Respiro hondo. El corazón revolucionado late a mil por hora. Hay quienes lo llaman parálisis de sueño, otros dicen que es un demonio que se nos sienta encima cuando dormimos. Yo no creo ni lo uno ni lo otro. Para mí, este ahogo es producto del insomnio y de la pesadilla recurrente que me transporta cada noche a la casa de mi infancia. Nada ha cambiado: la misma sala, las cortinas blancas, los candelabros pendiendo de un hilo, los baños, las repisas y hasta el desgaste natural del piso del antejardín. En ciertas ocasiones estoy viviendo ahí; en otras, simplemente estoy de visita. Me gusta recorrer ese lugar, me hace sentir segura, tranquila, en casa.
Abro los ojos y la negra noche me cae encima como un yunque. Aplastante, malvada, letal. Poco a poco mi visión se acostumbra a las sombras y reconozco los objetos que me rodean. Trato de reconstruir el último pedazo del sueño ya que por lo general olvido algunas partes cuando despierto. Mi abue está ahí siempre. No me da consejos claves ni me revela verdades absolutas, solo está ahí mirándonos a todos como siempre lo hacía, con curiosidad, a la expectativa, intentando entender nuestras conversaciones o simplemente como un fantasma, como una aparición que me brinda paz solo con estar.
Y entonces comprendo que la pesadilla no nace cuando me duermo, sino cuando me despierto. Los eventos de los últimos días empiezan a bombardearme y es como si la oscuridad y el silencio potenciaran su influjo y todo pareciera más grande, más triste, más complicado de lo que realmente es. Respiro hondo de nuevo y un raudal de lágrimas brota sin piedad. Lloro sin descanso hasta que me quedo sin fuerza y trato de abrazarme a mí misma queriendo consolarme y contenerme en ese abrazo. No hay nadie en casa, hace días que vivo como Macaulay Culkin en esa película de navidad donde todos se van de viaje y él hace de las suyas. Solo que en mi caso, todavía falta mucho para navidad, aún nadie ha tratado de entrar a robar y bueno, no he sido tan ingeniosa para distraerme mientras estoy sola.
Pero esta soledad, al igual que los recuerdos, adquiere una dimensión diferente en la madrugada. Tengo miedo de irme a dormir, no quiero, no puedo. Estiro el tiempo como si fuera un caucho y se me ocurren mil actividades: manualidades, dibujos, escritos, televisión, música, lo que sea, cualquier cosa menos dormir. La negra noche, que ni siquiera es negra sino violeta, me apabulla y pienso en él, otra vez. Tengo atravesadas en la mitad del pecho sus palabras, sus ojos pequeñitos, su manera deliciosamente infame de tocarme y hasta el sonido de su voz.
Las memorias de mis momentos a su lado me persiguen, me acosan y me desesperan como el zumbido de un mosquito en el oído. Los buenos momentos son los peores, porque al menos los malos vienen con su carga de enojo, con la rabia propia de creer que se tiene la razón, pero sobretodo, con la defensa misma de los argumentos que nos trajeron hasta aquí, a este lugar en el que todo es gris y marchito. Los buenos momentos, en cambio, duelen en la raíz del ego y vuelven infantil la esperanza. En su caso, el enojo y la rabia nacen de la vulnerabilidad de los sentimientos y del sinfín de preguntas que se quedarán sin respuesta.
La negra noche me acompaña. No creo en los demonios de los libros ni de las películas. No creo en los cuentos que me han contado sobre esta casa que fue construida en los años sesenta y quién sabe cuántas personas habrán pasado por aquí. Suficiente tengo conmigo, con lo que llevo por dentro. Me aferro un rato a la almohada hasta que acepto que el tiempo todo lo rompe, todo lo transforma, incluso mis pesadillas, incluso el miedo que me invade hasta que una rendija de la persiana deja entrar un rayito del sol.
La vencí esta vez, pero sé que volverá, es inevitable. En unas horas estaré peleando conmigo misma, jugando a adivinar las sombras de la pared, pero sobretodo esperando que el cansancio me gane para que mi subconsciente me lleve de nuevo a la casa de mi abue y ella me pueda mirar con sus ojos tristes y perdidos. Mi abue es un espejo. Su mirada desolada es la mía. Yo soy el fantasma, por eso me siento tan cómoda cuando estoy ahí. Esa casa es mi interior y la negra noche me la roba cada vez que me devuelve a la realidad de golpe y me obliga a hacerle frente, a morirme de a pocos mientras intercalo recuerdos buenos y malos. Es bueno saber que la noche no dura para siempre, al final amanece. Siempre amanece.
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