Teresa tiene tal vez unos dos o tres años más que yo, pero ya me habla como una mamá. Está pendiente de mí, me prepara café, se preocupa por mi salud y porque el aquel no me rompa el corazón. Siempre me saluda con un abrazo y esa sonrisa bonita que le ilumina el rostro.
Teresa tiene tres hijos: un adolescente de dieciséis, una niña de once y el menor que acaba de cumplir ocho. Está casada con Pedro, trabajador incansable como ella y diez años mayor. Ambos vienen de algún país de Latinoamérica en donde las oportunidades son escasas y la promesa del sueño americano ronda las esquinas desde la infancia. El tío que coronó, la prima que se casó con el gringo, el hijo del señor de la tienda que cruza el hueco dos o tres veces al año y un sinfín de historias que germinan en sus cabezas y muchas veces los alejan de la escuela o de cualquier plan de crecimiento personal o profesional en su país porque no importa cuánto se esfuercen, nada se compara con ganar en dólares.
Lo cierto es que a Teresa nunca le gustó la escuela, me lo confesó un día con esa misma actitud dicharachera con la que me pregunta frecuentemente por el aquel y si es bueno en la cama y me hace feliz. Yo suelto tremenda carcajada cada vez que me toma por sorpresa. No acostumbro a hablar de eso con nadie y no es morronguería, es solo que me parece inapropiado. Pero con ella es fácil hablar, es fácil dejar fluir las cosas, es fácil ser uno mismo porque ella es siempre ella: transparente, amable… buena como el pan.
Me cuenta que está feliz y triste al mismo tiempo. Feliz, porque un abogado le está ayudando a resolver su situación en el país. Ni ella, ni su esposo, y mucho menos sus tres hijos tienen documentos legales para estar en Estados Unidos. Le pregunto si eso le produce miedo y me dice que no, que ella ya tiene su vida aquí, tiene su casa, ha comprado dos carros, vende comida los fines de semana y sus niños van a una escuela donde más de la mitad de las materias se dictan en inglés así que el idioma no será un problema como lo ha sido para ella y para su esposo.
No hablar correctamente inglés limita sus opciones de trabajo. Pero eso no la ha detenido. Limpia casas de lunes a miércoles mientras que los jueves y los viernes hace aseo en el restaurante donde trabaja su esposo. El sábado y el domingo ella prepara recetas de su país y las vende a sus conocidos. Y el poco tiempo que le queda libre se lo dedica a sus pollitos, como los llama de cariño. Pasó mucho tiempo lejos de ellos, los dejó con la abuela y apenas un par de años atrás tuvo oportunidad de traerlos. No le he preguntado cómo lo hizo. Siempre pienso en todas esas revisiones de aeropuerto y me imagino la tensión con la que viven. Aunque no debe ser nada comparada con cruzar un río salvaje con las maletas en la cabeza y probabilidades de ahogarse.
El escenario me inquieta y prefiero cambiar el tema. Le pregunto por qué está triste. Su papá ha estado enfermo y ella no puede ir a verlo; el abogado le advirtió que están en un momento crucial de su proceso inmigratorio y si se mueve del país puede perder lo poco o mucho que ha ganado. Pero ella quiere ver a su padre. Aunque ha estado enviándole dinero todos los meses, lo suficiente para vivir mejor de lo que podría vivir si ella estuviera allá, nada compensa el vacío que se le instala en el alma cuando se imagina que él podría morir y ella no alcanzaría a despedirse.
Conozco a sus hijos. Las facciones los traicionan: bronceados, de cabello negro y ojos expresivos, latinos de pura cepa, hasta la forma de caminar los delata. Y sin embargo, hablan un inglés atropellado pero fluido que se les está convirtiendo en lengua nativa, tal como cuando empezamos a hablar siendo niños, antes de aprender gramática y ortografía, se les oye natural y me gusta, me alegra que tengan oportunidad de ser bilingües. Creo que eso les abrirá muchas puertas.
Pero a veces las cosas no son como uno espera. Esos niños están creciendo como copias de sus padres, esperando tener edad suficiente para conseguir un trabajo de diez horas diarias, un día libre a la semana y la esperanza de hacer suficiente dinero para volver a su país de origen y construir una casa para los padres, para los abuelos, abrir un local en una esquina del barrio o simplemente, pagar el abogado que les permita quedarse aquí y continuar con el ciclo eternamente. La escuela es para los gringos, los dólares son para ellos.
Teresa no quiere eso para sus hijos. Quiere verlos graduarse de la universidad, quiere verlos con corbatas y trabajos importantes. No quiere que sus manos se llenen de llagas y cortaduras por estar lavando platos en un restaurante de esos donde el muro que divide la cocina del comedor principal es exactamente el muro que recién posesionado presidente Trump quiere construir. Miro a Teresa y me pregunto qué puede estar pensando mientras lo vemos tomar el poder en televisión. Ella presta atención a lo que dicen aun cuando sé que algunas de las cosas que están diciendo se le escapan. Me hace un par de preguntas y yo trato de traducir lo mejor posible.
Me preocupa Teresa y sé que ella está preocupada también. Detrás del muro está la cocina donde su esposo prepara platillos italianos como el más experto de los chefs aun cuando no ha visitado jamás el país con forma de botita, para que los que están del otro lado, en el comedor, tengan una experiencia sublime en su paladar y paguen exorbitantes sumas por un Vitello al Parmigiano o un Linguini Fra Diavolo que fue hecho por uno de los tantos latinos indocumentados que los clientes jamás ven pero que muchos de ellos consideran una amenaza para la grandeza de su país. Un temor que en gran medida los llevó a votar por Donald Trump el pasado noviembre.
El muro ya está construido, Señor Presidente. Y no, no es simbólico. Está en cada uno de los restaurantes donde los clientes llegan con una camiseta que dice Make America Great Again mientras saborean extasiados platos preparados por manos ilegales que lo único que anhelan es tener la oportunidad de ser tratados como personas y no como una plaga que hay que exterminar.
Teresa es mi amiga y la quiero. Sé que ella ha aprendido también a quererme. Nuestra visión del mundo es distinta quizás porque nuestras oportunidades en la vida no han sido las mismas, pero aun así su lucha es mi lucha y sus sueños al final de cuentas, también son los míos —que dejen de usar la palabra ‘cartel’ en todas y cada una de las conversaciones que entablan conmigo, por ejemplo—. Al final, estar aquí legal o ilegalmente no cambia las cosas, el futuro es incierto para todos.
Me voy con Teresa para Starbucks a tomarme un café. Se burla de mí porque le cuento la historia de la primera tienda de esa franquicia en Colombia, de la gente haciendo fila para comprar un tinto en el país que todos conocen como el mejor productor de café del mundo. Sí, eso para mí también fue algo risible. Al menos conseguí que Teresa se animara. Ya tiene suficiente con lo de su papá, no quiero que Trump le quite la sonrisa y la paz, no quiero que deje de ser esa persona desenfadada que habla sin pelos en la lengua. Necesito una amiga para contarle del aquel, y necesito inspiración para muchos, pero muchos desvaríos.
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