Yo no vendo esto que muestro: ni esta caja de chicles, ni este lapicero, ni este paquetico de pañuelos. Yo vendo la historia que cuento. Como ya no me siento capaz de hablar, ahora voy repartiendo papelitos. Así ni me desgasto ni tampoco molesto. En una hoja me caben cinco historias, con foto y todo. Luego esa hoja la fotocopio diez veces. Multipliquen: ¡ya son cincuenta! Las corto en tiritas y, junto con mis productos, las voy dejando en las ventanas de los trenes, en las sillas de los buses, en las mesas. Digo la verdad: que soy un hombre solo, que vengo de lejos, que no tengo trabajo, pero sí una hija –la que salgo cargando en la foto– a la cual alimentar, además de a mí mismo, aunque mejor no me nombro. Lo dejo a la voluntad de la gente, y de Dios: lo que me quieran dar. Y la verdad es que sí, siempre hay alguien dispuesto a ayudar. La gente me colabora una vez, dos veces, pero a la tercera ya lo piensa; no vaya a ser que se me haga costumbre. Entonces comienzo a sentir que tengo que cambiar de zona, explorar nuevas rutas, aunque uno también se encariñe. Al final, si no me compran a mí, igual lo compran en el supermercado. Son cosas necesarias: para refrescar el aliento, si van a besar; para escribir, si estudian o trabajan; para limpiarse, si sudan, lloran, estornudan… Así es como logro subsistir, hasta que voy olvidando, arrugando o perdiendo todos los papelitos. Entonces vuelvo a escribir mi historia, cinco veces en una página, y voy y le saco fotocopias, porque sale más barato que irla a imprimir.