Teólogo Fabián Salazar Guerrero. Asesor Espiritual. Director Fundación INTERFE.
Hemos sentido varias veces como adultos que nos duele “algo” cuando los otros no nos dan el lugar, la atención o el reconocimiento que creemos merecer, y comenzamos una guerra interna de rabia, de orgullo, y hasta de venganza. Sentimos que nuestro “ego” ha sido lastimado y que otro es el culpable.
En esta lógica de defender nuestro ego, sucede que en ocasiones nos empecinamos en luchas donde los únicos golpeados somos nosotros mismos. Preferimos perder personas, momentos, oportunidades de ser felices, sólo por demostrar que teníamos razón, así no la tengamos. Nos volvemos ciegos a la realidad y tratamos de ver lo que no existe, únicamente porque nos auto-convencimos que “yo lo sé” y nadie me puede convencer de lo contrario pues no importa la verdad sino “mi verdad”, donde somos testigos, jueces y verdugos de quienes se nos oponen.
Mantenemos posiciones, relaciones u opiniones, únicamente porque ya hemos invertido muchas energías y tiempo y no estamos dispuestos a ceder, a iniciar de nuevo o a pedir disculpas. Nuestro ego nos lleva a decir y hacer cosas que lastiman a las personas que queremos y luego de habernos metido en un laberinto de odios y de resentimiento, no sabemos qué hacer para salir.
En momentos de rabia o emotividad, se dicen tantas cosas que luego, en calma, nos dan vergüenza, pero otras veces el ego de nuevo nos juega un mala pasada y hacemos todo lo posible para auto-justificarnos afirmando que teníamos razón y que es el otro el culpable y el victimario. Lo doloroso es que de nuevo nos llenamos de ira interna y comenzamos a tratar a todos con prevención para evitar que nos “hagan daño” y terminamos enredados en la desconfianza, el miedo y la infelicidad.
Cuando nos sintamos atrapados de ese dolor de ego podríamos intentar lo siguiente para ayudarnos a sanar:
Reconocer la igualdad. La vida nos demuestra que por naturaleza somos iguales, que todos sentimos miedo, dolor, alegría, esperanza, necesidad de amor y protección. Es por eso que debemos ser solidarios con nuestra especie, y que si alguien tiene una dificultad o necesita algo debemos socorrerlo, consolarlo o sanarlo como lo esperaríamos lo hagan con nosotros. Los prejuicios sociales, raciales o de género, son producto de la cultura o la educación familiar, pero no hacen parte de la natural condición humana de sentirnos una gran familia.
Espontaneidad. El amor ocurre en cada rincón de la existencia, y es por eso debemos dejarnos sorprender; volver a hacer preguntas y permitir que todo sea nuevo. ¿Cómo se podría ser orgulloso frente a tantas maravillas de la creación que nos muestran nuestra pequeñez? ¿Cómo ser altivo ante tanta gratuidad belleza y abundancia? ¿Cómo creernos superiores cuando nos espera la misma muerte?. Esta es una invitación para disfrutar cada día con espontaneidad como si fuera el último y dejarnos sorprender de la vida y de su generosidad para con nosotros y nuestros semejantes.
Sencillez. Es la actitud de ver las cosas en su justa medida, para ver que todo tiene solución, que todo tiene su momento y que todo tiene su importancia. Sencillez no corresponde a menosprecio de sí mismo, o simpleza de mente o empobrecimiento de la dignidad; al contrario es reconocer que nuestro valor y el de los demás se da, no por lo que tengamos, sepamos o hagamos, sino por lo que somos.
Agradecimiento. El agradecer nos llevará a disfrutar de los pequeños detalles, de los momentos irrepetibles, de la compañía de quienes nos rodean, de la alegría de servir, de ser ángeles para los demás y de aprender a dar y recibir con las manos abiertas.
Dulzura. La dulzura al contrario de lo que podría pensarse es uno de los rostros de la fortaleza. ¿O quién frente a la ternura no baja sus guardias, no se conmueve o no se desarma? Es el mejor disolvente del ego es el intentar amarnos con dulzura cada día más y darnos cuenta de cuanto valemos sin necesidad de imponernos o aparentar ante los demás.
Compasión. Es intentar ver a los otros con los ojos de Dios y sentir compasión y conmoción más allá de las apariencias, es aprender a tener paciencia con las luchas que están viviendo los demás, es responder con ecuanimidad, profundo amor y comprensión. Es dejar que Dios ame a través de nosotros sin distinciones, ni prejuicios, ni preferencias.
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