¿Leer o mirar por la ventana?, se preguntaba cada vez que viajaba en tren. Afuera, la llanura tranquilizaba, y le parecía una explicación bastante razonable a por qué en su país montañoso no había trenes. Allí va, atravesando Europa con su misma mirada de siempre, dirían, si la vieran, quienes recordaban su idealismo adolescente, su viejo ímpetu. Miraba con esos ojos los campos secos, pensando cómo se llamarían aquellos árboles hechos de algodón verde, como de pesebre, uno por ahí, otro por allá, sin posibilidad de comunicarse entre ellos. Podía quedarse todo el viaje mirando por la ventana, aunque, a decir verdad, la mirada sí le había cambiado. Evocaba un mundo medieval, de pueblitos de piedra que revivían al contacto con el sol, aunque desde la ruta no se viera ni un alma. ¡De pueblos así venimos todos nosotros! ¡Fueron nuestros ancestros quienes los abandonaron! Buscaba algún accidente geográfico, algo que saltara a la vista, que la hiriera. Su tierra sí estaba herida por todos lados; daba miedo. Desde el vagón –flotante, hermético– imaginaba la temperatura, las piedras rozadas y machacadas por la arena. Pequeñas gotas de lluvia comenzaron a golpetear la hierba y a oscurecerla. Salían aromas, bacterias, vahos de licor. Si tan solo pudiera bajar la ventana y respirar, como cuando atravesaba la cordillera, sentir que la humedad se le pegaba a la piel. Lo único que no cambia, en ningún lugar del mundo, es el olor de la lluvia. Lo sabía, aunque le faltara todo por recorrer.