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Por Andrew Berg, Edward F. Buffie, y Luis-Felipe Zanna

Este blog fue publicado por el Fondo Monetario Internacional.

La revolución robótica podría tener un profundo impacto negativo sobre la equidad

Hay quienes dicen que el mundo está entrando en una “segunda era de las máquinas”. No pasa una semana sin que haya novedades de una nueva aplicación de inteligencia artificial y de robótica: vehículos de reparto automatizados, enseñanza electrónica y calendarios autoprogramables, computadoras que reemplazan a asistentes jurídicos y automóviles que no necesitan conductor. Algunos se parecen al “robot” concebido por el autor checo de ciencia ficción Karel Čapek en 1921: una máquina inteligente básicamente imposible de distinguir de un humano.

Nadie sabe a dónde se encamina esta tecnología. Según Robert Gordon, el cambio tecnológico económicamente significativo —y el crecimiento de la productividad de Estados Unidos— se han desacelerado desde los años setenta, excepto durante un boom tecnológico de una década que concluyó en 2004 (véase la edición de F&D de junio de 2016). Pero bien podríamos estar presenciando el albor de una revolución en lo que a los robots inteligentes se refiere, y los economistas deberían plantearse seriamente lo que esto implica para el crecimiento económico y la distribución del ingreso.

Versiones dispares

Los análisis económicos de la tecnología, el crecimiento y la distribución se dividen en dos campos. Según uno, los avances tecnológicos incrementan la productividad y, por ende, el producto por persona. A pesar de algunos costos transicionales —determinados empleos se vuelven obsoletos—, el efecto global es una mejora del nivel de vida. La historia de este debate desde por lo menos el siglo XIX parece darle la razón inequívoca a los defensores de la tecnología. En 2015, el trabajador estadounidense promedio trabajó aproximadamente 17 semanas para vivir con el nivel de ingreso anual del trabajador promedio de 1915, en gran medida gracias a la tecnología (Autor, 2014).

Esta versión optimista revela que la tecnología hace mucho más que desplazar trabajadores. Logra que los trabajadores sean más productivos y estimula la demanda de los servicios que producen;
por ejemplo, gracias al software cartográfico (y ahora a Lyft y Uber), los taxistas son más eficientes. Y el aumento del ingreso genera demanda de todo tipo de productos y, por lo tanto, de mano de obra. En la década de 1950 y comienzos de la de 1960, una ola de temores en torno a las repercusiones de la computarización de los puestos de trabajo recorrió Estados Unidos, pero las siguientes décadas, marcadas por un fuerte aumento de la productividad y una mejora de los niveles de vida, fueron en general una época de desempleo estable y empleo en alza.

La otra versión, más pesimista, presta más atención a los perdedores (véanse, por ejemplo, Sachs y Kotlikoff, 2012; Ford, 2015; Freeman, 2015). Parte del aumento de la desigualdad observado en muchas economías avanzadas en las últimas décadas podría ser resultado de la presión tecnológica. En las economías desarrolladas, la revolución informática ha reducido la demanda relativa de empleos que conllevan tareas rutinarias (físicas o mentales), como la teneduría de libros o las líneas de producción. Como la combinación de computadoras y una menor planta de trabajadores —generalmente más calificados—puede producir los bienes que antes estaban relacionados con esos puestos de trabajo, los sueldos relativos de los trabajadores menos preparados han caído en muchos países.

¿Serán diferentes los robots?

Para saber dónde podrían encajar los robots inteligentes, diseñamos un modelo económico que supone que los robots son un tipo diferente de capital, un buen sucedáneo de los trabajadores humanos. Los macroeconomistas por lo general piensan que la producción es resultado de la combinación de capital físico (máquinas y estructuras públicas y privadas) y trabajo. Pero es sumamente esclarecedor pensar en los robots como un nuevo tipo de capital físico que, de hecho, engrosa la mano de obra (humana) disponible. Por ejemplo, la producción seguirá requiriendo edificios y carreteras, pero ahora los humanos y los robots pueden trabajar con este capital tradicional.

Entonces, ¿qué ocurre cuando este capital robótico alcanza un grado de productividad que lo hace útil? Si suponemos que los robots son sucedáneos casi perfectos de la mano de obra, lo bueno es que el producto por persona aumenta, pero lo malo es que la desigualdad se agudiza, por varias razones. Primero, los robots incrementan la oferta efectiva total de trabajo (humanos más robots), lo cual hace bajar los sueldos en una economía dictada por el mercado. Segundo, como ahora es rentable invertir en robots, se reduce la inversión en capital tradicional, como edificios y maquinaria convencional, lo cual reduce aún más la demanda de quienes trabajan con ese capital tradicional.

Pero esto es apenas el comienzo. Tanto el aspecto positivo como el negativo se intensifican a lo largo del tiempo. A medida que aumenta la cantidad de robots, sube el rendimiento del capital tradicional (los depósitos son más útiles si las estanterías las llenan robots), y la inversión tradicional termina subiendo también. Esto, a su vez, mantiene la productividad de los robots, incluso a
medida que su número sigue creciendo. Con el correr del tiempo, ambos tipos de capital crecen simultáneamente, hasta que logran predominar en la totalidad de la economía. Todo este capital tradicional y robótico, al cual el trabajo contribuye cada vez menos, produce más y más. Y los robots no consumen; lo único que hacen es producir (pese a las ambivalencias de la ciencia ficción).
Es decir, hay cada vez más producto para los seres humanos.

Ahora bien, los sueldos bajan, no solo en términos relativossino también absolutos, a pesar del aumento de la producción.

Esto puede parece extraño, o incluso paradójico. Algunos economistas tildan de falacia el hecho de que los oponentes a la tecnología no tienen en cuenta que los mercados encuentran un punto de equilibrio: la demanda aumentará hasta satisfacer la mayor oferta de bienes producidos gracias al avance tecnológico y los trabajadores encontrarán nuevos empleos. Esa falacia no se da aquí: en los supuestos de nuestro modelo económico simple no hay desempleo ni otras complicaciones, sino que los salarios se ajustan en equilibrio con el mercado laboral.

¿Cómo explicamos entonces la baja salarial coincidente con el aumento de la producción? En otras palabras, ¿quién compra toda la producción extra? La respuesta es: los propietarios del capital. A corto plazo, la inversión adicional compensa holgadamente toda disminución pasajera del consumo. A largo plazo, aumenta la parte de la creciente riqueza que les toca a los propietarios del capital, y lo mismo ocurre con su gasto de consumo. Como consecuencia del retroceso de los salarios y del crecimiento del capital, el trabajo (humano) ocupa una parte cada vez más pequeña de la economía. (En el caso limitante de sustituibilidad perfecta, la participación salarial es cero). Thomas Piketty nos recuerda que la participación del capital es un factor determinante básico de la distribución del ingreso. El capital ya está distribuido de manera mucho más desigual que el ingreso en todos los países. Dado que la introducción de los robots incrementaría la participación del capital indefinidamente, la distribución del ingreso sería cada vez más desigual.

¿Los robots como “singularidad” económica?

Es interesante constatar que este proceso autosostenido de crecimiento alimentado puramente por la inversión (robótica y tradicional) puede ponerse en marcha incluso con un aumento muy pequeño de la eficiencia de los robots, siempre que ese aumento permita a los robots competir con la mano de obra. Por lo tanto, esta mejora minúscula de la eficiencia produce una especie de
“singularidad” económica en la cual el capital acapara la economía en su totalidad y el trabajo queda excluido. Esto recuerda la hipótesis de la “singularidad tecnológica” descrita por Raymond
Kurzweil (2005), en la cual las máquinas inteligentes llegan a un punto tal de sofisticación que son capaces de autoprogramarse, iniciando un nuevo crecimiento vertiginoso de la inteligencia
artificial. No obstante, nuestra singularidad es de naturaleza económica, no tecnológica. Lo que estamos analizando es cómo un pequeño aumento de la eficiencia de los robots podría provocar
una acumulación autosostenida del capital en donde los robots acaparan la economía en su totalidad, no un crecimiento autosostenido de la inteligencia de los robots.

Hasta el momento, hemos supuesto una sustituibilidad casi perfecta entre robots y trabajadores, junto con un pequeño aumento de la eficiencia robótica. Este tipo de robots imposibles de distinguir de un humano son los que aparecen en la película Terminator 2: El juicio final. Existe la posibilidad de otro escenario, diferente de estos dos supuestos. Al menos por ahora, es más realista suponer que los robots y la mano de obra son muy parecidos pero no sucedáneos perfectos, que la gente aporta una chispa de creatividad o un toque humano crítico. Al mismo tiempo, al igual que algunos tecnologistas, proyectamos que la productividad de los robots no aumentará un poco, sino drásticamente, en un plazo de dos décadas.

Con estos supuestos, recuperamos un poco el optimismo propio del economista. Las fuerzas antes mencionadas siguen en acción: el capital robótico tiende a reemplazar a los trabajadores y a comprimir los sueldos, y en un comienzo el desvío de la inversión hacia los robots agota la oferta de capital tradicional que contribuye al avance de los sueldos. Ahora bien, la diferencia radica en que los talentos especiales de los seres humanos se tornan más valiosos y productivos a medida que se combinan con esta acumulación gradual de capital tradicional y robótico. Llegado cierto momento, el aumento de la productividad de la mano de obra compensa el hecho de que los robots están reemplazando a los humanos, y los sueldos suben (junto con el producto).

Sin embargo, se plantean dos problemas. Primero, ese momento puede tardar en llegar. Exactamente cuánto depende de la facilidad con que los robots reemplacen el trabajo humano y de la velocidad con que el ahorro y la inversión respondan a las tasas de rendimiento. Según nuestra calibración de base, el efecto de productividad tarda 20 años en compensar el efecto de sustitución y en hacer subir los sueldos. Segundo, lo más probable es que el papel del capital en la economía siga creciendo mucho. El capital no será completamente predominante, como en el caso de la singularidad, pero ocupará una proporción mayor del ingreso, aun a largo plazo, cuando los sueldos estén por encima de los niveles de la era previa a los robots. Por lo tanto, la desigualdad será, quizá, muchísimo peor.

La gente es diferente

El lector quizás esté pensado que estas posibilidades escalofriantes nunca se harán realidad en su caso, porque un robot no puede reemplazar, por ejemplo, a un economista o a un periodista. En nuestro modelo, comenzamos con una sustituibilidad perfecta entre trabajadores y robots, y luego introducimos la idea de que en la producción pueden ser parecidos pero no idénticos. Otra complicación importante es que no todo el trabajo es igual. De hecho, cabe la posibilidad de que máquinas complejas dotadas de inteligencia artificial avanzada no puedan reemplazar a los humanos en todos los trabajos. En las películas, la variedad de trabajos que es necesario reemplazar es amplia, desde cazadores (Blade Runner) hasta médicos (Alien: El octavo pasajero). Y hay robots que han intentado reemplazar a profesores auxiliares e incluso a periodistas. Los cursos masivos en línea podrían poner en peligro hasta la docencia. Pero en la vida real, muchos trabajos parecen estar fuera de peligro, al menos por el momento.

Por esa razón nuestro modelo divide a todos los trabajadores en “calificados” y “no calificados”. Los primeros no son muy sustituibles por robots, sino que los usan más bien para aumentar su propia productividad; los segundos son muy sustituibles. Así, nuestros trabajadores calificados no tienen por qué ser los más preparados académicamente; pueden ser los que tienen creatividad
o empatía, algo que será especialmente difícil para los robots. Al igual que Frey y Osborne (2013), suponemos que alrededor de la mitad de la fuerza laboral puede ser reemplazada por robots
y es “no calificada”. ¿Qué ocurre cuando se abarata la tecnología robótica? Como antes, el producto por persona aumenta. Y la participación del capital global (robótico y tradicional) sube. Ahora bien, se da un efecto más: los sueldos de los trabajadores calificados suben tanto en relación con los de los trabajadores no calificados como en términos absolutos, ya que el primer grupo es más productivo en combinación con los robots. Imaginemos, por ejemplo, el aumento de la productividad de un diseñador que tiene a su servicio un ejército de robots. Entre tanto, los sueldos de los trabajadores no calificados se desmoronan, en términos tanto relativos como absolutos, incluso a largo plazo.

La desigualdad ahora aumenta por dos razones fundamentales. Como en el caso anterior, el capital ocupa una proporción mayor del ingreso total. Además, la desigualdad salarial se acentúa drásticamente. La productividad y los salarios reales de los trabajadores calificados aumentan sin pausa, pero los trabajadores poco calificados pierden rotundamente ante los robots. Las cifras dependen de algunos parámetros críticos, como el grado de complementariedad entre los trabajadores calificados y los robots, pero la magnitud aproximada de los resultados se desprende de los supuestos sencillos que hemos expuesto. La determinación a la que llegamos es que en unos míseros 50 años, el salario real de los trabajadores poco calificados disminuye 40% y la participación del grupo en el ingreso nacional baja de 35% a 11% en la calibración de base.

Hasta el momento, hemos pensado en una economía desarrollada grande como Estados Unidos. Y esto parece natural teniendo en cuenta que países como este suelen ser tecnológicamente más avanzados. Sin embargo, una era robótica también podría afectar a la distribución internacional del producto. Por ejemplo, si la mano de obra no calificada reemplazada por robots se parece a la de las economías en desarrollo, podría empujar a la baja los sueldos relativos de estos países.

¿A quién pertenecerán los robots?

El futuro no tiene por qué ser así. Primero, más que nada estamos especulando sobre el desenlace de tendencias tecnológicas incipientes, no analizando datos. Las innovaciones recientes que mencionamos no están (aún) reflejadas en las estadísticas de productividad o crecimiento de las economías desarrolladas; de hecho, el crecimiento de la productividad ha sido bajo en los últimos años. Y la tecnología no parece ser la causa del aumento de la desigualdad en muchos países. En la mayoría de las economías avanzadas, el avance de los sueldos relativos de los trabajadores calificados no ha sido tan grande como en Estados Unidos, incluso en las que supuestamente enfrentan cambios tecnológicos parecidos. Como han recalcado con justa fama Piketty y sus coautores, gran parte del aumento de la desigualdad en las últimas décadas estuvo concentrado en una parte muy pequeña de la población, y la tecnología no parece ser la razón principal. Pero la creciente desigualdad observada en tantas partes del mundo durante las últimas décadas —y quizás en cierta medida la inestabilidad política y el populismo conocidos— pone de relieve los riesgos y los acentúa. No es buena señal que en Estados Unidos la participación del trabajo en el ingreso parezca estar en caída desde comienzos de siglo, tras mantenerse más o menos estable durante décadas (Freeman, 2015).

Las famosas tres “leyes de la robótica” de Isaac Asimov están concebidas para evitar daños físicos a los seres humanos; según la primera “ningún robot causará daño a un ser humano ni permitirá,
con su inacción, que un ser humano lo sufra”. Se trata de una directiva adecuada para el diseñador de un robot, pero no ayuda a controlar las consecuencias a nivel de toda una economía que
analizamos aquí. Nuestro pequeño modelo muestra que, aun en una economía de mercado que funciona bien, los robots pueden ser redituables para los propietarios del capital y pueden hacer subir el ingreso per cápita promedio, si bien el resultado no sería el tipo de sociedad en la cual la mayoría de nosotros desearía vivir. Una política pública de respuesta es a todas luces necesaria.

En todos estos escenarios, hay empleos para quien desee trabajar. El problema es que la mayor parte del ingreso cae en manos de los propietarios del capital y de los trabajadores calificados que no pueden ser reemplazados fácilmente por robots. Los demás ganan poco y son cada vez menos prósperos. Esto apunta a la importancia de una educación que promueva el tipo de creatividad y de aptitudes que no desaparecerán frente a las máquinas inteligentes, sino que las complementarán. Esa inversión en capital humano podría mejorar los sueldos promedio y reducir la desigualdad. Pero, aun así, la introducción de robots podría deprimir los sueldos promedio durante mucho tiempo, y la participación del capital aumentará.

En aras de la sencillez, hemos dejado de lado muchas de las obligaciones que afrontaría una sociedad de este tipo: asegurar una demanda agregada suficiente cuando el poder de compra esté cada vez más concentrado, resolver las dificultades sociopolíticas de un nivel de sueldos tan bajo y una desigualdad tan profunda, y lidiar con las implicaciones salariales en términos de los gastos en
salud y educación de los trabajadores y la inversión en sus hijos.

Implícitamente, hemos supuesto que la distribución del ingreso derivado del capital se mantiene sumamente desigual. Pero el aumento del producto global por persona implica que todo el mundo podría beneficiarse si ese ingreso se redistribuyera. Las ventajas de un ingreso básico financiado mediante la tributación del capital resultan obvias. Naturalmente, gracias a la globalización y a la innovación tecnológica, en la práctica ha sido más fácil evitar la tributación del capital en las últimas décadas. Por lo tanto, nuestro análisis lleva ineludiblemente a preguntarse quién será el dueño de los robots.

* Andrew Berg es Subdirector del Instituto de Capacitación del FMI, Edward F. Buffie es Profesor de Economía en la Universidad de Indiana en Bloomington y Luis-Felipe Zanna es Economista Principal en el Departamento de Estudios del FMI.

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