quede de hoy en adelante sea su foto junto a mí, nuestra risa escandalosa en un video… y este desvarío.


Facebook: Erika Ángel Tamayo

Twitter: @eangelt

Blog Personal: Desvariando para variar…

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