Teólogo Fabián Salazar Guerrero. Director Fundación para el diálogo y la cooperación interreligiosa INTERFE.

 

En este escrito pretendo abordar el tema del Dios de la Guerra a partir de unas notas autobiográficas.  De seguro algunos se sentirán identificados con mis preguntas.

Muchos de mi generación, tuvieron la oportunidad de ver los días sábados, programas basados en la Biblia, donde se mostraban gigantescas y apasionantes  batallas. Era inevitable tomar partido por el héroe, que generalmente era el más pequeño y sentirse identificado con su causa y la causa de su pueblo. Pero no todo me era comprensible y recuerdo que me parecía muy injusta la forma en que tantos tenían que morir en batallas sangrientas;  sentía especial lastima cuando murieron los primogénitos de Egipto y  enorme pesar por el faraón y su familia.

Además no entendía por qué eran permitidos los engaños, las mentiras y los robos en esas series religiosas. En ese entonces me surgieron algunas preguntas, que ningún profesor de religión me las quería responder: ¿Por qué si Dios es bueno permite la maldad en su nombre? ¿Si Dios es Padre de Todos, por qué algunos deberían morir tan cruelmente? ¿Por qué Dios selecciona a algunos y a otros no, y a los que no seleccionó de inmediato se convierten en enemigos?  En repetidas ocasiones me enviaron a callar pues distraía y confundía a la clase con mis preguntas. Me cuestionaba entonces ¿por qué a Dios le gusta la guerra?

Las preguntas  también se trasladaron a mi casa, ya que cuando  niño fue testigo de la agonía de mi abuelo con cáncer, y al indagar a mis familiares: ¿Por qué Dios permite esta situación? Ellos me respondían que es voluntad de Dios y al preguntar por qué  sería su voluntad, ver a un hombre anciano postrado en cama,  me respondían que era cuestión de fe,  lo que me confundía aun  más y ya no me atrevía a seguir preguntando;  en mi interior me cuestionaba ¿Por qué  a Dios le gusta el dolor y la crueldad?

En el Colegio seguía recibiendo información religiosa pero me parecía contradictoria. Por ejemplo, por un lado estaba el pesebre con toda su ternura, pero a la vez una enorme matanza de otros niños “inocentes”.  De igual forma no podía entender como un Dios que se nos decía era Padre, era capaz de permitir tanto dolor en la cruz, con tanta tortura y sangre  (y eso que no estaba la película de Mel Gibson). Y cuando preguntaba por qué sucedía eso, los educadores me decían  “por nuestros pecados” y era peor, pues no sabía por qué surgía en mí, una sensación de culpabilidad de algo que no entendía muy bien y me preguntaba:  ¿Por qué una religión del amor  se empecinaba en recalcar el sacrificio, la humillación y el dolor físico y eso le gustaba a Dios?

Recuerdo  también el escándalo  que sentí cuando encontré libros sobre las guerras entre cristianos, la inquisición y la imposición de la fe por la espada y al ver que mis educadores y mi familia no respondían  por qué Dios permitía todo esa violencia y muerte, me volví un apasionado autodidacta por los temas de religión.  Leí muchos libros (en ese tiempo no había discovery), empezando por toda la Biblia (me decían que no debía porque me podría volver loco), pero mi pensamiento aún no maduro se confundía aún más en preguntas sin respuestas y en un ejercicio inútil de equilibrar aquello que me enseñaban sobre el amor y devoción y lo que leí por mí mismo y lo comprobaba en la  historia, la ciencia y la filosofía.  Surgieron poco a poco las preguntas ¿A Dios le gusta jugar con los humanos? ¿Puede llegar  a ser cómplice con la maldad? Ya no las hacía en público, me parecía inútil intentar sacar a la gente de sus creencias y no sabía cómo reaccionarían.

Terminado mi bachillerato, la única seguridad es que quería que ser Teólogo.  Quería ser Teólogo laico, porque creía que estudiando podía responder a esas inquietudes que tanto me apasionaban y me inquietaban. Puedo decir que soy un teólogo de opción y vocación. En mi proceso de formación tuve hermosas experiencias de convivencia con otros, oportunidades de servicio comunitario y  muchas horas de lectura y  de estudio.

Pero de nuevo aparecían las contradicciones religiosas; por una parte los hermosos testimonios de servicio y entrega, las vidas consagradas a los demás, las palabras maravillosas de los maestros, las estupendas obras teológicas, los hermosos consejos que tanto me emocionaban (y aún me inspiran),  pero por otro lado las luchas y abusos de  poder, los primeros puestos conseguidos con intrigas, la incoherencia entre palabra y hecho, los escándalos, el egoísmo, la discriminación sectaria y la dureza de corazón.  Incoherencia que no solo descubría en mi contexto,  sino principalmente en mí mismo.  Algunos llaman a esto “lucha espiritual”; es entonces que aparte de todas las guerras históricas…¿ahora a Dios también le gustan las luchas internas? y en ese caso  ¿Todo es guerra? ¿Se puede ser una persona religiosa sin estar en estado de guerra?  ¿Son verdaderas guerras espirituales o proyecciones de nuestros intereses, miedos, ignorancias y culpas?

Luego de terminar mis estudios, cuando comencé como profesor, había intentado establecer en mi mismo unos “acuerdos de Paz” para poder seguir mi camino sin sobresaltos. Algunos temas los empaté colocando lo extremadamente bueno y lo extremadamente malo de la historia religiosa  en un conveniente medio; algunos temas de controversia los dejé de lado (ojos que no ven corazón que no siente); los temas difíciles los sublimé en tratados complejos (para volverlos incomprensibles pero parecer interesantes);  frente a las preguntas sobre el dolor humano fabriqué unas respuestas para los demás con los que yo mismo me sentía cómodo (pildoritas para la vida) y cuando los estudiantes me indagaban sobre las mismas preguntas que yo tenía, les daba  alguna bibliografía y los mandaba a preguntarle directamente a Dios  (yo mismo lo había intentado). Y créanme que me sentía muy cómodo dejándome llevar por la rutina de los días,  por la inercia de los discursos elaborados, por el prestigio que iba alcanzando; es entonces que  las preguntas profundas de mi niñez y juventud  se habían diluido por horarios, notas, congresos y artículos. Pensaba entonces  “que bien se siente aquí”. Creo que a varios  colegas y  a líderes religiosos les ha pasado la misma situación.

Todo parecía estar en calma pero siguiendo mi caminar académico me encontré estudiando las grandes religiones del mundo. Realicé un estudio juicioso de antiguas tradiciones y  de nuevas espiritualidades y  nuevamente surgieron en mi, las mismas preguntas iniciales ¿Por qué la contradicción entre lo escrito y lo vivido? ¿Por qué se justifican guerras en nombre de Dios? ¿Por qué se promueve la misericordia y se matiza con violencia? ¿Por qué la verdad, la belleza y la bondad se opacan por la mentira, la apariencia y el poder desmedido?  Esto para decir que muchas de estas situaciones de incoherencia no se dan únicamente en mi religión sino  prácticamente en todas las comunidades de fe.  Entonces se podría afirmar que ¿no es el Dios de la Guerra sino el ser humano que en muchas ocasiones usa a Dios para justificar sus guerras y egoísmos?

También, claro está, y es su mayoría,  he sido testigo de hombres y mujeres de fe de todas las religiones y culturas que viven sus valores, que cumplen lo que leen, que aman sin límites, que comparten lo que tienen y lo que son, que están dispuestos a dar su existencia por los demás; aquellos  que viven felices, que trabajan por la paz y que proyectan santidad y que en muchas ocasiones reciben persecución y violencia contra sus vidas y sus obras; personas religiosas que son acusadas, estigmatizadas y hasta perseguidas por el actuar de unos pocos que desacreditan y viven en violencia y corrupción.

Con los anteriores cuestionamientos no pretendo ponerme como juez. A pesar de que conservo mis creencias y pertenencia religiosa,  quiero identificarme  intelectualmente  con aquellas personas que  dudan de  los creyentes a causa de sus actos,  las que abandonan las instituciones,  las que expresan el dolor por el engaño y la manipulación de algunas autoridades, las que intentan dar un grito desesperado de liberación,  las que cambiaron de religión o las que buscan nuevas formas espirituales, ya que aunque no esté de acuerdo en todos sus argumentos,  si  puedo  comprenderlas y hasta llegar a justificar sus posiciones. El asunto no es huir de las preguntas, es intentar asumirlas con humildad, con inteligencia, con paciencia y con coherencia, y aunque no se tenga respuesta, por lo menos ser honestos en aceptarlas y cuestionarnos si nuestro actuar confunde a la gente sobre la imagen de Dios y lo ha convertido en señor de la Guerra.

En mi vida puedo decir, que Dios en su misericordia me sacudió en varias ocasiones. De mi lugar del confort teológico, de mis propias seguridades, de mis discursos teóricos, de mi imagen distorsionada  por el ego, me confrontó y me sigue confrontando a situaciones de la vida real, para mostrarme que ser teólogo no es cuestión de repetir un discurso para ganar el aplauso de los colegas y devotos seguidores. Me llevó a vivir el amor y el desamor y de nuevo al  verdadero amor; me llevó a sentir la inseguridad, a llorar tanto de tristeza como de alegría,  a vivir la experiencia de acompañar una vida, a renunciar y dar saltos de fe, a descubrir los amigos y aquellos que dicen serlo, a perdonar y perdonarme.

Me tocó aprender la teología no en libros sino de rodillas en oración. Entonces vi que Dios no se alegra con mis guerras, no me pone a prueba en luchas sin sentido, no me pone en tentación por gusto, no está de acuerdo con el dolor ni con el castigo vengador.  Entendí que la vida misma tienes altibajos y eso es la vida; que nuestro orgullo nos juega malas pasadas, que es más fácil culpar a Dios que asumir las consecuencias de nuestros actos, que nos creemos eternos y pensamos que nunca llegará la muerte, la vejez o la enfermedad, que nos aferramos y manipulamos a los demás esperando que nos amen por siempre como si fuésemos pequeños dioses en lugar de Dios.

Justificamos nuestros deseos de poseer aun bajo los nombres más eufemísticos,  utilizamos el nombre de Dios para ocultar nuestros deseos egoístas,  aprovechamos su amoroso silencio para tratar de hacerlo cómplice,  pensamos que Dios es tonto o infantil, que podemos utilizarlo a nuestro antojo y luego lo culpamos por nuestras desdichas, nuestras malditas guerras y nuestras ansias desmedidas de estúpida ambición.

No es que haya solucionado las preguntas planteadas o que el mío sea el camino de solución; solamente he cambiado la pregunta: ¿Cómo ser cada día más coherente para que Dios no se vea y se sienta como el Dios de la Guerra a causa de mi incoherencia en pensamiento, sentimientos, palabras y actuaciones?

Y a nivel institucional ¿Se puede ser facilitador en la Paz sino no nos hemos convertido y dejado fuera  la mentalidad de guerra?

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