Teólogo Fabián Salazar Guerrero. Director de la Fundación para el diálogo y cooperación interreligiosa. INTERFE

 

En estos días previos a la celebración de la Navidad, las calles y los centros comerciales se ven congestionados por apurados clientes que buscan desesperadamente comprar regalos. Corren de aquí para allá buscando ofertas, imaginando qué obsequiar y sacando dinero de sus ahorros para poder cumplir con la entrega de presentes.

Estas maratónicas jornadas que dejan agotadas a las personas tanto física como económicamente, tienen su mérito, pues intentan expresar el afecto a los seres queridos, pero los regalos más valiosos no se pueden comprar pues son dones de gratuidad: la compañía, la ternura, la generosidad, el tiempo, el cuidado, el amor y también el perdón.

Dedicaremos este escrito al perdón como un don maravilloso que beneficia más a quien lo otorga que a quien lo recibe, pues es un ejercicio profundamente humano de libertad, pues nadie está obligado a perdonar si su corazón no se lo permite.

El primer destinatario del perdón y quién más lo necesita es uno mismo. En ocasiones nos constituimos en fiscales, jueces y verdugos de nosotros mismos y nos tratamos con tanta dureza que no tenemos escapatoria. Recordamos el pasado una y otra vez y nos reclamamos por acciones u omisiones y lo peor es que ya no tenemos opciones de cambiar aquello que sucedió; aún más la realidad no se ve en su justa medida sino que ha sido desdibujada por la culpa, por el miedo o por el dolor.

Es fácil hoy juzgarnos por lo que hicimos o dejamos de hacer, pero de seguro en esa circunstancia de la vida no teníamos otra opción, o no teníamos la información o la madurez para afrontar una situación o para evitarla.  Esto no significa que la justifiquemos o la neguemos sino que tengamos la caridad para entender y aceptar lo sucedido con paz y esperanza de superación.

Por otra parte nos castigamos por lo que deberíamos haber sido y hoy sentimos que no sucedió. Nos juzgamos por haber amado a una persona o por haber dejado pasar una oportunidad pero no recordamos que la vida tiene su sabiduría y si no fue para nosotros tal vez fue lo mejor y debemos continuar nuestro camino observando nuevos horizontes. En ocasiones estos dolores los sufrimos en silencio pues nuestro orgullo o el miedo a que nos juzguen hace que callemos y nos reclamemos internamente.

Nos castigamos por el dolor causado a otros, en particular a los seres que amamos, y nos auto sentenciamos a la culpa, pues consideramos de forma errónea que no “merecemos ser felices” o que “no podremos hacer felices a alguien”.  Es entonces que se debe reconocer que aunque nos esforcemos muchas veces  por cuidar a los demás, podemos hacerles daño sin querer, sin que nos demos cuenta de los flagelos causados, de producir un efecto de maltrato sin haberlo pensado con ese propósito. Esto significa que somos simplemente humanos y cometemos errores y que no podemos tener contento a todo el mundo.

Por otra parte se debe advertir que los otros en ocasiones intentan descargar sobre nosotros sus miedos, sus rabias y sus frustraciones y nos intentan hacer creer que su dolor es nuestra responsabilidad. Por ejemplo, cuántos culpan a sus padres de sus desdichas, lastiman a otros porque se no se sienten suficientemente amados y reconocidos, maltratan a sus parejas pidiéndoles que suplan sus necesidades de afecto, muchos prefieren victimizarse para manipular una relación y se inventan situaciones inexistentes sólo para tener una excusa que haga responsable a alguien de sus desgracias. Perdonarse es también abrir los ojos y no dejar que nos carguen el dolor que otros deben superar por sus medios.

El regalo de perdonarse a sí mismo por sus errores es reconocer que fueron experiencias y aunque nos dejaron heridas hoy nos hacen más fuertes, más humanos, más sabios y sobre todo más comprensivos. En la vida en muchas ocasiones se aprende de ensayos y errores; esto es reconocer que “no nacimos aprendidos” y que nos podemos equivocar. Es entonces que el amor propio comienza por un sano perdón que evitará muchas enfermedades de la mente, el cuerpo y el espíritu.

En cuanto el perdonar a los demás no es otra cosa que la proyección del propio proceso de auto perdón. Cuando reconocemos en nosotros mismos que nos podemos equivocar, reconocemos esta condición también en los otros; cuando nos damos cuenta que podemos hacer daño sin quererlo nos volvemos más comprensivos con las palabras y gestos de los otros, cuando descubrimos la complejidad de nuestros sentimientos evidenciamos también que la otra persona sufre internamente y finalmente que si nosotros necesitamos ser perdonados el otro también lo necesita aunque no lo pida.

Lo anterior no quiere decir que perdonar sea equivalente a dejarse hacer daño, o volver una situación nociva o permitir que alguien o algo que ha salido de nuestra vida vuelva como si nada. Es sólo mirar a las personas y situaciones en su justa medida, sin exagerar pero tampoco sin negar o evadir la realidad. Es reconocer nuestra cuota de responsabilidad y tomar decisiones valientes de reparación; es perdonar porque yo merezco ser feliz, libre y porque ya no quiero tener más ataduras al pasado, a un recuerdo desagradable, a una herida causada, a la memoria de alguien que atormenta o simplemente reconocer que todo tiene su plazo, incluso el dolor o la ofensa. El rencor y el orgullo nos roban muchos hermosos momentos de la vida.

El otro rostro de la moneda es aprender a recibir el perdón pero creo que esto es materia para otra ocasión.

Regalarse perdón y perdonar a los otros es el mejor regalo de Navidad y es comprender el significado de un Dios que perdona y ama hasta el extremo de enviar a su Hijo. Es también un cristianismo coherente que pide en la oración que enseñó Jesús, “perdónanos como también nosotros perdonamos a quienes nos ofenden”

Algunas de las siguientes acciones podrían ser de utilidad para manifestar ese regalo del perdón en Navidad:

 

 

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