Teólogo Fabián Salazar Guerrero. Director de la Fundación para el diálogo y la cooperación interreligiosa. INTERFE

 

En algún momento de la vida miramos a nuestro alrededor y nos sentimos incompletos, y aunque los demás nos vean contentos y tengamos lo que “necesitamos” se evidencia un vacío existencial como si  estuviéramos en el lugar equivocado o como si lo que somos no tuviese sentido.

Y a pesar que experimentamos este sinsabor, casi como una espina que nos mortifica, preferimos quedarnos quietos, sea por comodidad, por miedo al cambio o simplemente porque aprendimos a soportar  esa situación y la  calmamos con distractores de la vida cotidiana.  Nos acostumbramos a nuestra zona de confort.

Pero esa situación que parecería de “bienestar” irónicamente  enferma el cuerpo, pero aún más, enferma el corazón, que de manera callada se llena de dolor,  de resentimiento, de rabia,  de desilusión, de vulnerabilidad y fracaso. Tenemos miedo de expresar ese descontento para evitar el qué dirán, para evitar que piensen que somos desagradecidos con la vida, para evitar el tener que actuar y es entonces que buscamos sosiego bajo el velo de la auto-justificación.

Esta situación de confort nos lleva a vivir una serie de contradicciones:

Seguir en el auto engaño de creernos felices y de no seguir el camino, de no evolucionar, de no abandonar el pasado hará que desperdiciemos la vida; y a medida que pasen los años y todos nuestro pretextos se diluyan (el dinero, el trabajo, los hijos, el prestigio…) nos veremos sumidos en una profunda tristeza que no sólo es psicológica sino profundamente existencial.

Yo mismo he sentido esa tentación de inercia, pero cuando me estoy acomodando y “aburguesando”, la vida en su sabiduría me saca de mis propias seguridades, de mis propias preguntas ya resueltas, de mis deseos de permanecer a la sombra,  y me libera de mis inteligentes (o absurdas) razones para no avanzar. A veces ha sido con suave calma pero en otras a duros golpes.

He descubierto en muchos testimonios de vida que para dar el paso al abismo de la incertidumbre liberadora, que para volver a los sueños sin miedo a los juicios, para retomar aquello que le daba sentido a las luchas y sacrificios, para amar por el simple hecho de amar se necesita  de  una valentía espiritual para vivir con radicalidad el presente, de vivir el hoy de cada mañana, de apasionarnos por cada amanecer (ama-nacer) para que nos transforme internamente y podamos ser coherentes con una verdadera búsqueda de la felicidad y con la realización del sueño que un día tuvo Dios para seamos plenos y fraternos.

Esta valentía del vivir el hoy nos saca de nuestras falsas comodidades  y nos lleva a tomar la decisión de disfrutar el presente con una enorme capacidad de sorprendernos. ¿Cuántos viven atrapados por el pasado encerrados en sus recuerdos mientras otros se pierden en futuras ilusiones de sueños inalcanzables? Vivir el hoy es otorgarnos a nosotros mismos una meta para cada día que haga soportable nuestro camino de crecimiento y experiencia, que nos dé la fuerza para superarnos en cada jornada y sobre todo para gozarnos lo que nos depara la existencia, pues la vida entera está hecha de pequeños momentos como regalos de Dios que deben ser aceptados con el mismo amor con el que nos fueron entregados.

Es tan valioso el hoy,  que no vale la pena  dejarnos atrapar por la ira. Es tan fácil enojarnos con nosotros mismos porque la vida no funciona como creemos que debería funcionar. El ejercicio de no entrar en cólera es un profundo ejercicio de grandeza y de reconocimiento de que nada hay en el mundo que nos pueda quitar la verdadera paz. Esta actitud no es fácil máxime en un país cargado de odio, y en el que nos da rabia por tanta injusticia y negligencia. No se está proponiendo la indiferencia sino la actitud de no echar más leña al fuego para que se extinga las llamas del rencor y pueda manifestarse el perdón y el encuentro.

Si es irrepetible cada día no lo perdamos por las preocupaciones desmedidas. Este principio nos pide hacer presente a cada mañana la necesidad de sentirse como niño en manos de Dios y de recordar en el corazón que tenemos un Padre maravilloso y generoso que no permitirá que algo nos pase si no es para nuestro  propio beneficio. Cerrar los ojos y confiar en la providencia es hacer el profundo acto de reconocer que Dios nos  ha dado ya todo y que la única preocupación real debe ser el de preocuparme  por ser felices y hacer felices a los demás.

Vivir la valentía del presente nos lleva a dar gracias. Este es el principio de la abundancia pues únicamente es posible crecer agradeciendo. En medio de nuestro vivir olvidamos los pequeños detalles, los pequeños esfuerzos, los pequeños actos de cariño y servicio de todos aquellos que nos acompañan en la vida. Y si olvidamos a quienes vemos que decir de aquellos a quienes no vemos y que cada día permiten que podamos sobrevivir en este mundo. Las gracias son palabras que muchas veces expresamos por cumplimiento (cumplo y miento) o por una falsa cortesía aprendida o por respuesta automática a cualquier favor, las gracias es la capacidad de ver “LA GRACIA” puesta por Dios en toda su creación y bendecir (bien decir).

Los esfuerzos que invirtamos cada día en nuestro propio crecimiento, cuando trabajamos con honestidad y constancia, se verán reflejado en la gratificación de una existencia con sentido y no sólo en dinero y bienes. La frase aprendida que reza” el trabajo dignifica al hombre” toma toda su fuerza cuando este trabajo se hace con cariño, con responsabilidad, con rectitud, pero sobre todo como un acto amoroso, no únicamente para el presente sino como una herencia para las siguientes generaciones.

El adagio popular dice” A Dios rogando y con el mazo dando” combina en la sabiduría de los mayores en la que se muestra la urgencia de trabajar pensando que todo depende de uno y esperar  como si todo dependiera de Dios. Coherente con este principio debe estar el ayudar a que otros pueda trabajar dignamente y no tengan que someterse a trabajos denigrantes, esclavizadores o humillantes. Trabajar honestamente cada día, levantar la voz y ser solidario con todos aquellos que aún no encuentran la forma de llevar el sustento a sus familias. No se puede pedir a alguien que disfrute el presente sino tiene las condiciones básicas para conservar su existencia en justicia.

Vivir la valentía del presente que nos saca de nuestra zona árida de confort es también sonreírle a la vida y ser amable con los demás. Los grandes hombres y mujeres de la historia nos recuerdan con su vida que la amabilidad y gentileza no se limita a las personas, sino que se amplía a toda criatura y a la creación misma. No podemos ser corteses con nosotros mientras somos rudos y grotescos con los bosques, las montañas, los animales, el agua y el aire. Queremos que la naturaleza sea amable con nosotros mientras nosotros la contaminamos, destruimos y la sometemos a nuestros bajos intereses mercantilistas. Para ser amables  cada día con nuestros semejantes debemos volver a ser niños, que no miran apariencias y regalan su sonrisa con transparencia y generosidad. Sembrar amabilidad y cosechar la paz.

Dejo estas reflexiones, pero es tu decisión si continuas es una zona de confort mientras sigues siendo infeliz

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