Después de haberme dejado convencer por absolutamente todo el mundo de que yo era mi mejor compañía y mi mejor parche, decidí invitarme a cine el domingo por la noche. Al principio no estaba muy segura de lo que quería ver, pues las películas que suelo escoger cuando estoy sola son de dos tipos: romanticonas o de dibujos animados, y aunque mi opción número uno era ver ESO (sí, la del payaso psicópata que come niños), hacerlo sola no era una opción muy saludable teniendo en cuenta algunos traumas de infancia, mi falta de valentía, y bueno, que ya tenía un plan medio armado con mi ex para verla juntos.

Pedí una margarita en el bar del cinema y contemplé la posibilidad de que haberme decidido finalmente por ‘Mother!’ no fuera una buena idea. Las críticas la han destrozado y al parecer cargaron sobre los hombros de Jennifer Lawrence todo el peso del fracaso. Como yo no soy crítica de cine y apenas entiendo superficialmente cuando hablan de la maravillosa fotografía de una cinta o de los criterios con los que premian la edición en los Oscar, me animé a verla por Javier Bardem, uno de mis actores favoritos/amores platónicos.

El inició me pareció un poco lento. Además que, tal vez por el cansancio y la hora, el manejo de la cámara en el personaje de Lawrence me mareaba y me arrullaba en iguales proporciones. Ella, presa sin grilletes de un amor que es el centro de su universo –¡Las superlativas somos más!–, solo quiere una vida normal, una cocina limpia, tener la ropita planchada y llevar una existencia plena y feliz al lado de su esposo escritor.

Sin embargo, esa tranquilidad se ve amenazada cuando recibe la visita de un par de extraños. Hasta ahí era todo lo que yo había leído en resúmenes de internet, además de las críticas, por supuesto. Me imaginé lo de siempre: los invitados son malos, la casa está embrujada, en cualquier momento sale el monstruo de dos metros con la cara desfigurada detrás de alguna puerta y a mí me va dando el síncope y me arrepiento de estar sola.

Pero después de la llegada de aquellos visitantes, la historia nos sumerge en un océano de dudas y contradicciones propias de la mente humana, donde nos vamos diluyendo de la mano de la madre, el personaje de Lawrence, y su angustia se convierte en nuestra angustia, su miedo se hace propio y lo único que empezamos a anhelar es que se acabe, o que despierte –porque por ratos parece un mal sueño­–, o que llegue alguien a salvar el día, o que cambie la escena, o simplemente que su marido le preste atención a todas sus reclamaciones de una vez por todas, pero ¡Por Dios bendito!, que pase algo, porque a cierta altura de la película uno ya tiene los nervios destrozados y quiere salir corriendo de la sala de cine.

El final me dejó grandes enseñanzas. La principal, que mi mamá siempre ha tenido razón cuando dice que si una relación no funciona “uno no sabe de lo que Dios lo está salvando”, como lo mencioné en algún desvarío anterior. Pero ni siquiera puedo culpar a Bardem o a su personaje, porque él también es víctima de sí mismo, de su ego y de la necesidad inconsciente que todos tenemos en algún momento de ser amados de una forma desbocada, salvaje y trasgresora.

Hay muchas cosas que no quedan claras cuando termina la película, pero tal vez por la naturaleza de los hechos o por la forma en que se desarrollan los eventos, no quedé con la sensación de querer saber por qué o de responder todas mis dudas. Yo solo quería que terminara, no por considerarla un hueso o porque estuviera decepcionada, al contrario, en mi opinión las críticas no le hacen justicia. Yo necesitaba que se acabara porque ya tenía las pupilas suficientemente dilatadas para conducir media hora de vuelta a casa.

En el camino de regreso ni siquiera encendí la radio. Me temblaban las manos y no pronuncié palabra, a pesar de que hablar conmigo misma cuando manejo es mi actividad terapéutica favorita. Solo podía pensar en la madre y en el sacrificio que representa un amor desmedido que toma lo mejor de ella, que la transforma, que trata de destruirla muchas veces pero que así mismo se reinventa y renace de las cenizas. Un amor de esos que no tiene medida y por el que se entrega hasta la vida. Amar así, es algo que solo consigue el corazón de una madre.


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