Es mi primer invierno. Me refiero a la estación como tal, la época del año. Muchos podrían pensar que no debería sorprenderme puesto que nací y crecí en Bogotá y la gran mayoría de foráneos que visitan la capital de Colombia se la pasan comparándola con una nevera. Pero créanme, el verdadero invierno —y mucho más en esta parte de los Estados Unidos— no tiene nada que ver con un día normalmente frío de mi bella ciudad de origen. Además, con todos esos asuntos del cambio climático y el calentamiento global, en Bogotá se ha puesto de moda la blusa de tiritas.

Pero en fin, no abandoné mi mutismo de casi dos meses ni desempolvé la contraseña del blog para hablar del clima. Ese es mi tema genérico en dos situaciones específicas: a) No responder escuetamente un saludo —¿Cómo estás? / Bien, con calor, ¡es tremendo! / Bien, con mucho frío. Creo que voy a perder las falanges—, o b) Para ignorar al monstruo misántropo que vive en mí y que odia a un pequeño porcentaje de la humanidad, y poder así hacerle la charla a cualquier persona con la que no tengo nada de qué hablar.

Por supuesto, todo este cuento de las estaciones viene con su respectiva carga de cliché. Al darme cuenta de que el verano pasó sin pena ni gloria y que el otoño no me trajo mucho más que el descubrimiento de los hermosos colores de las hojas cayendo de los árboles, y por supuesto, después de sentar cabeza sobre los catastróficos efectos de mis últimos romances, decidí que el invierno era la estación propicia para encontrar a alguien con quien calentarme los pies y el alma.

La verdad es que no tuve que hacer mucho esfuerzo. A principios de noviembre pasado, en menos de tres días había olvidado mi nombre al presentarme, me habían dado el número de teléfono en un papelito —a la vieja usanza— y me habían ofrecido un ride y una cerveza acompañados de una sonrisa tan encantadora que podía, sin duda, derretir el hielo que me cubría el corazón. No lo puedo negar, sentí miedo. Las cosas no suelen dárseme así de repente, mucho menos que alguien me guste y yo le guste al mismo tiempo o que ese alguien demuestre su interés y exponga sus intenciones. Pero pasó, y en muy pocos días estaba viviendo un idilio de esos que sonrojan y que te animan a preparar cenas súper elaboradas. Sin querer comienzas a hacer planes, a esperar, a extrañar, a imaginar qué pasaría sí…

Y llegas, también sin querer, a ese punto en el que no tienes más remedio que sucumbir y dejarte llevar por el remolino de esas emociones que te atraviesan y que a la vez se van instalando en diferentes partes de tu organismo. Comienzas a anhelar su presencia y a sentir que no hay momento en el día que disfrutes más que el breve instante en el que sus dedos se enlazan con los tuyos y la sensación es sublime e infinita.

Pero también te das cuenta de que hay un montón de cosas que prefieres ignorar. Cosas que quizás, si los hechos no hubieran sucedido con tanta premura, hubieras tenido tiempo de notar. Como cuando apagamos por la mañana la alarma por error y nos quedamos viviendo en un sueño, pensando que el encanto de los besos puede borrar sus malas acciones o que las advertencias de quienes nos rodean son solo envidia por nuestra gran felicidad. Hasta que un día el temor más grande deja de ser un tema tabú y se pone sobre la mesa para aterrizarnos en la realidad de la manera más fría: no nos podemos enamorar.

Solo hay una cosa en la que mis últimas tres parejas —vamos a llamarlos así para efectos de la narración— han coincidido: decir que soy demasiado dramática. Es verdad, no se equivocan, mi mamá lleva treinta años repitiéndolo y tratando de todas las maneras posibles de que analice todo con cabeza fría antes de armar tormentas en vasos de agua o deshidratarme llorando. Mi fama de dramática, por supuesto, me resta credibilidad ante mis conquistas, pero no he podido encontrar otra manera de confrontar la realidad con la que ellos mismos me han obligado a enfrentarme: yo, latina, pasional, visceral, viendo culebrones en TV desde chiquita, escritora de novelas y poesías, hija de mi madre (que también arma tremendos dramas), romántica empedernida, admiradora de Alejandro Sanz, lágrima exprés, enamorada del amor… siempre, siempre, ¡SIEMPRE! Acabo encontrándome justamente con el espécimen que en ese momento de su vida —en el que curiosamente convergemos—, no está listo / no tiene ganas / no nació para / no sabe si quiere… enamorarse y tener algo serio. No es justo.

En este punto, hay algo muy importante que quiero aclarar: no se trata de estar buscando un esposo, alguien con quien vivir o compartir los gastos, perseguir estabilidad familiar o que el reloj biológico me esté pasando cuentas porque aún no me “realizo” como mujer a través de la maternidad. Con los años he aprendido a soltar las cargas y hacer cada vez más corta la lista de las cosas que espero o que me gustaría tener en una relación con alguien. No me preocupan sus creencias religiosas ni tengo afán de subir una foto a Facebook tomados de la mano y diciendo que nos amamos.

Es más una cuestión de equilibrio, de tener alguien con quien compartir algunas horas, con quien salir a dar una vuelta o simplemente quedarnos en la casa arrunchados. Buen sexo, buenas anécdotas, un conversador entusiasta que se deje conocer, que me permita decirle de vez en cuando venga que sí es pa’ eso o compartirle uno de los dichos favoritos de mi mama: déjese querer que eso no duele. Alguien que no se espante con mi incapacidad para mantener el hilo de una conversación, brincándome siempre diez mil ramas, y por qué no, alguien con quien eventualmente me pueda parar en esa delgada línea que separa el gusto del amor. En pocas palabras, enamorarnos.

Pero no. Cuando expongo este argumento aflora en ellos el instinto de supervivencia y ponen mi tendencia innata al drama y a usar palabras rebuscadas como cínico, canalla y cobarde, por encima de todas esas cualidades que reconocieron en mí desde el principio y que los llevaron en su momento a querer estar conmigo. De esta forma se mantienen libres de compromisos y en el fondo se victimizan porque, aunque no quiera casarme, según ellos, lo que quiero es cazarlos. ¡Pues no, señores! Yo lo que tengo es el ego herido y estoy cansada de vivir a medias, conformándome con migajas y jugando a ser fuerte, feminazi, descomplicada y ultra moderna porque el amor es para los débiles y para los necesitados. ¡Vaya despropósito!

Sí, soy muy dramática. Pero también sé que tengo una que otra cualidad, justo de esas que sacan a más de uno corriendo. Sin embargo, lo más importante es que aún me quedan ganas de reírme de mí misma y de mis desaciertos. Como diría una querida amiga de Bogotá, yo lo que tengo es mala puntería. Y como diría mi mamá, nunca sabemos de lo que Dios nos está salvando. Y como diría un amigo, tome todas esas cosas raras que le pasan… y conviértalas en desvaríos.


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